En el aniversario del martirio de Carlos Alberto Sacheri, compartimos con los lectores de La Esperanza el extracto de un artículo publicado originalmente en VERBO, núm. 131-132, correspondiente a enero-febrero de 1975, pp. 13-17.
[…] Asistimos al más formidable intento de aniquilar la virtud teologal de la esperanza en la conciencia de los hombres. Hace algunos años que Jean Madiran lo subrayó en lo concerniente al pensamiento marxista. Asimismo comprobamos que esta tentativa es una característica común a la mayoría de las corrientes filosóficas contemporáneas.
Pero, ¿por qué se arremete con tal encarnizamiento a la «petite filie espérance», como le gustaba llamarla a Peguy? ¿Qué tiene esta virtud sobrenatural que tan vivamente choca con el espíritu de la Revolución Moderna? He aquí las preguntas a las que es muy urgente dar respuesta. La razón consiste en que la esperanza ─como por otra parte la fe─ se refiere directamente a algo profundamente humano. A diferencia de la caridad, que contempla al hombre en la perspectiva de la posesión del bien sobrenatural (por lo cual permanece siempre en nosotros), la esperanza contempla al hombre en su propia condición, que es la de un ser inacabado ─homo viator─ itinerante, siempre en trance de esperar su fin, siempre preocupado por su fin. Ahora bien, el objeto propio de la esperanza sobrepasa al hombre y siempre lo sobrepasará, pues ese objeto es Dios mismo, captado en el reflejo de nuestro acto de fe como soberano nuestro y nuestra eterna beatitud. San Pablo lo expresó: «Tenemos una esperanza que nos hace penetrar hasta el interior del velo». En la maravillosa arquitectura de la vida sobrenatural, las tres virtudes infusas se ordenan una a las otras, de tal modo que la fe está al principio de la esperanza (ya que no es posible esperar poder contemplar un día a Dios, «tal cual Es», si no creemos previamente en Él y en su palabra) e, igualmente la esperanza se halla en el principio de la caridad (pues, ¿cómo amar ese Dios infinito sin confiar en su socorro?: «Mi gracia te basta»).
No es preciso, pues, buscar más allá la raíz de tantas prostituciones actuales del amor cristiano. En ese tiempo de «hemofilia», de insipidez y de decadencia universales, vemos la fe y la esperanza vacías de su contenido sobrenatural. La fe en Dios ha devenido «la fe en el hombre» (esto hace más «compañero» e incluso «camarada»); la esperanza en el cielo es derivada hacia el «paraíso en la tierra». Es el enloquecimiento de las virtudes cristianas de que hablaba Chesterton. Así, la caridad, perdidos sus apoyos, se transforma rápidamente en simple «humanitarismo» que constituye la más grave falsificación de la caridad y, en suma, del cristianismo, puesto que constituye su núcleo.
Pero nuestros aprendices de revolucionarios, que han aprendido la lección de que nada se destruye verdaderamente sino cuando es reemplazado, se apresuran a hacer destellar ante nuestros ojos de cristianos ingenuos nuevas esperanzas y nuevos destinos. Y así el mundo moderno ve desarrollarse diferentes formas de mesianismo temporal, una diversidad de nuevos mitos. Razón, Estado, Nación, Proletariado, Soberanía popular, Raza, Igualdad, Progreso, Opinión pública, Técnica, Socialización, Descolonización, Pleromización, etc. Sin embargo, ya había dicho Moisés: «No adorarás la obra de tus manos»… Era preciso taparse con las criaturas para apagar en nosotros la imagen del Creador.
Los filósofos modernos han caído, unos tras otros, en los pecados contra la esperanza que Santo Tomás describe en su Summa Teologica: el primero es la presunción, el segundo es la desesperación. La presunción, que es uno de los pecados contra el Espíritu Santo, consiste en que el hombre se apoya en los poderes dimanantes de Dios para encontrar lo que le contradiga, o simplemente en el hecho de exagerar nuestro propio valor personal. Comporta, pues, la aversión al Bien inmutable y una conversión al bien perecedero. En cambio, la desesperación proviene de que el hombre no espera participar en sí de la divina perfección de Dios. Precisamente, ¿qué hallamos cuando examinamos con esa luz las corrientes modernas de la filosofía? Las más acabadas variantes de la presunción y del orgullo. ¿Cómo si no calificar la tentativa cartesiana y positivista de conocerlo todo por el nuevo método universal? ¿Y la erección del «deber» kantiano en única norma moral? ¿Cómo designar el Espíritu Absoluto de Hegel, que hace real toda cosa por el sólo hecho de pensarla? Feuerbach designa su propia doctrina como un «antropoteísmo». Marx declara: «El hombre es el ser absoluto para el hombre», mientras Nietzsche dice: «Si hubiera dioses, ¿cómo aceptaría yo no ser Dios? Por lo tanto, Dios no existe». ¿Y Teilhard, que nos instala gratuitamente en el confortable tranvía de la evolución pleromizante y nos conduce en línea recta al En-Adelante?… Con razón el historiador Ernest Cassirer ha dicho que, a partir del Renacimiento, la filosofía moderna no ha hecho sino atribuir al hombre todas las perfecciones que la teología cristiana atribuía a Dios.
(Continuará)
Carlos Alberto Sacheri
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