Como última sorpresa de este rocambolesco año, se da a conocer la liberación del controvertido ex-presidente de Perú Alberto Fujimori, el pasado 5 de Diciembre. Esta decisión tiene antecedentes fácilmente rastreables en el intento de indulto de Kuczynski del 2017, que se saldaron con protestas y el último clavo en el ataúd para su carrera política, además de ser el precedente directo para la crisis política que se vive desde hace seis años en el país.
En el contexto actual, su liberación es la continuación del hábeas corpus del 2020, en el cual se pretendió reintentar el indulto de Kuczynski por motivos humanitarios – léase, avanzada edad – que procedió el año pasado declarando nula la resolución del Poder Judicial del 2019 que alegaba que el perdón presidencial carecía de efectos jurídicos. Finalmente, tras dos reclamaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos pidiendo que se pare la Orden del Tribunal Constitucional con el ex-presidente, alegando falta de compatibilidad de «razones humanitarias» bajo los lineamientos de la Convención Americana que nuestro país firmó.
Cabe recordar allí la famosa crítica del director de Derechos Humanos del Consejo Europeo Pierre-Henri Imbert, en el cual los dichosos derechos humanos son más bien interpretados como un eufemismo de un culto civil donde se pueden rellenar bajo cualquier definición. Hecho que se puede asegurar gracias a las ínfulas de tribunal político de la Comisión de Derechos Humanos en nuestra región, con fallos sospechosamente laxos a personajes con antecedentes terroristas o complicidad de sus oenegés como arma política y partisana desde los 70, lo cual se encasilla en su notoria politización, denunciada por juristas de diversas corrientes desde hace pocas décadas.
Aun así, debemos recordar el argumento legal —con antecedentes en Argentina en el caso Fontevecchia— bajo el cual la competencia de la Corte IDH no es un tribunal de casación con capacidad para revisar los fallos locales, ya que la misma enjuicia a los Estados, nunca a las personas. Debido a ello y a pesar de que la Corte ordenó dejar sin efecto una condena civil, la Corte Suprema argentina no lo hizo, resolviendo que la misma es incompetente para ordenar consecuencias contra personas que no han litigado a nivel interamericano, ya que se supone que la Corte Suprema de Justicia del país respectivo es la máxima intérprete de la Constitución Nacional, por lo que hay que lograr que sus criterios se complementen y no colisionen. Cabe adelantar que hasta el día de hoy la Comisión no tomó ninguna acción por el fallo de la justicia argentina.
Ahora, dejando atrás la explicación de cómo la CIDH —como acostumbra— pretende exceder sus competencias, es hora de revisar rápidamente la coyuntura nacional.
Que el Tribunal Constitucional finalmente ordene que el indulto proceda es parte de la búsqueda de Dina Boluarte de apoyos en la derecha política ayudada por la coyuntura actual de la pugna del Ministerio Público con el Poder Ejecutivo por escándalos paralelos de corrupción, posible razón por la que la aprobación del indulto fuese facilitado.
Puede que a un institucionalista esta situación lo deje desconcertado, pero a nosotros no, ya que nos hace recordar la farsa de la división de poderes. Que en vez de equilibrarlos los faccionaliza y crea influencias buscando ser absolutas, sean politizadas por intereses de partidos o de las mismas instituciones.
Concluyendo, que este evento sirva como otra de las tantas pruebas de cómo los modelos de orden internacional de la postguerra son contradictorios, ya que arrastran los errores revolucionarios de hace dos siglos reflejados en las pugnas entre instituciones que se suponen que custodian nuestro orden.
Maximiliano Jacobo de la Cruz, Círculo Blas de Ostolaza.
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