Déjenle dormir (y II)

Pues mi Dios ha nacido a penar, déjenle velar. Pues está desvelado por mí, déjenle dormir

La adoración de los pastores, por Bartolomé Esteban Murillo

Como Santa Teresa gustaba decir, no hemos de perder nunca de vista, en nuestra oración, la consideración de Nuestro Señor Jesucristo como verdadero hombre, sujeto a las mismas penurias que cualquiera de nosotros y, en concreto, al frío, al viento, al hambre y la sed. Y también, seguramente, a la dificultad para dormir y a la natural incomodidad que debe de provocar tratar de hacerlo en un lecho de paja improvisado en un pesebre.

En el cuadro aparecen ahora unos cuantos pastores, tan pobres como el Niño y su familia, pero sin duda un poco mejor preparados que ellos para pasar la noche a la intemperie y, sobre todo, para sobrevivir a pesar de que nadie les haya dado posada. Los villancicos pastoriles tienen siempre un elemento recurrente, que es el deseo de ser útiles, de prestar algún servicio, de regalarle algo a ese pobre Crío que tiembla en medio de la noche de Judea:

Yo quisiera poner a tus pies, algún presente que te agrade, Señor

Motivo que se presenta en todas las lenguas del cosmos hispánico:

¿Qué li darem en el Noi de la Mare?

Y, precisamente, algunos de esos villancicos tan simpáticos que muestran el elenco de humildes presentes que los pastores belemnitas ofrecieron al Hijo de Dios, se adivinan ya algunos destellos geniales de gran profundidad teológica:

Toma pasas, mi Niño, pues tanto me amas,

que aunque yo sea poco, por todo pasas.

Fuerza es te agrade

fruto de cuyo fruto será tu sangre.

Porque es ese otro Misterio, el de la Redención, el que, por ser su causa final, es el motivo de la Encarnación. Esto lo comprendió con su genial simplicidad Santa Teresa de Jesús, en sus diversos villancicos, en los que hace hablar a los pastores que se asombran ante la Circuncisión del Señor (el 1 de enero):

Vertiendo está su sangre, Dominguillo, ¡eh! Yo no sé por qué.

Una idea que encontramos también en muchos villancicos populares, que son capaces de aunar, con la genialidad que sólo se encuentra en el imaginario colectivo de un pueblo profundamente católico, la realidad profundamente humana de la vida mortal de Cristo, con la misión absolutamente sobrenatural que, Verbo de Dios e Hijo del Hombre, vino a cumplir. Es decir, poder mirar al Niño de Belén con los ojos de la fe, que nos permiten ver en esa criatura indefensa y temblorosa, martirizada por la gélida brisa de la medianoche, al que un día no muy lejano será el Crucificado de Jerusalén y, un día mucho más lejano (pero que llegará, inexorablemente, con los resplandores y la claridad de la aurora), a Cristo Rey, Juez del Universo:

Si de que tembléis, mi Dios, yo sólo la causa fui

¡Ay, Dios! ¿Qué será de mí, mi Dios, cuando tiemble yo y no vos?

Porque sería extremadamente pobre como punto de vista el ver únicamente un niño en el Niño de Belén. O ver únicamente a un inocente en el Crucificado de Jerusalén. Porque uno y otro son Dios. El mismo Dios que plantó el jardín del Edén y que formó a nuestro padre Adán del barro de la tierra y a nuestra madre Eva de su costilla. El mismo Dios que nos quiso para Sí y por así querernos nos sacó de la Nada. El mismo Dios que tanto nos quiso que no dudó en hacerse uno de nosotros para que, si así lo queremos, podamos nosotros ser algún día uno con Él:

¿Cómo podéis, siendo criatura,

Señora, parir al que es Creador

pues siendo vos Su propia hechura

Él os es Padre y Superior?

Como estamos a las puertas de la Navidad y en Navidad, como ya habrán apreciado, me gusta hacer la apología del pecador arrepentido, les confesaré que, a mi modesto entender, una de las plumas que con más genio ha trazado en versos estas consideraciones mías tan abigarradas, no es ni Santa Teresa, ni San Juan, ni Fray Luis (que también), sino Sor Juana Inés. Sor Juana Inés a la que se ha querido desmonjar para hacer coincidir su prosa, siempre en los límites de la ortodoxia, y su poesía, siempre en la frontera de la decencia, con las categorías mentales de sus admiradores: puesto que a una monja novohispana del siglo XVII no le convenían tales creaciones, lo lógico es decir que no fue monja sino porque no le quedó más alternativa. Pues no. Lo mismo sólo fue una monja mediocre, pero de su mediocridad —que está por ver— como religiosa, no se puede deducir su falta de vocación. Porque a lo mejor su vocación primera —en un sentido muy amplio, sí, pero no pongamos límites a la «imaginación» de Dios— fue la de poeta, no la de jerónima. Y en su caso, tal vez, en la medida en que ello sea razonable, ser jerónima estuvo al servicio de su vocación literaria.

Y es que, en fin, sor Juana nunca dejó de ver esa paradoja gigantesca que es un tener frío un Dios y padecer los rigores del tiempo y tener hambre y sed y alimentarse a los pechos de una Madre Virgen y nacer en el silencio y en el secreto y ser adorado de pobres pastores y venir al mundo entre bestias y tener por partera a un carpintero de Nazaret y por hospital materno-infantil una caverna polvorienta; y venir al mundo y tomar carne mortal para morir un día en una cruz y ser crucificado por aquellos mismos a quienes vino a salvar; y recibir, quizás, en su nacimiento, los presentes y los homenajes de los padres de los que un día le llevarían al cadalso. Y, en fin, quizá la paradoja mayor de todas, que es morir un Dios —o dormir, que a morir se asemeja— sin que el mundo se detenga, ni vuelva a la nada de la que el mismo Dios, durmiendo en los brazos de María o reposando más tarde en el sepulcro, lo sacó al comienzo del tiempo:

Pues mi Dios ha nacido a penar,

déjenle velar.

Pues está desvelado por mí,

déjenle dormir.

Sería presuntuoso de nuestra parte, como la de tantos biógrafos de sor Juana, aventurarnos en las profundidades de su psique. Pero podemos decir, sin asomo de dudas, que tenía, al menos, tanto instinto materno como cualquier otro ser humano normal y, en particular, al menos tanto como sus correligionarias de Canción de cuna: sor Juana Inés conocía perfectamente la importancia de las canciones de cuna y, quizá como esos pastorcillos que no tenían nada que traer al Niño Jesús, quiso, al menos, aportar unos versos, unos compases con que facilitar a María la sublime, pero heroica, tarea de acunar a Dios.

Con tanto sentido de la fe católica como el pueblo hispano al que pertenecía, como los dos pilares de su mística, no podía dejar de contemplar, en el Niño, al Dios; en el Dios, al Cordero; en el Cordero, a Cristo Rey; y en Cristo Rey… Al Hijo de María:

Déjenle velar,

que no hay pena en quien ama

como no penar.

Déjenle dormir,

que quien duerme, en el sueño,

se ensaya a morir.

Pero, al final de cada villancico, al final de cada nana, se imponen unos instantes de silencio; para ver si el Niño duerme; para acallar, cuanto se pueda, nuestras pasiones, nuestros pensamientos, nuestras inquietudes, en la contemplación silenciosa de nuestro dulce Salvador. Déjenle dormir: al fin y al cabo, el Verbo divino se conjuga durante toda la eternidad sin ruido de palabras.

Santa y feliz Navidad.

G. García-Vao

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