Recientemente hemos conocido que una de las cláusulas del pacto de gobierno entre los partidos socialista y comunista en España, consiste en establecer una jornada laboral de 37,5 horas semanales (frente a las 40 actuales), sin que los salarios sufran merma proporcional.
Por otro lado, hemos sabido que la brecha existente entre el PIB per capita español en relación con la media de la llamada «zona Euro» se ha ampliado hasta llegar a niveles de los años 70. Esta situación, sin duda, tiene que ver con el crónico estancamiento de la productividad del factor trabajo de nuestra economía, a la cual se le aplica, además, una presión fiscal propia de países con una estructura económica generadora de mucho más valor (y con menos gasto público improductivo, es decir, corrupción).
En España la casta política liberal mundialista decidió hace mucho que el campo y la industria, motores de la subsistencia y la independencia económicas, no era necesaria, y que bastaba con explotar servicios relacionados con el sol y la playa. El resultado, décadas después, es que la economía, en su conjunto, no soporta un nivel de salarios superior al que tiene actualmente. El empobrecimiento conjunto de la sociedad es imposible de ocultar.
Ante esta situación, nos preguntamos qué sentido tiene reducir la jornada laboral si realmente no es posible incrementar la productividad; más aún, una gran proporción de la producción española no se sustenta sin una distribución irregular de la jornada, incluidas las horas extras no remuneradas (cosas del sol y de la playa). Y ese problema no se soluciona fragmentando la jornada laboral, porque esa fragmentación también tiene costes indirectos que acaban redundando negativamente en la propia productividad, agudizando el círculo vicioso.
En el fondo, dada la realidad presente y la que se avecina, esto importa poco al sistema, especialmente a las empresas. En pocos años, la digitalización masiva y la irrupción de la inteligencia artificial van a permitir prescindir de una importante proporción de la fuerza de trabajo (también en el sector del sol y la playa). Luego, los costes laborales van a dejar de ser un problema para muchas empresas. En todo caso, el problema se traslada al Estado, en forma de costes de mantenimiento de las masas ociosas que va a generar el nuevo paradigma laboral.
Lo que representa esta medida es un paso más para la irrupción masiva del trabajo a tiempo parcial, que ya puede compatibilizarse, bajo ciertas condiciones, con la prestación por desempleo. No va a haber empleo para todos, y por tanto, es conveniente fraccionarlo al máximo y complementar los ingresos con un mínimo de subsistencia. Mientras tanto, se va configurando un sistema de promoción masiva del ocio a través de tecnología barata y accesible.
Otro aspecto de la hipocresía de la medida es el recaudatorio. Lo lógico es que, si la medida tiene como finalidad dar cabida a un mayor número de trabajadores en activo en el sistema, las tarifas cotizaciones sociales se redujeran, puesto que la masa salarial nacional se va a incrementar, desde el momento en que quienes trabajan menos cobrarán lo mismo, y los que se incorporan al mercado laboral para cubrir los huecos que genera la infra-dedicación, dejan de ser una carga para el Estado y se convierten en aportantes de cotizaciones. Pero como decimos, el problema de la transición del llamado «mercado laboral» se ha trasladado de lleno al Estado, que no puede renunciar a un ápice de recaudación para tratar de sostener el faraónico sistema prestacional (pensemos, sin ir más lejos, en la jubilación de los denominados baby boomers, que está a la vuelta de la esquina).
En definitiva, una reducción de jornada remunerada tiene sentido cuando el trabajador ha conseguido generar el mismo valor en menos tiempo. Pero cuando la mayor parte del producto de un país se cuenta en producto por unidad de tiempo, reducir el tiempo implica necesariamente reducir la producción. Producción que, para poder equilibrarse, necesitará incorporar mayor número de trabajadores en términos absolutos. Y no está, ni mucho menos, garantizado que todas las empresas quieran equilibrar su producción al precio de incrementar sus costes, de modo que no es descartable una restricción voluntaria en la oferta de ciertos bienes y servicios.
En el fondo, lo que se vislumbra es que sea la tiranía tecnológica la que controle el futuro de las sociedades. Los empleos vinculados a la programación, la robotización y la optimización de procesos serán los que decidan cuántos empleos tradicionales pueden sacrificarse. Todo ello mientras el margen generado por tal digitalización se reparte entre las empresas y el Estado a través de las cotizaciones sociales y los impuestos a los beneficios de las sociedades mercantiles, que también están siendo objeto de debate últimamente. No son buenos tiempos para el trabajo. Y lo peor es que son mejores que los que se avecinan.
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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