Compartimos con nuestros lectores esta meditación sobre Navidad publicada originalmente sin firma en el número del 24 de diciembre de 1850 de La Esperanza, de cuya hemeroteca la reproducimos, deseándoles una feliz y santa Navidad.
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Necesitaríase un larguísimo artículo si hubiéramos de notar todas las enseñanzas que contienen los documentos históricos que ofrece a nuestras meditaciones el Oficio de Navidad: nos contentaremos con citar los que se refieren directamente al nacimiento del que era el Deseado de las naciones.
Y en estos documentos haremos notar señaladamente la sencillez del tono con que se anuncian acaecimientos que los profetas predijeron con tanta pompa. Estos hechos sobrepujan realmente a toda expresión, y no es la menor señal de la divinidad del relato, ver al que de ellos habla no mostrarse en manera alguna maravillado de lo que cuenta.
Hé aquí como se anuncia el nacimiento del Salvador del mundo:
«Y acaeció en aquellos días, que salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho por Ciripo, gobernador de la Siria , e iban todos a inscribirse cada uno en su ciudad. Y subió también José desde Nazaret, ciudad de la Galilea, a la ciudad de David, llamada Bethleem en la Judea, porque era de la casa y familia de David, para hacerse empadronar con su esposa María, que estaba embarazada».
«Y estando allí acaeció que se cumplieron los días del parto de María, y parió a su hijo primogénito, y envolvióle en unos pañales, y recostóle en un pesebre; porque no había lugar para ellos en la posada».
Así nació el Deseado de las naciones, el Rey de los pueblos. Sin embargo, era necesario que este Rey tuviera su recibimiento y que se presentasen súbditos a reconocerle: ambas dos cosas sucedieron, y hé aquí de qué manera:
«Y había unos pastores en aquella región que estaban velando y guardando su ganado en las velas de la noche; cuando hé ahí se puso junto a ellos un ángel del Señor, y les dijo: “os anuncio un grande gozo, que será para lodo el pueblo; que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Cristo, el Señor. Y esta será la señal que os lo dará a conocer: hallaréis al niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre“».
«Y… los pastores se decían unos a otros: “pasemos hasta Bethleem y veamos lo que ha sucedido y lo que el Señor nos ha mostrado”. Y fueron allá apresuradamente, y hallaron a María y a José y al Niño puesto en el pesebre».
¡Oh! sin duda los sabios y los filósofos, y los hombres del mundo van a sonreírse en vista de la sencillez de esta relación, y de la llaneza de ese recibimiento, y de la humildad de ese estado de nuestro Dios. Cierto, nos guardaremos bien de disimular todo ese divino abatimiento; pero si esos hombres que ríen y menosprecian saben algo de la historia del mundo, si saben que ese Niño es quien ha hecho desaparecer la idolatría y dado la noción más sublime de Dios, y los preceptos más puros de la moral; si saben que él es quien ha roto las cadenas de la esclavitud y fundado nuestra civilización, nuestros estados; que su doctrina ha sido predicada y recibida en todo el universo, obrando en él la revolución mas asombrosa; si todo esto no ignoran, ¿cómo no se trueca en admiración su desvío al ver ese milagro estupendo en que se revela el poder de lo alto, escondido ahí bajo la figura divina de la infancia?
Así la Iglesia no solo se funda en la divinidad de las escrituras, sino en los hechos consumados, en los documentos más seguros de la historia de la humanidad, cuando saluda al niño Jesús con estas bellas y magníficas palabras del profeta: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva sobre su hombro la señal de la dominación, y será llamado el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz».
Muéstranos luego al grande Apóstol anunciando a los judíos, sus hermanos, toda la economía de la Providencia, en los tiempos en que precedieran a la venida de Cristo, y cómo las Escrituras están acordes en designarle por Salvador.
«Dios, que había hablado en otro tiempo a nuestros padres en muchas ocasiones y de diversos modos por medio de los profetas, nos ha hablado en estos últimos tiempos por medio de su Hijo, a quien ha hecho heredero de todas las cosas , y por quien crió el siglo; y como es el esplendor de su gloria y el carácter de su sustancia, y lo sostiene todo por la virtud omnipotente, después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado en lo más alto de los cielos, a la derecha de la Soberana Majestad, tanto más elevado sobre los ángeles cuanto es mayor que el suyo el nombre que recibió».
En fin, como si la Iglesia hubiera previsto que la humildad del nacimiento temporal de Jesús se haría muy recio a nuestro orgullo, nos pone juntamente a la vista la historia de su nacimiento eterno en las siguientes palabras, que no tienen igual en los libros de los filósofos y los sabios:
«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios. Éste era en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y nada de lo que fue hecho se hizo sin él. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres… Y el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos la gloria de él, gloria como unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad».
Si fuera este lugar oportuno y cotejáramos esta historia de lo que pasa de más íntimo en el seno de Dios con lo que todas las filosofías han dejado escrito sobre el mismo asunto, veríase claramente que si los pueblos del mundo antiguo habían tenido por las primitivas revelaciones algún vago conocimiento de este gran misterio, conocimiento que no era sino el perdido son de lejana armonía, en nuestros libros se encuentra una idea mas expresa y completa, como recibida de aquel que habitaba en el seno del Padre, inaccesible a toda criatura. Pero como este cotejo nos alargaría demasiado, nos contentaremos con observar, que si las naciones de Oriente cuyas más secretas y sublimes creencias reasume Platón, habían como vislumbrado la inefable generación del Verbo y sus comunicaciones con los hombres, sólo el pueblo judío, separado expresamente de los demás, para recibir, conservar y ver cumplidas tan magníficas promesas, tuvo un conocimiento pleno de la grande historia de las relaciones de Dios con la humanidad.
Estas son las graves enseñanzas que la Iglesia conserva y presenta a sus hijos en el tiempo de Navidad. Cierto estamos muy lejos de haberlas indicado todas; muy lejos de poder explanar ahora las consecuencias que nacen en tanta copia de los pasajes que hemos citado. Hay una sin embargo que no podemos pasar en silencio, y es que los Oficios de la Iglesia llevan en sí mismos las pruebas de su verdad.
Tal es el excelente método de la Iglesia. No viene a la manera de los filósofos o retóricos, a raciocinar sobre sus misterios y creencias, no procede por argumentos y silogismos; no es este su método. Hé aquí lo que hace:
Recordando la historia del mundo, la historia de la humanidad, que es también la de Dios, nos pone a la vista lo que pasó en los tiempos antiguos, y lo que pasa aun delante de nosotros; y esta prueba no tiene réplica. Todas las objeciones de los incrédulos, toda la malevolencia de los indiferentes no harán que los hombres en los antiguos tiempos no hayan creído en un Salvador, no harán que Jesús no haya nacido, que no baya sometido el universo a su imperio, y que aun ahora todos esos acaecimientos no sean creídos, conservados, celebrados con ocasión de la fiesta de Navidad en todo el mundo cristiano. Son hechos consumados, o hechos que se consuman. ¿Qué importa que hombres inatentos, frívolos, distraídos, mal enseñados en las cosas divinas, pasen por delante de nuestros templos, y no se curen de entrar para informarse de lo que encierran esos cánticos de la hija del cielo? La Iglesia prosigue inalterable su gran tarea, la de celebrar las maravillas que Dios ha obrado, y perpetuar su memoria entre los hombres.
En cuanto a los que piensan que todas esas tradiciones y recuerdos, que todos esos hechos de la historia de la humanidad no son dignos de su creencia, ni siquiera de sus estudios, y dejan desdeñosamente esa historia a la meditación de los niños, de algunos ancianos y devotos, la Iglesia no tiene por qué curarse de ellos; día llegará en que esos hombres darán a Dios la gran razón de su desprecio.
Por lo que toca a nosotros, que acabamos de hallar en esas escrituras y oficios documentos tan preciosos, tan grandiosas e irrefragables pruebas de la verdad de nuestra fe, aprenderemos a escuchar más atentamente las palabras de la Iglesia, y a celebrar con mas fe las solemnidades a que nos brinda.
Estudiémoslas con ahínco, que ciertamente bien lo merece su gravedad, profundicemos todo su sentido y trascendencia, y no temamos producirlas en público y citarlas a los eruditos y a los sabios.
Si así no hacemos, acaso no esté lejos el día en que el historiador y el filósofo, el sabio y el erudito, vengan a buscar en ese misal, en ese breviario y oficio de la Iglesia católica, la solución del enigma del mundo, la confirmación y aplicación de su ciencia. Y lo harán así, no hay que dudarlo, porque ahí se encuentra la palabra de Dios, del Señor de las ciencias, del único que puede instruirlos sobre todas esas, grandes cuestiones.
Y mientras llega este deseado momento, y para acelerar su venida, convidaremos a todos los hombres de nuestros días a que dirijan con nosotros al cielo la siguiente plegaria que tomamos de nuestro oficio y que estamos ciertos les parecerá bastante bella.
«Escuchad, Señor, los ruegos de vuestra Iglesia, para que cesando nuestros males, desapareciendo lodos los errores, podamos serviros con libertad tranquila».
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