Ya es costumbre en este periódico conmemorar la festividad de la Inmaculada Concepción desempolvando algún artículo de la hemeroteca de la primera época de La Esperanza. Con ello queremos no sólo rendir homenaje a Nuestra Madre, sino también manifestar la venerable continuidad de espíritu e intención que nos anima en este combate por la buena prensa. En esta ocasión, el artículo que reproducimos a continuación fue originalmente publicado el miércoles 9 de diciembre de 1857 con motivo del tercer aniversario de la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción por Su Santidad Pío IX. Lo firma nada menos que D. Pedro de la Hoz, director de la primera época del periódico desde que fue fundado en 1844 hasta su propio fallecimiento en 1865.
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…Diligit Dominus portas Sion super omnia tabernacula Jacob. (Ps. 86.)
Bien claro prueba la historia, y no lo negará nadie con razón, que aunque haya naciones que se atrevan a disputar a España la supremacía en las ciencias y en la guerra, no hay una sola que pueda intentar siquiera disputarla una gloria que es sobre todas las glorias: la de ser entre ellas la predilecta del Altísimo. Pero si alguno lo dudara, o quisiera negarlo, al llegar el día de ayer, en que la Iglesia celebraba el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y recordar la historia en la parte relativa a este punto hasta la definición del dogma, se vería obligado a confesar que no hay en el mundo nación alguna que, al paso que ya ha recibido tantos y tan singulares favores de la Virgen Madre, se haya esforzado tanto como la nación española en atestiguarla su gratitud, su amor y su deseo de verla ensalzada y honrada hasta el más alto grado en toda la tierra.
Antes de la definición del dogma, ha tenido la sentencia piadosa en todo el orbe católico ardorosos y brillantes defensores, desde el sutil Scotto hasta el egregio Perrone; pero un pueblo que desde los más remotos siglos haya creído unánimemente y sin vacilar en el misterio de la Inmaculada Concepción, que le haya proclamado como creencia nacional, y que por solo el deseo de ver debidamente honrada a la Madre de Dios, haya hecho tantos esfuerzos para que sea celebrado en toda la Iglesia, sólo se halla en la siempre católica España, en la España visitada por la Virgen en carne mortal, restaurada por ella en el monte de Auseva, y cubierta de gloria por su auxilio en las famosas aguas de Lepanto.
Dice un moderno escritor que el misterio de la Inmaculada Concepción puede en realidad de verdad llamarse un misterio español, y ciertamente que dice bien. No hay apenas una iglesia en España en que pueda fijarse con exactitud la época en que empezó a celebrarse la festividad de este día. En la de Sevilla es tradición constante que se celebra desde que fue arrancada del dominio de los moros por el Rey San Fernando. Lo mismo sucede en la mayor parte de las que pertenecían a los dominios de los Reyes de Castilla. En Aragón ha sido siempre también creencia tan antigua y constante que por un decreto dado en Valencia por el Rey don Juan I en 1.º de enero de 1391, se prohibió sostener la opinión contraria a la sentencia piadosa, declarándose enemigos del Rey a los que la sostuvieran. El cabildo de Molina, creado a los pocos años de conquistada aquella ciudad por D. Alfonso el Batallador, tiene desde su fundación por Patrona a la Virgen María en el misterio de su Inmaculada Concepción; habiendo obtenido después en el año de 1518 del Papa León X privilegio para celebrar una misa solemne en la noche de la víspera del día en que se venera este misterio. Muchos otros datos podríamos presentar, pero bastan estos para hacer ver lo antigua y constante que ha sido en nuestra España tan piadosa doctrina. San Pedro Pascual, San Vicente Ferrer, el beato Juan de Rivera, Santo Tomás de Villanueva, San Luis Beltrán e infinitos otros son por otra parte testimonio bien patente del ardor con que los españoles desearon siempre ver extendida por todas partes su creencia. Y a mayor abundamiento conviene observar que en España no hubo nunca en este punto entre las órdenes religiosas la diferencia de opiniones que existió en otras partes, siendo aquí precisamente la Orden de Predicadores una de las que más contribuyeron a fomentar el culto de la Virgen en el misterio de su Concepción Inmaculada.
¿Se necesita más para probar que este misterio puede llamarse un misterio español? Pues más diremos. ¿Quiénes fueron los que más trabajaron en los Concilios de Basilea y de Trento por la publicación de los decretos favorables a la sentencia piadosa? Dos españoles: en el primero, el eminente Juan de Segovia; en el segundo, el Cardenal Pacheco. ¿A instancia de quien fueron dadas las famosas Constituciones de Paulo V, de Gregorio XV y de Alejandro VII? A instancia de los Reyes de España, que no contentos con suplicar a los Sumos Pontífices por medio de sus ordinarios representantes en Roma la publicación aquellas constituciones, les enviaron para conseguirlo embajadas extraordinarias, cual fue la confiada por Felipe IV al ilustre Obispo de Plasencia D. Luis Crespo de Valdaura. A instancia de los Reyes de España se añadió en la letanía de la Virgen el versículo Mater Inmaculata. Por último, la España entera ha proclamado por Patrona suya a la Santísima Virgen en el misterio de la Inmaculada Concepción.
¡Qué pena, qué desconsuelo para esta nación piadosa, si al definir el Sumo Pontífice hubiera resultado que esa Madre de Dios a quien ama tan tierna y cariñosamente, a pesar de esa dignidad incomprensible, a pesar de su extremada grandeza, a pesar del inmenso tesoro de dones con que la enriqueció el Eterno, se veía privada precisamente de aquella gracia que más honda y ardientemente inflamaba en su amor a los españoles! ¡Qué pena, qué desconsuelo el haber de abanar el tierno y afectuoso culto que por espacio de tantos siglos había tributado al misterio de la Inmaculada Concepción! Pero ¡qué satisfacción, por el contrario, qué gozo, qué júbilo al ver a todos los Prelados de la Iglesia proclamar como verdadera la creencia de España, pedir al Romano Pontífice que como autoridad infalible declarase punto de fe la creencia piadosa defendida siempre por la católica España; al suplicarle, rogarle con instancia, Petre, doce nos, que cerrase con el sello del anatema los labios que intentaran en adelante contradecir lo que ella nunca dejó de creer, y al escuchar la voz augusta que desde el Vaticano resonó por todos los ámbitos del orbe católico declarando punto de fe el misterio en que es la gloriosa Virgen María patrona de las Españas! Todo contribuye a llenar de alegría los amorosos y fieles pechos de los españoles. Nada falta, es ya de fe, a su Madre querida para ser en todo superior a todas las jerarquías de los ángeles. Si una sola hora, si un solo instante hubiera estado manchada con el pecado de Adán; si un solo momento se hubiera encontrado su alma bajo la esclavitud del demonio, esa hora, ese instante, ese momento, la harían en parte inferior a algunas de las mismas criaturas sobre las cuales hoy reina, a esos espíritus puros que nunca han estado sin gozar de Dios y sin alabarle. Pero no, Dios hizo al criarla un verdadero alarde de su inmenso poder, fecit potentiam de brachio suo; la crio pura y sin mancha, y porque pudo, potuit, y porque le convino, demit, enaltecer sobre todas las criaturas a la que había de ser su Madre, la concedió aquella gracia que por el pecado da Adán había negado al linaje humano. Ya es de fe, volvemos a decir, ningún honor, ninguna gloria falta ya a la que siempre se ha mostrado amorosa Madre de los españoles.
Por otra parte, la misma solemnidad y regocijo con que en toda la Iglesia se celebra la declaración dogmática, añade nuevos motivos a nuestro gozo. En el momento de hablar Roma nadie duda ya, y todos los cabildos, todas las órdenes religiosas, todas las congregaciones, todos los católicos a porfía se apresuran a dar gracias al Omnipotente, celebrando y festejando de nuevo y con extraordinario fervor a la Patrona de España.
Y no habiendo sin duda olvidado esta piadosísima Madre lo que sus hijos, los españoles, hicieron en todo tiempo para conseguir que el mundo entero la proclamase concebida sin mancha, no cesará ciertamente de derramar sobre ellos los tesoros de misericordias y de gracias de que su Divino Hijo la ha hecho depositario. Esta es nuestra grande y segura confianza en medio de las tribulaciones de nuestra patria. No puede ser, es imposible, sería hasta casi impiedad creerlo, que una nación donde tan arraigada ha estado siempre, y se conserva todavía a pesar de los esfuerzos de la impiedad la devoción a María Santísima, se vea un día abandonada por ella. Cada vez que pensamos lo que en España se ha hecho y se hace en obsequio y honra de la Virgen, no sabemos cómo bendecir a Dios que ha concedido a los españoles el imponderable beneficio de un amor tan ardiente a su excelsa Madre; concluyendo siempre por exclamar: Dios ama a España sobre todas las naciones del mundo: Diligit Dominus portas Sion super omnia tabernacula Jacob.
Pedro de la Hoz
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