Contra lo que mucha gente piensa, pero conforme a lo que nos enseña el sentido común, el matrimonio es una institución, si se me permite decirlo así, típicamente «feminista»; quiero decir con esto que está claramente concebida para la protección y el bienestar de la mujer, miembro más necesitado de protección en el seno de la institución familiar, tanto por naturaleza como por las previsibles consecuencias del contrato matrimonial. El matrimonio nace, siglos antes de la Encarnación y del Cristianismo, como un mecanismo social para la protección de aquella que, mediando los actos propios del matrimonio, puede quedar gravemente impedida, desde el punto de vista estrictamente fisiológico, para valerse por sí misma, en primer lugar; y para la protección de una de las criaturas más patéticamente indefensas e incapaces del reino animal que es el bebé humano (compárese con cualquier cachorro o cría de cualquier animal no dotado de razón). El problema, hoy, es que la idea comúnmente aceptada de matrimonio es la del cuento de hadas, que, además de no tener nada que ver con el verdadero matrimonio, lejos de ser machista y heteropatriarcal es el producto de una atroz feminización de la institución familiar.
Como el matrimonio es, para una abrumadora mayoría de personas, la decisión más trascendental que tomarán en sus vidas (y, normalmente, una sola vez), es lógico y normal que sea un tema universalmente apreciado como trama de novelas y filmes. La factoría cultural del imperio yanqui se ha convertido, en cierto modo, en una portavoz destacadísima de una cierta concepción del matrimonio que, lamentablemente, está tan extendida que resulta extremadamente difícil de extirpar, aún de la cabeza de los creyentes. Una vez demostrado, más allá de toda duda razonable, que es perfectamente posible casarse sin amor, se trata hoy de mostrar que, a fortiori, resulta totalmente natural casarse por razones distintas del amor. Si lo prefieren, por ser filosóficamente precisos, en el primer caso, que el amor no es, en modo alguno, causa formal del matrimonio: las dos con-causas materiales del matrimonio, que son los contrayentes, pueden muy bien contraer éste sin que medie la adquisición de una forma ―que, en cualquier caso, sería puramente accidental― en forma de amor recíproco. En el segundo caso, que el amor tampoco resulta necesario a efectos de causa eficiente. Reiteramos: puede ser deseable y es sin duda poco menos que imprescindible si se trata de lograr un buen matrimonio, pero como todas las realidades humanas, que por humanas están sujetas al devenir y al tiempo, que son parte de nuestra condena por el pecado original, un matrimonio no puede ser considerado bueno (como una vida cualquiera no puede ser considerada santa) con seguridad hasta que, precisamente, llega a su fin. Y el amor, si juega un papel en uno y en otra, donde resulta más necesario es, evidentemente, en el último acto, no en el prólogo.
Sin embargo, prácticamente nadie hoy en día (nadie en Occidente, en nuestra deletérea posmodernidad puramente sentimental) concibe que se pueda contraer matrimonio por un motivo distinto del amor. A esta creencia ha contribuido sobremanera cierto cine, como decíamos más arriba.
Por ejemplo, la trama fundamental de la subversiva Brave consiste en la afirmación puramente sentimental del derecho inalienable de la princesa Mérida a contraer matrimonio con quien le dicte su corazón (u otra entraña cualquiera) y no con quien resulte más adecuado a los intereses de la corona. La película me parecería bastante menos insultante y estúpida si no la protagonizara una princesa; es evidente que podemos debatir muy seriamente sobre el derecho de los ciudadanos de a pie a contraer matrimonio con quien les dé la real gana, precisamente en la medida en que sus matrimonios no afectan (o prácticamente) al bien común. Paradójicamente, se podría decir que la cuestión de los matrimonios principescos también es una cuestión de real gana, pero de un muy otro género. El matrimonio de las princesas no es (no ha sido nunca en las sociedades civilizadas) un asunto sobre el que puedan decidir solas pasiones sin razones; el matrimonio de las princesas es un asunto que afecta a la cosa pública en su conjunto y, por tanto, cuando los príncipes y las princesas han querido seguir sus instintos pasionales y no sus cabezas, lo lógico ha sido siempre apartarles del ejercicio de sus principescas funciones. El inconveniente es que, muy a menudo, esos amores apasionados se gastan y andado el tiempo los otrora felicísimos ex aristócratas se ven en el arroyo, sin palacios, sin dignidades, sin honores y sin cónyuges.
Más grave nos parece, aún la temeraria afirmación de tantos jóvenes que afirman casarse «por amor» tras apenas unos meses o años de noviazgo, en el mejor de los casos, o de concubinato socialmente aceptado, en la mayoría de los casos. Los concubinarios es evidente que se profesan muchas y muy ardientes pasiones, pero ninguna que merezca el calificativo de amor, tal y como se entiende que éste pueda pertenecer al campo semántico del matrimonio. Contra los primeros juega el argumento del tiempo, arriba señalado. No sé de qué se pueda calificar el apasionado (y generalmente bastante poco presentable en sociedad) sentimiento recíproco que se profesan la mayoría de parejas casaderas de hoy en día, pero ciertamente eso no es amor. Es, en el mejor de los casos, un comienzo de amor y, como todos los comienzos, trastabillante, titubeante y sin sentido alguno de la medida (exactamente como lo es el comienzo del lenguaje en los niños pequeños).
Doña Concha Espina ―a la que ya hemos citado en esta nuestra particular galería de subversión de los lugares comunes posmodernos― dice, hablando de una pareja que acaba de comprometerse que «no sentían la necesidad de insistir con frases cursis en aquel sentimiento tácito que basta para hacer un buen matrimonio». Doña Concha era facha, como todo el mundo sabe, y eso invalida automáticamente toda apelación a su autoridad. Pero, no obstante, doña Concha tiene mucha razón: las grandes pasiones no son garantía de nada en particular cuando se trata de fundar sólidamente un matrimonio.
La Historia, además, está de nuestra parte. Durante siglos, el matrimonio ha sido una cosa de padres de contrayentes y no de contrayentes. Lo único que prueba El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín es que la institución social del «matrimonio de conveniencia» estaba lo suficientemente anclada en las conciencias de los españoles de ya entrado el XIX como para que la obrita en cuestión (indigesta como ella sola, dicho sea de paso), provocara todo un escándalo en la buena sociedad. Por otro lado, resulta un indicio clarísimo de la tesis que adelantábamos al comienzo de nuestro artículo: precisamente porque la crítica del matrimonio por causas ajenas al amor se ha centrado exclusiva o, al menos predominantemente sobre el sí de las niñas, la consecuencia ha sido una sublimación absolutamente desproporcionada de la sentimentalidad y de la emotividad como fundamentos exclusivos del vínculo conyugal.
El sentido común, como ponen de manifiesto mis amigos materialistas, también está de nuestro lado: si el amor, tal y como se concibe generalmente, queda reducido a un sentimiento más o menos intenso de afecto por otra persona, en primer lugar resulta absolutamente vano y absurdo vincularse ad vitam con la persona en cuestión con tan flojo fundamento; segundo, resulta del todo punto indisponible de la parte de los contrayentes; en otras palabras: es imposible prometerlo y, si me apuran, conservarlo por las solas fuerzas humanas.
Resulta perfectamente válido casarse sólo porque se quieren tener hijos; o porque resulta ventajoso para los intereses de la familia; o porque es un medio privilegiado y de eficacia casi garantizada para unir indisolublemente las coronas de Castilla y Aragón en una sola cabeza… El único requisito es el asentimiento de una voluntad verdaderamente libre y consciente de aquello a lo que se está comprometiendo. La nefasta confusión entre amor y matrimonio ha producido y sigue produciendo los más catastróficos resultados.
Que se trate de dos realidades que suelen darse juntas y que, idealmente, es bueno que se den juntas, no justifica el tránsito lógico a la afirmación de que son una y la misma cosa o de que se encuentran, necesariamente, en relación de dependencia causal: así como resulta evidente para cualquier ente dotado de razón que el matrimonio no es causa del amor (todos conocemos algún caso que justifica sobradamente esta frase); no debería resultar menos evidente que el amor no es causa del matrimonio. Obviamente, el amor en general (el de una madre por sus hijos[1], el que se profesan dos amigos…) no lo es; tampoco lo es el amor «romántico»: ni el contra naturam, por razones obvias; ni el secundum naturam, porque puede darse, perfectamente, el caso de un casado que se enamore de una persona que no es su cónyuge. Y basta el contraejemplo para negar la universalidad de la proposición: el amor no es causa formal del matrimonio, esto es, casarse por amor es una pura y simple manera de hablar. Uno se casa porque presta su consentimiento en la forma y con los fines descritos por el Código de Derecho Canónico. El amor, si es algo en el matrimonio, no es ni su fundamento ni su razón de ser.
«― A partir de ahora, la princesa se casará con quien le dicte su corazón (y, en consecuencia, perderá ipso facto todos los derechos sucesorios y regios que le corresponderían).
―¡Ah! ¿Por amor…?
―No, ¡por tonta!».
[1] Dejando aparte lo que tenga que decir la mitología griega al respecto.
G. García-Vao
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