El nacionalismo es inescindible del constitucionalismo (y II)

LA «NACIÓN» EN SU SIGNIFICADO REVOLUCIONARIO DE «SUJETO DE LA SOBERANÍA» ES ALGO INDISCUTIBLE PARA CUALQUIER LIBERAL, PUES ES EL DOGMA ÚNICO DEL CONSTITUCIONALISMO CONTEMPORÁNEO

Primera página de la Constitución de 1978, que incorpora el escudo modelado por el Dictador Franco para su uso personal, indicándose así la continuidad con la Dictadura franquista de su sucesor Juan Carlos y de los demás miembros de la antidinastía liberal, "resucitada" y refundada por segunda vez por dicho General.

En el «derecho» nuevo constitucional emanado de la «soberanía nacional», hay que distinguir la Constitución de 1812 de las restantes. En el Código gaditano se buscaba enfatizar la ruptura con el orden social patrimonial-familiar del Régimen de Cristiandad. Por eso, en su artículo 2 se subraya que: «La Nación española es libre e independiente, y ni es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Y en su artículo 172 colecciona una ristra de «restricciones de la autoridad del Rey», entre las cuales la Cuarta establece: «No puede el Rey enajenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna, por pequeña que sea, del territorio español». En principio se podría conjeturar que se trataba de una restricción general absoluta, ya que ni siquiera se añadía la coletilla: «sin el consentimiento de las Cortes», que sí aparecía por el contrario en otras prohibiciones dictadas por la «voluntad nacional» en ese mismo artículo.

Una vez conseguido el expolio y destierro de los Reyes legítimos desde 1833, e instalado en su lugar dóciles intrusos aliados con los representantes de la «soberanía nacional», las sucesivas Constituciones ya podían explicitar sin ambages la esencial omnipotencia de la voluntad de las «Cortes» también en materia de disolución territorial. Así, el artículo 48 de la «Ley» Fundamental de 1837 estipulaba que: «El Rey [= el intruso] necesita estar autorizado por una ley especial: 1.º Para enajenar, ceder o permutar cualquiera parte del territorio español». Precepto que se copió literalmente en el artículo 46 de la Carta Magna de 1845; en el 74 de la de 1869; y en el 55 de la de 1876. Curiosamente la Constitución de la llamada II República no recoge una norma equivalente. En cambio, las «Leyes» constitucionales franquistas, no sólo retoman de nuevo esta capacidad de la «soberanía nacional» para enajenar territorios, sino incluso también para enajenar porciones de esa misma soberanía en sí –y no pensando precisamente en la Iglesia, sino más bien en las emergentes organizaciones internacionales de la posguerra mundial– en virtud de tratados firmados por los órganos ejecutivos del sistema. Tras la reforma constitucional de 1967, el artículo 14.1 de la «Ley» Fundamental de «Cortes» quedaba redactado así: «La ratificación de tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española, serán objeto de ley aprobada por el Pleno de las Cortes». Y el artículo 9 de la también constitucional «Ley Orgánica del Estado» corroboraba que: «El Jefe del Estado necesita una ley, o, en su caso, acuerdo o autorización de las Cortes, a los fines siguientes: a) Ratificar tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad del territorio español». En fin, la última reforma constitucional de 1978, que seguimos sufriendo hasta el día hoy, mantiene esta misma norma en su artículo 94: «1. La prestación del consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados o convenios requerirá la previa autorización de las Cortes Generales, en los siguientes casos: […] c) Tratados o convenios que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I».

Varias han sido las descripciones «oficiales» que se han dado de los territorios integrantes de la «indisoluble Nación española» a lo largo de toda esta época constitucionalista. Normal; para todo liberal debiera resultar cierto y lógico aquello que dijo un Presidente del Gobierno de que «la Nación española es un concepto discutido y discutible»: se refería, claro está, a la «Nación» en su sentido territorial. En cambio, la «Nación» en su significado revolucionario de «sujeto de la soberanía» es algo indiscutible para cualquier liberal, pues es el dogma único del constitucionalismo contemporáneo: soberanía que todo lo abraza, y que descarta la posibilidad de que algo se salve de quedar potencialmente afectado por su totalitaria voluntad. Los nacionalistas españolistas, que dicen abominar de la disgregación territorial auspiciada por el Gobierno en connivencia con los nacionalistas independentistas, comulgan sin embargo con ese mismo dogma de la «soberanía de la Nación»; por eso los liberales se llamaban y siguen llamando nacionales o nacionalistas (en contraposición a los católicos españoles coherentes o carlistas, que desde el principio siempre se denominaron realistas o monárquicos). Si los nacionalistas conservadores, como buenos liberales que son, han aceptado de antemano ese principio, tendrán también que aceptar todas las consecuencias –de suyo fundadas en la pura arbitrariedad– que de él se deriven, aplicadas por el Gobierno constitucionalista de turno representante de la «voluntad popular». A fin de cuentas, no sería la primera vez que la «soberanía nacional» consiente la celebración de referéndums de autodeterminación para alguna «provincia española». Ahí están los referéndums franquistas para la «provincia española» del Sáhara como precedentes que quizás podrían hacerles reflexionar un poco a estos conservadores, aunque lo dudamos.

Félix M.ª Martín Antoniano

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