Si, por otra parte, volvemos la mirada hacia las formas de pesimismo, ¿cómo calificar a los filósofos relativistas, historicistas, al psicoanálisis freudiano, a los filósofos del devenir y de los valores, la ética de la situación, que niegan al hombre toda posibilidad de acceso a las verdades «absolutas»? ¿Y nuestro caro Jean-Paul Sartre, que define al hombre como una «pasión inútil»? (digamos de pasada que si es inútil, ¿por qué poner tanta pasión respecto a él?). Estas son las filosofías de la desesperación, del absurdo y, por consiguiente, de la nada.
En vista de esto el padre De Foucauld decía: «Siempre había creído, antes de comenzar mi ministerio, que me era preciso suplicar la humildad y la paciencia. Nunca había sospechado que más necesitaría pedir la audacia y el valor».
En un cuadro así, la palma corresponde, sin duda, al modernismo progresista, puesto que ha conseguido sintetizar los dos pecados en una misma doctrina. De una parte, vacía el dogma de toda su substancia, exigiendo nuevas fórmulas, todas provisionales, a pretexto de adaptación, de superación, de renovación; de otra parte, nos propone que salvemos la Iglesia (no a todos, no a nosotros especialmente) convirtiéndola al Mundo…
La menor cosa que a este respecto puede decirse es que estos amantes de novedades se engañan grandemente (como la mayoría de los amantes) ya que este orgullo, que es la negación de la esperanza cristiana, es tan viejo como el mismo Adán. No significaba otra cosa Peguy cuando decía que «el más viejo error de la humanidad» era la creencia de que nunca había habido nada tan bueno, tan bello, como lo alcanzado en nuestros días. Esa bobada ─que lo es─ consiste en no saber ver que todo esto, que buscan ciega y desesperadamente, nos lo había prometido Cristo ya hace mucho tiempo. Pues, ¿qué «sobrepasar» es superior al logro de la visión de Dios cara a cara? ¿Qué «desarrollo» más elevado puede haber que el logro desde aquí de la participación en la vida divina por la gracia? La ciencia del bien y el mal no es sino la sabiduría de Cristo. ¿Qué dicha es superior a la vida virtuosa? ¿Qué orden social es más armonioso que el de la Ciudad cristiana respetuosa de Dios y de la ley natural?
A todas aquellas divagaciones, la conciencia cristiana opone un NO simple y radical. Rechazamos los «landemains qui chantent», pues se convierten en rechinar de dientes, rechazamos la sociedad sin clases que no es sino una nueva máquina del despotismo totalitario y tecnocrático, y por encima de todo rechazamos que la Iglesia deba intentar salvarse convirtiéndose al Mundo, puesto que ─como aprendimos en el humilde catecismo de nuestra niñez─ solamente la Iglesia ha recibido la promesa de la vida eterna, y siempre responderemos a este mundo sin brújula, con estas palabras de Bernanos: «No son nuestra angustia ni nuestro temor lo que nos hace aborrecer al mundo moderno; lo aborrecemos con toda nuestra esperanza».
El cristiano, animado por la esperanza sobrenatural, se halla más allá del pesimismo y del optimismo Sabemos que nuestra vida es una mezcla de Pasión y de Resurrección, y en este año de nuestra fe (que también es el de nuestra esperanza), con Job (pues Job y el Apocalipsis son las lecturas para los tiempos de grandes pruebas), repetimos en alta voz: «Sé que mi Redent0r Vive y, por eso, que resucitaré de la tierra en el último día, esta esperanza descansa en mi seno». Todos somos peregrinos, viatores, itinerantes que gozamos desde aquí del gozo de nuestro destino. Spe gaudentes: «Tened el gozo que da la esperanza», dijo el Apóstol. Debemos pedir, pues, a Nuestra Señora de la Santa Esperanza que nos consiga a todos la gracia de nuestra mutua conversión.
Carlos Alberto Sacheri
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