Pero es que resulta que hay en el mundo tías Obdulias sin sobrinos y primos Segundinos que no tienen quien les invite a una copa de más, ni de menos. Y cuyas comidas y cenas de Navidad bien puedan consistir en una triste ensalada y un patético rosario de ausencias y de abandonos.
Les confesaré que, lo que más me gusta de Cuento de Navidad, es el empeño absolutamente antinatural, contrario a las buenas costumbres y a la más elemental moralidad («moralidad») Posmoderna, Poscristiana, Individualista, Libre y Progresista de que hacen gala varios personajes de la historia insistiendo, más allá de toda conveniencia, en que el rancio, polvoriento, malvado y avariento Sr. Scrooge no pase solo la Navidad. Ninguna persona normal, a menos de estar particularmente tocada por la gracia, recibiría una negativa del Sr. Scrooge a venir a su casa a cenar (fuese este Sr. Scrooge Michael Caine o el tío Gilito, en otra célebre versión), con otra cosa que no fuera una aliviada alegría: «Bueno, lo he intentado. Pero mi tío el ateo implacable que odia la Navidad, la familia, la diversión y la risa no quiere pasar una jornada de juerga y jolgorio en nuestra casa. ¡Ay, qué lástima…!».
No hay, según parece, ninguna persona normal entre los parientes y los conocidos del Sr. Scrooge. Afortunadamente para él, para la salud eterna de su alma y para el bien de la narración.
El primer y principal resultado tangible de la conversión del Sr. Scrooge no es que empiece a gastar su dinero a tontas y a locas comprando pavos gigantes y aumentando el sueldo a sus empleados. Porque cualquier empresario con dos dedos de frente que hubiese tenido la curiosidad de leer a Carlos Marx (tan de moda entonces como hoy, muestra inequívoca de que los empresarios de hoy ya no leen nada), sabría que la mejor garantía de conservar su cabeza sobre los hombros es la de mantener a su pequeña parcela de proletariado lo menos insatisfecha posible. Los espíritus calvinistas y capitalistas pueden dejar de ser avaros con los demás por estrictos motivos de conveniencia. La verdadera y sorprendente conversión del Sr. Scrooge tiene lugar cuando decide ir en persona a entregarle el pavo a Bob Cratchit y, luego, acercarse al sarao navideño de su sobrino, con una mesa llena de manjares tan deliciosos como sólo una buena cocinera inglesa sabe preparar y con un programa de entretenimientos tan apasionantes como los clásicos juegos de mesa de la vieja Inglaterra, consistentes en atrapar ovillos de lana y cosas flambeadas… Los espíritus calvinistas y capitalistas raramente dejan de ser avaros y aburridos consigo mismos, lo cual, lamentablemente, les cierra muchas vías de conversión.
El argumento facilón de «no voy a invitar este año a mi cuñada viuda Guillermina, que nunca quiere venir»; o el consabido «no, no le digas nada de la cena de Nochebuena a tu primo Romualdo, que es ateo y siempre nos agua la fiesta» no valen nada. Precisamente es a los ateos y a los que no quieren divertirse en familia en Navidad a los que más hay que invitar, insistir y, si se hiciese necesario, obligar a venir por toda suerte de medios de coacción —pacífica y permitida por la legislación vigente—.
Porque resulta evidente que el Sr. Scrooge llegó a la fiesta de su sobrino ya debidamente convertido, gracias a su fantasmagórica velada de la víspera. Pero no resulta menos evidente que, si nadie hubiese querido, después de todo, celebrar la Navidad con él (por aburrido, por usurero, por avaro y por haberse negado tanto y tan rotundamente en el pasado), lo más probable es que sus buenas intenciones no hubiesen durado nada.
La soledad, querido lector, es muy mala consejera. La soledad en el tiempo de Navidad puede hacer que un hombre aparentemente en sus cabales como el Sr. Scrooge de los Teleñecos se vea tan desesperado como para intentar conjurarla pasando el día con un subalterno en forma de rana de felpa y su alegre piara doméstica[1]. Esta Navidad, querido lector, no le pido que invite a su mesa a un pobre, pero sí, al menos, a un pariente pobre. O a ese ser mucho más digno de lástima que, como el Sr. Scrooge, resulta ser un pobre pariente.
[1] Es decir, Gustavo/René Cratchit y su adorable descendencia, mitad porcina, mitad batracia, con la cerdita Peggy.
G. García-Vao
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