
Por más que sean notables, nunca está de sobra remarcar las diferencias existentes entre la monarquía legítima y la usurpadora. Ya desde un primer momento, estas diferencias brillaron en nuestros reyes de una manera especial. Cuenta Melchor Ferrer en su «Breve historia del legitimismo español» cómo la familia de Don Carlos tuvo que huir, de un lugar a otro, por tierras portuguesas, de los espías y enviados cristinos que en su rabia contra la legitimidad, buscaban hacer presa a toda familia real.
Derrotados los ejércitos del Rey Miguel, que protegieron y ayudaron a la familia real, se consiguió tras el tratado de Evora-Monte y la inesperada ayuda de agentes ingleses, que Don Carlos con su familia pasaran en un buque inglés llamado «Donegal» a las islas británicas.
La autoridad marítima no dio permiso para el desembarco de los pasajeros por orden de Londres. Habían llegado al puerto de Portsmouth en la noche del 12 al 13 de julio y, retenidos, esperaban tomar tierra, a pesar de que los ingleses habían advertido a los españoles que no iban a tratar al Rey como un ajusticiado. La promesa no se cumplió del todo, pues no pudieron desembarcar hasta el 18 de julio.
Aún así, los diplomáticos ingleses estaban en contacto con el ministro masón Martínez de la Rosa y juntos idearon un plan para deshacerse del engorro diplomático que suponía la presencia del Rey en Inglaterra. Al día siguiente llegaban al puerto de Portsmouth el secretario del Ministerio de Asuntos Extranjeros con el marqués de Miraflores. El secretario subió al buque y se entrevistó con el Rey sobre sus propósitos. Don Carlos contestó con firmeza y educación, que su deseo era descansar y permanecería en Inglaterra el tiempo que estimase oportuno. Y, llegando al final de la conversación, Mr. John Backhouse -que así se llamaba el secretario- le propuso reunirse con el marqués de Miraflores que le informaría sobre lo que el gobierno de Madrid le mandaba.
Y aquí, nuestro Rey, contestó que al marqués lo recibiría como marqués, pero no como enviado de nadie, pues no reconocía más que sus legítimos derechos y que no había más Rey de España que él. Así, con toda la dignidad con que D. Carlos había contestado, la conversación se precipitó en la causa última y formal de la visita, el lord inglés, que hacía de mediado del marqués de Miraflores, propuso el proyecto de los liberales: se le asignarían del tesoro público una pensión anual de 30000 libras esterlinas a condición de que D. Carlos, bajo palabra de honor, se comprometiera a no volver a España ni Portugal, ni a perturbar la tranquilidad de aquellos reinos.
Don Carlos, como era de esperar, no aceptó el trato. Nos cuenta Melchor Ferrer, esta vez en el tomo IV de su «Historia del Tradicionalismo» cómo el Rey contestó que sus derechos a la Corona de España eran inherentes a su persona, y que no podía renunciarlos sin faltar a elementales obligaciones para con su pueblo y a sus deberes para con Dios, de quien los había recibido. Añadió que ni como Rey ni como padre, podía atentar contra los derechos de sus hijos, ni contra los demás Príncipes interesados en que se conservara. Y, por último, afirmó que no faltaría en nada a cuanto debía a su nacimiento y a su país y que jamás abandonaría, cualquiera que fuesen sus intereses personales, la causa de sus fieles vasallos. Es en este momento de la historia cuando Melchor Ferrer da una de esas pinceladas geniales en las que dibuja una gran verdad con una gran sencillez: «Don Carlos rechazó tal arreglo, prefiriendo la pobreza al deshonor».
¿Imaginan ustedes qué pronto, el poder corrompedor del dinero, podría haber terminado con la Causa? Pero ni la Providencia Divina podía permitirlo, ni la virtud del sagrado deber de nuestro Rey legítimo iban a permitir tal corrupción. Una vez más, la Monarquía tradicional, se alzaba como la única forma de gobierno capaz de meter en cintura al poder corrupto y corruptor del dinero.
Y como suele hacer Dios, que de los males saca muchos bienes, esta pobreza, mil veces elegida sobre el deshonor, trajo a nuestro Rey, una serenidad de espíritu sin la cual no habría podido hacer frente a las mil y una tareas y batallas que todavía le quedaban por delante. Con una elección consciente por la Causa que él mismo abandera, nuestro rey Don Carlos empezó una larga travesía en la que las penas no ahogaban la decisión.
Y, como por ósmosis, esta serenidad y alegría que da al espíritu humano la vida virtuosa, aún en medio de tribulaciones, se transmitía a los carlistas de primera hora. Así lo confirma el Rey en su «Manifiesto a los españoles de 1836», en el que subrayaba esta constante de nuestra lucha: «¡Qué contraste nos ofrece aquel gobierno, de impostura y de concesiones, de espanto y de anarquía, con la verdadera libertad y alegría que gozáis vosotros en medio de vuestras fatigas». Los carlistas, como dicen san Pablo, saben vivir en la precariedad y en la abundancia «scio et humiliari, scio et abundare» y descansan, sin cuartel, pues saben que omnia possum in eo qui me confortat (Flp IV, 12-13).
A los lectores dejo las más que probables analogías, que sin duda se les ocurrirán, y las luminosas comparaciones que urdirán, entre la dinastía legítima y cómo se comportó en los momentos de las dificultades y la dinastía liberal, que con sus sucesivas abdicaciones y destierros voluntarios, con sus negocios y corruptelas, sumieron a España en mil dolores, muertes y pesadumbre.
Juan María Latorre, Círculo Cultural Alberto Ruíz de Galarreta
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