El tema musical, recurrente, como siempre en el cine de Garci, de Canción de cuna es, justamente, una canción de cuna. Seguramente haya tesis muy sesudas sobre las armonías y los ritmos que convienen a las canciones destinadas a hacer dormir a los niños pequeños; yo me limitaré a señalar que, provengan de donde provengan (la de la película en cuestión, Tura, lura, lura[1], es irlandesa), todas poseen un cierto aire de familia. Parece una locura decirlo hoy, cuando hasta el Vaticano ocupado bendice las uniones naturalmente infecundas, pero todos poseemos un instinto natural que nos llama a la paternidad y a todo lo que ella implica. Quiero decir que todos, más o menos, podemos apañarnos para dormir a un crío lloroso; y todos, sin excepción, sabemos que ése es uno de los servicios más nobles que se le pueden prestar tanto al niño como a su madre.
Eso incluye, ciertamente, a las monjas de Canción de cuna, filme del que guardo muy gratos, aunque escasísimos recuerdos y que no he sido capaz de volver a encontrar, como si hubiese desaparecido de la historia del cine. Lo cual no tiene nada de sorprendente, pues habla de monjas que acogen a una huérfana, la crían, la cuidan y la conducen hasta su madurez, sin sobresaltos, sin horrores y sin crímenes, sino con fe, con ternura y con paciencia.
Pero las canciones de cuna son viejas como el mundo, y algunas de las más hermosas que jamás se hayan compuesto tienen que ver, paradójica y precisamente, con el hecho de que haya hombres y mujeres que, exactamente igual de provistos que los demás para la insigne tarea de engendrar y criar hijos, deciden encerrarse entre cuatro fríos muros para consagrar sus vidas a la oración, a la mortificación y al silencio.
Eran los días de la Pax Augusta. Y, no obstante, considerando la guerra que aquel acontecimiento vino a traer, las persecuciones, las matanzas, el dolor y los sufrimientos, en cierto modo el contexto actual en Belén no se diferencia tanto del de aquellos entonces. Considerando, aunque en un muy otro orden, la paz, la fraternidad, la caridad y la santidad que efectivamente trajo (con un estrecho vínculo causal con el derramamiento de sangre arriba señalado), las circunstancias de aquel suceso son absolutamente inimitables y irreproducibles y, afortunadamente para nosotros, en muchos sentidos exactamente las mismas. El mundo ya nunca volvió a ser el mismo después de la Encarnación; nuestra era no es la Post-Cristiana. Es, sencillamente, la Post-Cristo, la de la Ley Nueva, la Ley de Gracia que nada ni nadie podrá ya abolir. San Juan de la Cruz se deshacía en versos al pensarlo:
Del Verbo divino, la Virgen preñada, viene de camino, ¡si le dais posada!
Una futura madre marchaba, penosamente, a lomos de un jumento, camino de la ciudad de David, acompañada por su esposo. Era de noche y aunque no refulgían los siniestros resplandores de los proyectiles del Estado de «Israel» y de Hamás —entonces y siempre, enemigos declarados de la Madre y de su Hijo—, los rigores del invierno de Judea no invitaban en absoluto a pasar la noche a la intemperie:
En el nombre del cielo, yo os pido posada, pues no puede andar mi esposa amada.
Entre las cuatro paredes desvencijadas de un viejo establo, mal levantado frente a una escarpadura de la montaña que permite abrigar algunos animales de carga, la mujer acaba de dar a luz. La llamamos mujer porque acaba de dar a luz, que, si no, la llamaríamos niña, como la llamaba Lope de Vega. Una muchacha acaba de dar a luz a su primogénito en una especie de gruta sombría, rodeada de animales y de un pobre marido que no sabe muy bien qué hacer. La Santísima Virgen María puede perfectamente estar exenta de la más leve sombra de imperfección, que no por ello se dice que posea la ciencia infusa de la maternidad; de ahí, me parece, esa súplica al cielo que pone Gerardo Diego en sus divinos labios: ¿Con qué lo envolveré yo, con qué?
Es invierno y hace frío y la Madre y su esposo y cualquiera que pase ante el portal y vea la patética escena, querrá conjurar a los elementos para que no se desencadenen con violencia sobre el tierno infante recién nacido:
Airecillos de Belén, quedito soplad, pasito corred…
Resulta llamativo que la mayoría de los villancicos adopten la forma de una nana. O nada, en realidad, si uno se para a pensarlo. Porque en Navidad los católicos celebramos que nace un Niño y los niños, como todo el mundo sabe, necesitan dormir mucho.
A la nanita nana, nanita ¡ea!: Mi Jesús tiene sueño, ¡bendito sea!
El villancico es una composición engañosa; muchos pueden dar la errónea impresión de ser cursiladas melindrosas para que una coral de párvulos medio llorosos den un espectáculo al final de trimestre en una sala polivalente con la calefacción excesivamente alta (y la consiguiente acumulación de vapores de toda especie), en una de esas cosas que llaman guarderías y que sólo sirven para testimoniar, más allá de toda duda razonable, que en nuestra Posmodernidad Progresista y Feminista ninguna madre tiene derecho a ocuparse de sus hijos a jornada completa, ni tiempo para cantarles nanas, ni nada, porque tiene que trabajar.
O, peor aún; pueden ser utilizados por instituciones educativas autodenominadas «católicas» y, especialmente, por esa subespecie particularmente perversa que en lugar de advocaciones marianas se pone nombres de plantas y de accidentes geográficos, para hacernos creer que la Navidad es lo que no es, es decir, para pretender explicarnos que la Navidad es todo coloritos, luces, alegría e inconsciencia, porque Dios nace, pero no sólo nace. Porque Dios no tenía ninguna necesidad de nacer, y si quiso nacer es por algo y, sobre todo, para algo.
Niño Dios de amor herido, ¡tan presto os enamoráis…!
[1] En mi cabeza suena así, pero seguro que se escribe de otra manera…
(Continuará)
G. García-Vao
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