Vídeo: Los cuatro dogmas de Santa María
Querido Pelayo:
Hoy te escribo para poner a tu consideración un tema que es un poco más difícil de lo habitual. Pero quisiera, que en esta noche de la fe en la cual que te ha tocado vivir, puedas reconocer en el firmamento la señal que te sirva como guía hacia el cielo.
Me parece oportuno traer a colación la preciosa exhortación que nos dejó San Bernardo, respice stellam, voca Mariam:
«Mira la Estrella, invoca a María, ¡oh! tú, quien quiera que seas, que te sientes lejos de tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella.
Si el viento de las tentaciones se levanta, si el escollo de las tribulaciones se interpone en tu camino, mira la Estrella, invoca a María.
Si eres balanceado por las agitaciones del orgullo, de la ambición, de la murmuración, de la envidia, mira la Estrella, invoca a María.
Si la cólera, la avaricia, los deseos impuros sacuden la frágil embarcación de tu alma, levanta los ojos hacia María.
Si perturbado por el recuerdo de la enormidad de tus crímenes, confuso ante las torpezas de tu conciencia, aterrorizado por el miedo del Juicio, comienzas a dejarte arrastrar por el torbellino de tristeza, a despeñarte en el abismo de la desesperación, piensa en María.
Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María.
Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María.
Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios.
Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás al puerto celestial. Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón; y para alcanzar el socorro de su intercesión, no descuides los ejemplos de su vida.
Siguiéndola, no te extraviarás, rezándole, no desesperarás, pensando en Ella, evitarás todo error.
Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer; si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin.
Y así verificarás, por tu propia experiencia, con cuánta razón fue dicho: “Y el nombre de la Virgen era María”».
Al igual que un marino en alta mar se orienta observando las estrellas, o a semejanza de los Reyes Magos, que pudieron reconocer la estrella que Dios había puesto entre los astros para encaminarlos a través de los desiertos hasta los pies del Niño Jesús[1], hay cuatro dogmas marianos que brillan con fuerza en la oscuridad de la apostasía contemporánea, y que nos conducirán seguros en medio de las tormentosas revoluciones que todo lo pervierten. Así como en el cielo del austro refulge la inefable Cruz del Sur, trazada a partir de cuatro estrellas, los cuatro dogmas marianos, mística constelación, nos dibujan en lo más alto la cruz del Señor. Podrán pasar muchas cosas en esta tierra, pero allí permanece inmutable esta verdad: por María, Reina del Cielo, a Jesús. En lo más alto resplandece una constelación sagrada de cuatro dogmas: la Maternidad Divina, la Virginidad Perpetua, la Inmaculada Concepción y la Asunción.
En tiempos en que yo era un pelayo, contemplando el diáfano cielo de la Pampa, veía con qué fulgor resplandecía la emblemática Cruz del Sur, llena de elocuente simbolismo en aquellas noches calladas que cubren con su manto la dilatada llanura. Junto a ella centellea la trinitaria Tres Marías, que en sí misma representa en el cenit de la bóveda celeste a «Aquella que es en la Trinidad» por ser Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo.
También quiso la Providencia dejar plasmadas otras constelaciones en el manto de nuestra Señora de Guadalupe: virgo, etc. y en la parte inferior, la constelación que hemos citado, la Cruz del Sur. Todas ellas nos alientan a reconocer con San Luis María Grignon de Monfort, que María Santísima es el cielo de Dios. Por eso, al observar el cielo nocturno, tachonado de estrellas innumerables, seamos conscientes de que es semejante al reverso de un tapiz. Querido Pelayo, un día espero ver contigo el anverso: el cielo tal como Dios lo contempla. Mientras llega ese día, que el sueño y el cansancio no te venzan, que las sombras de la noche no se adentren en tu alma, porque las estrellas sólo las pueden contemplar aquellos que permanecen vigilantes. Jesús nos exhorta muy a menudo a la vigilancia[2]. No desertes del puesto de vigía, únete a los que en la soledad rezan y contemplan el cielo como los soldados en tiempo de guerra y los pastores en tiempos de paz.
Cuando sufras la congoja y el desconcierto y te sientas perdido, angustiado, en medio de esta noche que se cierne sobre la humanidad, en la que ningún referente humano nos puede encaminar, sigue el consejo de San Bernardo y levanta los ojos al cielo y en cada estrella, particularmente en estas que hoy mencionamos, contempla la Estrella que nos guía hasta el alba, cuando amanecerá victoriosa Aquella que está revestida por el sol[3]de la divinidad.
En octubre son varias las celebraciones marianas que se van escalonando hasta la festividad de Cristo Rey del último domingo de este mes, establecida por el Papa Pío XI en su encíclica «Quas Primas». Estas celebraciones deben ayudarnos a crecer en la devoción a nuestra Señora para aclamar a nuestro divino Rey con todo nuestro entusiasmo en el corazón y fe en el alma: «Bendito el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron[4]».
Malos son los tiempos[5], decía ya San Pablo y si malos eran entonces, ¿qué diría de los que a nosotros nos toca vivir?, pues a medida que los años avanzan, la enemistad entre el linaje de la mujer y el de la serpiente se acrecienta; y según se acrecienta el poder de la serpiente, la figura de nuestra Señora se agiganta de tal manera, que nos hace suponer que pueda estar llegando el paroxismo final. La devoción que a Ella profesamos se fundamenta en la Fe que confesamos, apoyada sobre los cuatro dogmas marianos, de modo que, así que solamente neguemos uno, ya no somos católicos. Creyendo firmemente estas verdades dogmáticas, apoyamos en ellas la virtud de la esperanza que nos permite aguardar confiados su victoria, el triunfo del Corazón Inmaculado. Esos cuatro dogmas están estrechamente ligados a la persona de nuestro Señor, como lo está la Madre con su Hijo.
¿A qué llama la Iglesia Católica: «dogmas»? Son verdades de Fe que han sido reveladas por Dios y transmitidas por los Apóstoles. Están contenidas en la Sagrada Escritura y la Tradición y han pasado a formar parte del corpus doctrinal propuesto por el Magisterio. Los dogmas explicitan lo que está desde el principio contenido en la Revelación. Con frecuencia, esta declaración o explicación de los dogmas se formaliza al ser impugnada la Fe por alguna herejía determinada, en algún momento particular de la historia. En definitiva, son verdades esenciales de nuestra Fe católica, que no podemos negar ni poner en duda, ya que su conexión es tan coherente, que quien negara una sola verdad dogmática, implícitamente está negando también las demás, porque la doctrina de la Fe, además de ser congruente, se presenta a nuestra inteligencia de forma apodíctica[6]. Los dogmas proporcionan a la Fe de la Iglesia la unidad y perpetúan la estabilidad[7]; eso sí, producen urticaria en la fina sensibilidad modernista que, en su soberbia, no acepta que la Iglesia imponga de manera infalible ciertas verdades para que sean creídas por los católicos, y las descalifica tildándolas de «dogmatismos anacrónicos».
La táctica eclesiástica moderna de soslayar los dogmas para atraer a las masas, a los intelectuales y a quienes pertenecen otras sectas o religiones, no puede ser más equivocada. So pretexto de caridad y de irenismo, se cae en el indiferentismo religioso y se mutila el credo católico hasta lo inverosímil. Un catolicismo sin dogmas y sin moral no es la religión fundada por Jesucristo. Querer atraerlos la Iglesia así es, en realidad, engañar las aspiraciones espirituales de las almas sedientas de verdad, es truncar su destino eterno.
I.- Primera estrella: la Maternidad Divina
Por lo mencionado anteriormente, teniendo en cuenta el carácter apodíctico de las verdades de Fe, el dogma principal y fundamental es el de la Maternidad Divina de María. Fue proclamado en el concilio de Éfeso en el año 431: «Desde un comienzo la Iglesia enseña que en Cristo hay una sola persona, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Cuando María dio a luz a Jesús, dio a luz en el tiempo a quien desde toda la eternidad era Dios. Así como toda madre humana, no es solamente Madre del cuerpo humano sino de la persona, así María dio a luz a una persona, Jesucristo, quien es Dios y hombre, entonces Ella es la Madre de Dios». Siglos más tarde, en el año 1931 El Papa Pío XI reafirmó el dogma en la encíclica «Lux Veritatis».
Las dos naturalezas de nuestro Señor, suponen en Él dos generaciones: la divina y la humana. La primera procede desde toda la eternidad del Padre y en ella María no tiene parte alguna. La naturaleza humana tiene un inicio en el tiempo ―el 25 de marzo lo celebra la Iglesia― y es cuando comienza la generación humana de Jesús, iniciándose así la maternidad de María. Sin embargo, María es madre no sólo de la naturaleza humana del Verbo, sino del Verbo en sí mismo, porque en la generación humana, el término no es sólo la naturaleza, sino la persona engendrada. En Cristo no hay más que una sola persona, la del Verbo, de la cual se predica que es engendrada de María a través de la carne que asume en la encarnación. La Maternidad Divina es el fundamento del culto mariano, pues de esta relación del Hijo y la Madre se fundan todas las gracias. Jesús es hombre y Dios al mismo tiempo, no es dos personas en una, sino que una persona que integra estas dos naturalezas. María entonces, es Madre de Jesús en su integridad, siendo así Madre de Dios. Cerca de doscientos obispos se reunieron en el año 473 para proclamar esta verdad y llegaron a la conclusión de que «la Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios». El Papa Clemente, en el concilio de Éfeso lo expresó así: «Si alguno no confesare que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema».
Esta verdad católica de la Maternidad Divina de María, Theotokos, es decir María Santísima como Madre de Dios ―así la invocamos en cada Ave María ― fue impugnada por un hereje llamado Nestorio (386-451) que negaba que el Verbo de Dios se encarnara al anunciarlo del Ángel Gabriel y al decir María: Fiat, «he aquí la esclava del Señor, que se haga en mi según su palabra[8]». Es decir que Nestorio atacaba el dogma fundamental de la encarnación del Verbo, así como la fe en la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana, en la persona divina de nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre. Por su parte, los herejes arrianos rechazaban creer en la divinidad del Señor, mientras que la verdad de su humanidad la negaban otros herejes denominados docetas y valentinianos. Unos y otros niegan la Maternidad Divina de María que celebramos el día 11 de octubre. La fiesta de «María, Madre de Dios» (Theotokos) es la más antigua que se conoce en Occidente y en las catacumbas donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Santa Misa, se encuentran pinturas de nuestra Señora junto a las que aparece inscrito ese título en griego.
«Antes que el Verbo naciese de la Virgen, Él ya la había predestinado como su Madre»[9]; «porque el decreto de la predestinación nace del amor como de su primera raíz, Dios, Soberano maestro de todas las cosas, que os sabía previamente digna de su amor, os amó; y porque os amó, os predestinó[10]»; «esta no es una Virgen encontrada en el último momento, ni por casualidad, sino que fue elegida antes de los siglos»; el Altísimo la predestinó y se la preparó; «sale María destinada y predestinada para ser Madre de Dios[11]».
II.- Segunda estrella: La Virginidad Perpetua de María
La Perpetua Virginidad de María es el dogma mariano más antiguo de la Iglesia, según el cual María fue virgen antes, durante y después del parto y no tuvo otros hijos, afirmando la «real y perpetua virginidad incluso en el acto de dar a luz al Hijo de Dios hecho hombre».
En la Anunciación, el ángel anuncia a María que concebirá un hijo. María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» Y el San Gabriel le dice que Dios la cubrirá con su sombra, respetando su vocación, y hace fecunda su virginidad[12]. San Atanasio nos explica que «Él tomó verdadera carne de la siempre-virgen María[13]».
El concilio de Constantinopla (año 553) le otorgó a María el título de «virgen perpetua» (aeiparthenos), es decir una triple virginidad: antes, durante y después del parto. Antes del parto, porque fue el Espíritu Santo quién la hizo fecunda. San Agustín enseña que «al nacer de una Virgen que escogió permanecer virgen aun antes de saber quien iba a nacer de Ella, Cristo quiso aprobar la virginidad en vez de imponerla. Y quiso que la virginidad fuera escogida libremente aun en aquella mujer en la que Él tomó para sí la forma de esclavo[14]». Durante el parto, muchos santos nos lo explican con esta elocuente metáfora según la cual María dio a luz a su Hijo «como el rayo del sol por un cristal sin romperlo ni mancharlo». Después del parto, como bien la sintetiza San Ambrosio «la Virgen no buscó la consolación de poder tener otro hijo[15]».
Santo Tomás de Aquino también explicó magistralmente esta doctrina[16], que ya era un dogma desde los años iniciales del cristianismo pues había sido expuesta por notables escritores como San Justino Mártir y Orígenes, y fue definida solemnemente en el concilio de Constantinopla antes mencionado. El Papa Pablo IV lo reconfirmó en la Constitución Apostólica «Cum Quorundam» el día 7 de agosto de 1555, en una de las sesiones del Concilio de Trento.
Este dogma reafirma la Fe católica según la cual la naturaleza humana fue herida por el pecado, pues dar a luz con dolor es consecuencia del pecado original y, por los méritos de la muerte de nuestro Señor en la cruz, Dios le concede a este dolor del parto un valor redentor para las madres y sus creaturas. En cambio, cuando la Virgen Santísima dio a luz a su Hijo Jesús no tuvo dolor, mientras que, cuando al pie de la cruz nos dio a luz a nosotros, ese alumbramiento fue un martirio para Ella, se convirtió en la reina de los mártires, y desde entonces, en Madre nuestra.
El dogma de la Virginidad Perpetua de María nos pone en guardia ante los peligros paganos del naturalismo y las herejías que exaltan la «bondad natural humana». Este dogma de nuestra Fe católica ha sido negado y lo es aun con mayor vehemencia que nunca en la actualidad por los que profesan la herejía protestante porque ―al igual que hizo su maestro el demonio al manipular las escrituras, pretendiendo engañar a nuestro Señor en el Monte de la Cuarentena[17]―, quieren alejar a los católicos de la devoción a María Santísima. La Sagrada Escritura menciona a unos «hermanos de Jesús[18]» que son los hijos de una María discípula de Jesús, la cual se designa de manera significativa como «la otra María[19]». Se trata de parientes próximos a Jesús denominados según la antigua costumbre de llamar hermanos a los primos carnales. Los protestantes hipócritamente afirman amar a nuestro Señor, pero no serán ellos los que le alaben proclamando con aquella mujer del Evangelio a la que ya nos hemos referido y que exclamó entusiasmada: «¡Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!» y mucho menos podrán ser ni su padre, ni su Madre, ni sus hermanos, porque no cumplen la voluntad del Padre, que en entre otros preceptos ―y no es el menor― incluye el de honrar a la Madre.
III.- Tercera estrella: la Inmaculada Concepción
El dogma de la Concepción Inmaculada de María fue promulgado por el papa Pío IX, con estas palabras: «…Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles[20]…».
La concepción es el momento en el cual Dios crea un alma concreta y particular, haciendo fecundo el amor de los progenitores. Desde la concepción comienza a existir una persona con un alma inmortal y una vida temporal, como ser natural. A consecuencia de la falta cometida por nuestros primeros padres, Adán y Eva, todos sus descendientes heredamos el pecado original por vía de generación, salvo la Santísima Virgen que fue preservada de la mancha original, y fue Inmaculada desde el primer instante de su ser natural.
«Si quiso y no pudo, no es Dios, si pudo y no quiso, no es Hijo. Digan, pues, que pudo y quiso[21]». Es decir que Dios, como muestra de su honor y poder nos trajo a la Virgen María engendrada y nacida totalmente libre de toda mácula, libre del menor vestigio del pecado original, que es lo único que podría mancharla. Esto fue posible gracias a los méritos de nuestro Señor Jesucristo. La preordenación, desde la toda la eternidad, de María Santísima a ser Madre de Jesús, implica por una parte que no pudo haber mancha en Ella; por otra, que, en cuanto Madre del Redentor, es redimida desde el principio.
«¡Ave María purísima! Sin pecado concebida». Esta jaculatoria suele ser la invocación que piadosamente se recita antes de iniciar la confesión, y además es el saludo tradicional entre las gentes de los pueblos marianos por antonomasia como es el caso de los que pertenecen a la Hispanidad.
San Anselmo nos dejó esta hermosa síntesis en uno de sus sermones: «Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe la restauración. Pues Dios engendró a Aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a Aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a Aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a Aquel sin el cual nada subsiste[22]».
IV.- Cuarta estrella: la Asunción de la Virgen María
Si la Inmaculada Concepción representa el estadio inicial de la existencia terrena de María, su gloriosa Asunción representa su estadio final, el culmen lógico de su plenitud de gracia y santidad. Este dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, acompañado por más de ochocientos obispos, el 01 de noviembre de 1950 por medio de la Constitución Apostólica «Munificentissimus Deus», estableciendo nuevos textos para la misa de la fiesta, que ya se celebraba desde antiguo con gran solemnidad en toda la Iglesia el 15 de agosto.
¿Por qué decimos «asunción» de María y no «ascensión» como cuando hablamos de Jesús? El Misterio de la Asunción consiste, dentro de otras cosas, en que la Virgen María es elevada, ascendida al cielo, por ángeles, no por sus propios medios. Es decir, es Dios quien desea preservarla al final de sus días; por eso históricamente se la ha retratado rodeada de ángeles que la levantan entre nubes. Jesús en cambio, sube a los cielos por sus propios medios[23], pues es Dios.
El milagro de la Asunción es el triunfo sobre la muerte de la Virgen María que augura la victoria definitiva. Es exaltación de la más humilde, la más abnegada, la esclava del Señora que es elevada hasta los confines de la Divinidad. Es el encumbramiento de la humildad que es el antídoto del orgullo feminista. Exaltabit humiles[24]. Dios la preservó del pecado original y, al final de sus días en este mundo, de corrupción de la carne.
María es llevada al cielo, sube al cielo en cuerpo y alma, lo que nos trae a la mente varias ideas. Una de ellas, que el cielo (y por oposición el infierno) no son un estado como algunos pretenden afirmar en estos días, sino que son un lugar porque allí están ubicados el cuerpo glorioso de Jesús y de María. María, victoriosa en su asunción, también reafirma el dogma de la resurrección de la carne, dogma que niega el materialismo y también las afirmaciones de los paganos hinduistas y budistas, que pretenden diluir su responsabilidad personal en sucesivas rencarnaciones, sin solución de continuidad, hacia la nada. La Santa Virgen es totalmente pura. ¡Cómo resplandece! ¡Cómo brilla en la luz de la noche!
Este dogma de la Asunción de María está fundado precisamente en la Tradición de la Iglesia, ¡no hay nada más antimodernista que la Tradición!, ni nada que un hereje modernista odie tanto, por lo que, al proclamar esta verdad se reafirma la autoridad inapelable de la Tradición, que es despreciada tanto por las herejías contemporáneas ―que desdeñan y desprecian como vetusto aquello en realidad es eterno― como por aquellos que, olvidándose de que la letra mata y el espíritu vivifica, apoyan sus creencias en la «sola escritura».
Las verdades contenidas en la Tradición son perennes no pasarán jamás de moda ni perderán su vigencia para los corazones católicos. Los herejes de estos tiempos van por el mundo, enhiesta la bandera de enganche y combate con un único lema: nuevo. Nueva filosofía, nueva teología, misa nueva, código derecho canónico nuevo, nuevo catecismo, nueva eclesiología, nuevos son los misterios del rosario y las estaciones del vía-crucis, nuevo el padrenuestro, nuevo el credo, porque lo que es nuevo les fascina como un ángel de luz[25] que les predica verdades nuevas, las cuales, en definitiva, constituyen una nueva religión modernista.
Conclusión
A medida que la historia avanza con el transcurso del tiempo, crece y se agiganta la figura de la mujer, María Santísima, y también el mal alcanza proporciones colosales; el abismo que separa uno y otro linaje se hace insalvable, como lo era el que separaba al pobre Lázaro y al rico Epulón[26]. No obstante, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia[27]. Sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán; además, es verdad revelada en el Génesis que la Mujer aplastará la cabeza de la serpiente[28]. Al fin su Corazón Inmaculado triunfará: Dios le dará la victoria a Ella, la razón de nuestra esperanza. En la sociedad contemporánea impera la más grande, global y universal de las herejías: el modernismo, del que San Pío X escribió «que contiene todos los males» con su agnosticismo, liberalismo, inmanentismo, racionalismo y naturalismo. El modernismo ―señala la encíclica «Pascendi»― mina el carácter sobrenatural de la Iglesia «no desde fuera, sino desde dentro… en sus mismas entrañas».
Me pregunto: ¿verán algún día los católicos la declaración del dogma de María, Medianera universal de todas las gracias, como remedio al modernismo conciliar? Ponemos nuestras esperanzas en el triunfo del Corazón Inmaculado, de ese Corazón de la Mediadora porque es el mar que contiene todos los bienes, el único capaz de oponerse, victorioso, a ese cúmulo global de herejías reinantes que es el modernismo conciliar. Que Ella nos ayude a conservar la pureza de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios[29] y alcanzar la salvación.
¿Podrán asistir un día los católicos a la proclamación del dogma de la Corredención de María? ¡Qué magnífico remedio a los errores de la revolución sinodal que sea proclamada la vocación corredentora de María y que se reafirme el dogma de la Inmaculada Concepción, como privilegio singular, exclusivo de Ella, que no compartirá este augusto privilegio con ninguna de las paraclérigas feministas!
No nos engañemos «no son todos los que dicen Señor, Señor los que entraran en el reino de los cielos[30]», sino quienes hagan la voluntad de Dios. No obedecen a Dios los que afirmando estar con Jesús, desprecian a su Madre, ni los que afirmando estar con Ella, o creyendo estar con Ella, participan en supuestas radio-apariciones, abrevando sus almas en seudo-doctrinas que contradicen el dogma, la doctrina del catecismo.
Cuando se oculta el sol y no hay luz en esta tierra, para orientarnos sólo nos quedan en el cielo las estrellas. Un día se acabará la noche y despuntará el alba, la Mujer vestida de sol nos traerá un nuevo amanecer; rasgará las tinieblas Aquella que trajo la Luz al mundo, que el mundo no acogió,[31] quebrantará a la Serpiente antigua, para que su linaje, el de los hijos de la luz, pueda habitar en la Jerusalén celestial por toda la eternidad.
Cumplamos a diario con la voluntad divina de Dios, que se ha manifestado en nuestros días a través de nuestra Señora. En Fátima nos ha pedido que se establezca en el mundo la devoción a su Corazón Inmaculado de María. Con el Santo Rosario honremos de manera especial en octubre a la que es nuestra Auxiliadora y Reina de las Victorias. Rosario y devoción al Corazón Inmaculado son los dos últimos medios de salvación para que podamos participar, indignos de nosotros pobres pecadores en la victoria de la Mujer, en el triunfo del Corazón Inmaculado y Doloroso de María. ¡Mirad las estrellas, mirad la Estrella! Stella matutina, ora pro nobis.
[1] Mt. II, 2.
[2] Mt XXIV, 44 «Estad preparados»; Mt. XXV, 1-13 «velad porque no sabéis ni el día ni la hora»; Lc. XII, 37 «Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando»; 2 Ped. III, 10 «el Día del Señor, llegará como un ladrón, y ese día, los cielos desaparecerán estrepitosamente»»
[3] Apoc. XII, 1.
[4] Lc. XI, 27.
[5] Ef. V, 16.
[6] La doctrina de la Fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo. (Constitución Dogmática Filius Dei, Concilio Vaticano I).
[7] AAS. 38 (1946) 384-385.
[8] Lc. I, 38.
[9] San AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus VIII, 9: CCL, 36.
[10] San Juan DAMASCENO, Orat.I de Nativ.Mariæ.
[11] San BERNARDO, Homilia II In laudibus Virginis Matris.
[12] Lc. I, 34.
[13] San ATANASIO, en Discurso contra los arrianos 2,70– (360 A.D).
[14] San AGUSTÍN, en Santa Virginidad, 4,4 – (401 A.D.).
[15] San AMBROSIO, en Cartas 63,111 – (388 A.D).
[16] Santo TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III.28.2
[17] Lc. IV, 1-13.
[18] Mt XIII, 55
[19] Mt. XXVIII, 1.
[20] Pío IX, Bula «Ineffabilis Deus», 8 de diciembre de 1854
[21] Beato Duns Escoto.
[22] San Anselmo, sermón 52.
[23] Sal. XLVII, 6. «Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas».
[24] Lc. I, 52.
[25] 2 Cor. XI, 14.
[26] Lc. XVI-26.
[27] Rom. V, 20.
[28] Gn. III, 15.
[29] Heb. XI-6.
[30] Mt. VII, 21.
[31] Jn. I, 5.
Padre José Ramón Mª García Gallardo
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