A Tomás R. H., que me contó esta historia.
Una parte notable del catolicismo que Juan Manuel de Prada llamaría «pompier» y que quien suscribe este artículo llamaría «posconciliar desembridado» se indignó, en su día, contra el que fuera, probablemente, el último ministro católico que ha habido en el Gobierno español, D. Jorge Fernández Díaz, por su costumbre de condecorar con las más altas distinciones del Ministerio que regentaba —el de Interior— a diversas advocaciones marianas. Los demócrata-cristianos que van a Misa los domingos y votan a partidos abortistas y aberrosexualistas —con el aval descarado y baboso, dicho sea de paso, de buena parte del episcopado— le afearon una tal práctica que podía ofender a las demás confesiones religiosas y, sobre todo, que resultaba ridícula para la inmensa mayoría de los ciudadanos. No para ellos, claro, que veneran pomposamente a Nuestra Señora de la Cristiandad y que se llenan la boca con los Mártires de la Guerra Civil; a ellos les parece muy bien que la Guardia Civil siga celebrando cada año su fiesta mayor con ocasión de la Virgen del Pilar. Pero no hay que mezclar la política con la religión y, sobre todo, no hay que dar a las izquierdas más motivos de chanza, proclamando a altas voces que tal o tal Virgen es Capitana Generala o Defensora de éste o aquel arma…
Sub tuum præsidium…
Se equivocan de medio a medio, claro. Nuestra Señora no necesita que la condecoren, eso es evidente. Ni mucho menos necesita que el Partido Popular reconozca su absoluta soberanía y señorío sobre las tierras y las armas españolas. Pero no hay escuadra, regimiento ni artefacto explosivo que pueda medirse en pujanza y poder a Aquella a quien la Escritura ha prometido que aplastará con su pie la cabeza de la antigua serpiente.
Quod Eva tristis abstulit…
En el lugar de Felechosa, concejo de Aller, en las Asturias que linda casi con León, hay una antigua ermita, dedicada al muy milagroso Cristo de la Salud, a quien acuden desde tiempos inmemoriales los lugareños y hasta peregrinos venidos de allende Pajares para pedir gracias y favores a tan famoso Señor.
Quem totus non capit orbis…
En Felechosa había no hace mucho una moza, no muy dotada en luces intelectuales, lo que por aquellos pagos se llama, comúnmente, una «faltosa», pero dotada de una inquebrantable confianza en la Providencia y, sobre todo, marca indeleble de la piedad popular de los pueblos hispanos, en Su Santísima Madre. La moza, que comenzaba ya a pasar la edad en la que uno suele contraer matrimonio[1], acudía con frecuencia a la ermita del Cristo de la Salud a impetrar con sus plegarias la gracia de encontrar un buen novio.
Imperatriz de la ciutat joyosa…
Su hermano, un día, curioso de saber adónde acudía la moza con tanta devoción y tal regularidad, decidió seguirla y, al verla entrar en el santuario, decidió esconderse entre las sombras del fondo de la nave y darle a su hermana un buen susto, con una broma que, aunque roza lo cruel fue, como lo son tantas veces esas pequeñas perrerías entre parientes cercanos, la ocasión que aprovechó la Divina Providencia para dar a los implicados una pequeña lección.
La moza, pues, como cada día, comenzó su plegaria, implorando al Cristo de la Salud que le encontrara con quien casarse. Del fondo de la nave, con autoridad, con gravedad, con la suficiente confianza como para que la piadosa doncella no dudase un instante de su origen divino, llegó una voz poco optimista:
«— ¡Tú qué te vas a casar, si eres medio faltosa!»
La muchacha, ni corta ni perezosa, con una fe que en lo más mínimo había quedado perturbada por la negativa divina a responder a sus más profundos anhelos, con un punto de impiedad, eso sí, que sólo se le perdona porque, en efecto, la pobre era medio faltosa, respondió con el que para mí hoy sigue siendo uno de los más geniales resúmenes de teología marial:
«— ¡Mentequetu! ¡Tú no mandas! ¡La que manda ye tu madre!»
O Gloriosa Domina!
Antes de que una siniestra caterva de supuestos católicos que en realidad son protestantes se me eche encima acusándome de ser partidario de la Corredención y de la Mediación universal de la Santísima Virgen, me acantonaré detrás de la autoridad de San Luis María Grignion de Montfort, quien señala con implacable lógica en su Tratado de la verdadera devoción a la bienaventurada Virgen María, cuán absurdo resulta imaginar que se pueda llegar a un exceso, en detrimento del Señor, en el culto a Su Santísima Madre. Pues si ésta, a fuer de ser Madre de Dios e Inmaculada desde su Concepción misma, no tuvo en su vida mortal otro objetivo que la mayor gloria de Dios, resulta en extremo ridículo que, encaramada ya al pináculo de gloria que le estuvo desde antiguo reservado junto al trono de su Hijo en el Cielo, pudiera hacer una cosa tan absurda como «guardar para sí» o «no referir a Dios Padre» todas las oraciones y actos de culto realizados en su honor. Nuestra Señora es el canal privilegiado de todas las gracias que vienen de Dios, así como el medio más seguro de presentarle al Señor nuestras humildes y torpes plegarias.
Virgo Dei Genitrix, quem totus non capit orbis…
Y es que, aunque de ninguna de las maneras pueda decirse, en estricta definición teológica, que María mande a Cristo o a Dios Padre, sí que podemos decir muchas otras cosas, a un tiempo hermosas, verdaderas y consolantes sobre la especialísima relación que hizo que el Corazón Inmaculado y el Sagrado latiesen siempre y en todo, al unísono.
La Niña a quien dijo el ángel…
No podemos decir que María «dé órdenes» al Señor. Y, sin embargo, sabemos positivamente —porque lo dice el Evangelio— que la Virgen Santísima no se arredró ante la negativa de su divino Hijo a operar un milagro para los recién casados de Caná y, con plena seguridad, tanto en su poder para operar la tan esperada maravilla como en la eficacia de su maternal demanda, dijo simplemente a los criados: «Haced lo que Él os diga». Ésta es, por cierto, la última palabra de la Santísima Virgen que nos transmiten las Sagradas Escrituras. Todo un testamento vital.
En el templo entra María, más que nunca pura y blanca…
No podemos decir que la Virgen Santísima realice, por su propia autoridad y poder, milagros y signos que sólo a la divina pujanza compete llevar a término. Y, sin embargo, numerosísimos son los que se realizan en nombre y por la intercesión de la Madre del Salvador. La plétora de los que ya han sido atestados por el comité médico de Lourdes aún no deja de crecer; y sería tedioso hacer una lista, siquiera somera, de los demás santuarios marianos donde tienen lugar, aún hoy, curaciones milagrosas.
Alma Redemptoris Mater…
Pero no sólo de curaciones y de restablecimientos contra toda esperanza médica se trata; Nuestra Señora, por supuesto con permiso y por la Voluntad de Dios, ha intervenido en numerosas ocasiones fuera del ámbito de los «pequeños milagros de la vida cotidiana» (si es que la desaparición de un cáncer de huesos con metástasis o de una tuberculosis avanzada pueden considerarse tales); así, como celebraremos también próximamente, Nuestra Señora tomó muy a pecho la conversión de la Nueva España, tal vez porque, como dicen muchos serios historiadores de la Iglesia, la América católica que construyeron los españoles es algo así como la revancha divina contra el gran cisma que desencadenaron, sólo unos años antes, los ingleses y los alemanes. La aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en el cerro de Tepeyac es la contestación divina a las 95 tesis.
Ave Maris stella…
Pero es que, incluso, Aquélla de quien se dice en el Cantar de los Cantares que es «terrible como un ejército en línea de batalla» nos ha brindado, precisamente, la victoria en no pocas gestas de armas; ésas que, históricamente y gracias a Dios, son cosas de hombres y que, quizá para conjurar de una vez y para siempre las peregrinas acusaciones de misoginia hacia la religión católica, gracias a Dios e históricamente, los cristianos han confiado siempre a una Mujer, quien las más de ellas les ha escuchado y concedido la victoria contra el enemigo: ¿por ser el enemigo contrario al bien temporal de esos cristianos? ¿Por serlo de la gloria o del honor de la Mujer en cuestión? No, por ser enemigos de su Hijo y de Su Cruz. Nuestra Señora de Lepanto, Nuestra Señora de Covadonga —no lejos de Felechosa— son testigos.
Salve Regina…
En fin, nuestra misma tradición literaria (que, de toda evidencia, no es sólo literaria, por lo que a estos asuntos atañe), nos muestra en repetidas ocasiones hasta qué punto la Bienaventurada Virgen María posee un cierto ascendente sobre el corazón de su Hijo: así, los numerosos personajes salvados del desastre final que nos cuentan las Cantigas alfonsíes, única y exclusivamente por su filial devoción mariana. Como aquel curilla simplón que no sabía celebrar otra Misa que la Salve Sancta Parens y a la que ésta misma Señora defendió ante la justa cólera de su obispo por su peregrino desprecio de las normas litúrgicas.
Dei Matris cantibus…
En fin, la Virgen Madre, como es Madre, quizá tenga un punto más de ternura y de piedad hacia los pobres pecadores que el Sol de Justicia (al menos, salvo meliore iudicio Sanctæ Matris Ecclesiæ) eso es lo que parece apuntar el impresionante fresco del Juicio Final de Miguel Ángel, en el que María Santísima parece buscar un último gesto de misericordia del Justo Juez.
Languentibus in Purgatorio…
No. No dejen nunca de rezar a Dios. Y no dejen tampoco nunca de confiarse a la Inmaculada. Dios es Padre, Creador, Juez y Soberano Omnipotente. Pero quiso hacerse un Corazón en Su Encarnación y quiso también que ese Corazón fuese de la misma carne y sustancia que el de la Virgen Santísima:
«Madre, perdónanos, porque no sabemos lo que hacemos… Acepta este rosario en expiación por nuestros pecados. Que un día, ante el Terrible Tribunal, podamos contar contigo como Abogada Nuestra.
Y Tú, Hijo suyo y Señor nuestro, no dejes de escucharla: ¡la que manda ye Tu Madre!».
[1] Si le han quedado ganas después de las invectivas del pseudo teólogo de tendencia cátara que es García-Vao.
Justo Herrera de Novella
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