El llamado nuevo orden mundial es el viejo orden liberal. Sencillamente, las cosas del tiempo están sujetas al cambio, al aumento, a la decrepitud. Así también los sistemas políticos.
Desde la Paz de Westfalia, se ha venido desarrollando este modelo de los Estados modernos y un nuevo paradigma internacional, que aunque ya viejo no tiene nada de venerable. Sus últimas andanzas vinieron de la mano de sus últimas revoluciones.
Tras casi medio siglo de Guerra Fría, habiendo triunfado el bloque capitalista, apreciamos una cierta convergencia entre algunos objetivos propios del socialismo y otros propios del liberalismo occidental. Naturalmente, no son lo mismo; es largo de explicar trasuntos como, por ejemplo, que la izquierda posmoderna tiene un linaje occidental, no soviético.
No obstante, obcecados en los trampantojos partidistas es imposible percatarse de cuál convergencia hablamos. La nueva tendencia revolucionaria apurará el individualismo hasta sus últimas consecuencias, como principio de la vida cotidiana. Así, coloca un prisma mercantil en todas las relaciones sociales.
Por otro lado, extrema la totalización social. Se va a desarrollar aún más el Estado en su extensión: que sea más ancho, que llegue más lejos. Quizá, con menos intensidad en algunos campos: no interesa tanto regir la vida de un modo que sea visiblemente directo. Detalle imprescindible, que ese Estado perviva por su docilidad a ciertas instancias internacionales (bancarias, tecnocráticas, pseudo-profesionales, pseudo-humanitarias).
Esta convergencia es posible, en primer lugar, porque el par Estado-individuo es la hélice genética del orden revolucionario, ya sea el capitalista o el socialista: no es posible un Estado total, implacable, sin proceder a una disolución social por medio de la producción del individuo, el átomo estatal. Obviamente, en unos países este modelo está más avanzado, en otros, gracias a Dios, menos.
Tampoco parece posible este orden, que es el de la globalización, sin la dirección de una gran potencia como EE.UU. Finalmente, falta un carburante para hacer funcionar esas dos muelas del individualismo extremo y la totalización estatal. Aquí vemos los objetivos de la revolución cultural.
A partir de los años 60, comienzan a introducirse una nueva generación de cambios disolventes en la sociedad. Gran impacto tuvo como difusión ideológica y degradación de las costumbres el colocar la televisión en cada casa; hoy día, anegar la comunidad con móviles y dispositivos digitales. Tecnología que sobre todo indica un estilo distinto de malear la comunidad política que ha acabado imponiéndose.
La diferencia cualitativa que este triunfo revolucionario supone es notable. Ya deforma la sociedad, podríamos decir, internamente. No es que proceda de ella, pero cala tanto que avanza hasta confrontar sus meollos.
Porque, a este avance logístico, acompaña una producción ideológica sin precedentes en todos los elementos que se consumen a modo mercantil. Los planes de la UNESCO y de las ONG que tenemos que cumplir, en cada anuncio. Los ejemplos de cómo vivir la juventud, cómo criar a los hijos, cómo establecer un matrimonio, en cada serie disoluta, en cada videoclip. La Historia que nos precedió, falseada en cada película, en cada canción.
El combate contra la naturaleza humana se cuela entonces en cada casa, en cada bolsillo. Contra lo que realmente es una familia, contra las gestas de nuestros mayores, contra una visión sensata de la realidad. Casi todo lo que nos dan a ver, a tocar, a oír lleva industrialmente esa impronta liberal, revolucionaria.
Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid.
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