Cristo Nuestro Señor, Rey de toda la Creación y dueño absoluto de la Historia y de todos sus acontecimientos, ha querido disponer, con su divina Sabiduría, que la fiesta de Su Natividad esté rodeada por una hermosísima y nutrida corona de mártires. Esta feliz paradoja la resume con agradables armonías el antiquísimo villancico inglés Wolcum Yole, que traza, en vertiginosos versos, la lista: Santo Tomás Apóstol, San Esteban, Martyr One, San Juan Evangelista, los Santos Inocentes… Habría que añadir a Santa Anastasia, festejada el mismo día 25; y al mártir inglés por excelencia, que celebramos hoy, y que dejó su sangre y su vida en las baldosas de su catedral metropolitana, que no era otra que la primada de Inglaterra, Canterbury.
Cuando Inglaterra dejó de ser católica se ensañó particularmente contra dos cosas santas, venerables: el monacato y el culto de los santos. No deja de resultar paradójico: cuando las sectas protestantes deciden escindirse de la raíz vivificadora de la única Iglesia de Cristo, so pretexto de proteger mejor y más adecuadamente su singularidad nacional y popular, comienzan por destruir, precisamente, aquello que es, a un tiempo, lo más católico (es decir, universal) y lo más susceptible de adquirir un color local perfectamente propio, castizo e incomunicable. El monacato inglés y los santos típicamente ingleses son la cosa más inglesa que hay y acabar con ellos no supone en absoluto una declaración de independencia cultural respecto de Roma, sino una completa abdicación de todo lo que hay de santo y de bueno en la propia cultura.[1] Cuando Inglaterra dejó de ser católica arrasó los monasterios, expulsó o asesinó a los monjes y destruyó hasta la más leve traza del culto a sus santos, en especial, de aquel que se había atrevido a plantarle cara al Leviatán —en la persona de Enrique II— en defensa del honor de Dios.
El conflicto entre las ansias de Enrique II por ampliar su poder a costa de las libertades de la Iglesia y la justa oposición del primado, Tomás Becket, antiguo amigo y consejero del monarca, se había ya saldado con amenazas de encarcelamiento, huidas, exilios, intercambio de decretos reales y bulas pontificias y alcanzó el paroxismo en los últimos meses del año de gracia de 1170, cuando el rey, exasperado por la insoluble querella con la clerigalla anglonormanda, en un ataque de furia, espetó a los caballeros que le acompañaban: «¿No habrá nadie capaz de librarme de ese sacerdote turbulento?». El resto, como los sesos ensangrentados del arzobispo esparcidos sobre las losas de mármol, es historia trágica de la expansión del reino de Nuestro Señor.
Los tiempos de los mártires han quedado hoy, según dicen, ampliamente superados. Que la legislación de países tan avanzados como China, India, Australia y Nicaragua oponga gravísimos obstáculos a la actividad de la Iglesia, en la medida en que no implique, necesaria y directamente, el derramamiento de la sangre de los católicos no quiere, en absoluto, decir que la Iglesia esté siendo perseguida.
No. En 2023 ya no hay Estados totalitarios encarcelando las tocas y sotanas, ni déspotas furibundos que entregan a la tortura y a los verdugos a quienes confiesan su fe en Nuestro Señor; tampoco está ya prohibido asistir y celebrar Misa, aunque las más recientes prohibiciones no datan de la Inglaterra isabelina o de la Ginebra calvinista, sino del Occidente progresista en plena crisis del Covid… No. La única sangre que se derrama cada día en las iglesias católicas de todo el orbe es la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que bajo la especie eucarística del vino es consagrada y consumida por los sacerdotes.
Nunca está de más recordar los principios fundamentales de la doctrina eucarística católica, sobre todo en estos tiempos en los que los teólogos están mucho más ocupados en estudiar, dilucidar y predicar sobre asuntos muchísimo más relevantes para la salvación eterna de los feligreses, como la bendición de cosas absolutamente imbendecibles, la iluminación en las viviendas ilegales de los barrios más peligrosos y poco recomendables de la capital española y la manera evangélicamente adecuada de clasificar sus residuos domésticos.
Como todo el mundo sabe, en el santo sacrificio de la Misa, el sacerdote (y no el pueblo de Dios, la asamblea de los fieles, sino sólo el sacerdote) consagra el pan y el vino, previamente ofrecidos a Dios Padre Todopoderoso como sacrificio propiciatorio, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, Nuestro Señor. Los consagra por separado, pues el santo sacrificio de la Misa consiste, formalmente, en una representación del sacrificio del Calvario: «re-presentación», sería tal vez más preciso: el Sacrificio del Calvario fue único y suficiente para redimir a toda la humanidad o, más bien, a todos aquellos miembros de la humanidad que tengan a bien aprovechar las infinitas gracias adquiridas por Cristo gracias a su muerte en la Cruz. Y, sin embargo, Nuestro Señor en Su inmensa Misericordia y Amor por sus criaturas, quiere que en cada Misa podamos asistir, de nuevo, a Su misión de redención, gracias a la consagración de Su Cuerpo y de Su Sangre, separados sobre el altar, como fueron separados, una vez y para siempre, sobre el altar del Calvario.
Pero Nuestro Señor ya no muere más ni vuelve a sacrificarse más, sino que está sentado a la diestra del Padre, gozando de una gloria eterna e inmarcesible. Así que, cuando el sacerdote (y no el sentimiento compartido, ni la fe del pueblo de Dios, ni la democracia mística sinodal) consagra el Cuerpo de Cristo, bajo la especie del pan no sólo se encuentra el Cuerpo de Jesucristo Nuestro Señor, sino también Su Sangre, Su Alma, Su Humanidad y Su Divinidad. Cristo no está dividido en el Cielo; por lo mismo, en el cáliz que contiene la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor, se hallan también, por concomitancia, dicen los teólogos, el Cuerpo, el Alma, la Vida y la Divinidad. Cristo todo está en cada especie y hasta en la más ínfima partícula y minúscula gota.
Por eso resulta absolutamente imprescindible que el sacerdote (y no el pueblo, los ministros extraordinarios, ni la señora Blasa que le lleva la comunión a los enfermos de la parroquia) ponga la máxima atención y maneje las sagradas especies con el máximo cuidado: una gota de vino consagrado que se derrama sobre el altar, que impregna el blanquísimo e inmaculado lienzo con el que se protege la piedra sacrificial, no es una mancha indeleble cualquiera sobre un tejido cualquiera de lino; es la Purísima Sangre de Nuestro Señor Resucitado, es decir, Nuestro Señor Resucitado en persona (Hombre y Dios, en Cuerpo y Alma), como tantos y tantos miles de gotas de Su Preciosísima Sangre que se derramaron, desde Su prendimiento en el Huerto de los Olivos hasta Su muerte en la Cruz. Una gota de vino consagrado que cae es un escándalo, es una gota de Sangre (que habría bastado para redimir a todos los hijos de Adán), arrojada al polvo, absorbida por el sediento leño de la Cruz. Todos estamos de acuerdo en que un sacerdote que derramase una sola gota del cáliz ya consagrado sería extremadamente irresponsable y sacrílego.
Exactamente de la misma manera, una partícula de la Hostia que se separa del resto y que cae al suelo no es una miguita de pan bendito arrojada al polvo. Es el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo (tan Cuerpo y, por tanto, tan Sangre, Vida, Divinidad, etc. como el resto de la Hostia) arrojado al polvo y, quizá, pisoteado por los viandantes. Como Nuestro Señor cuando cayó por tres veces camino del Calvario.
Entre los católicos que pensamos, de cuando en cuando, en estas verdades tan fundamentales, el problema se plantea de manera absolutamente excepcional o no se plantea para nada; porque asistimos a Misas en las que los sacerdotes han recibido, o al menos se les presume, una exquisita formación teológica y litúrgica y, sobre todo, porque en las Misas a las que asistimos, los sacerdotes son los únicos a los que puede sucederles la catastrófica desdicha de derramar una gota de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor o de dejar caer una partícula de Su Divino Cuerpo. Pero muchos, muchísimos, demasiados católicos asisten a misas en las que se manejan las sagradas especies de cualquier manera y en las que se comulga de pie, o de paseo, en la mano, en las que las Hostias pasan de unas a otras manos sin consagrar como patatas fritas o cañas de cerveza, aumentando, así, exponencialmente, el riesgo de que una, o algunas, o muchas partículas del Sacratísimo Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo se adhieran a manos laicas que no van a purificarse inmediatamente después sobre el altar, o sobre las chaquetas y los vestidos de los feligreses, o que caigan al suelo y sean pisoteadas, desmenuzadas y destrozadas por cientos de pies descuidados. Y una partícula del Cuerpo de Nuestro Señor (sí, nos repetimos, pero esto es importante), no es sólo pan, ni pan bendito, ni sólo el Cuerpo del Señor, sino Nuestro Señor entero. Resulta que, por un prurito de no sé qué piedad eucarística ridícula, nos tomamos la libertad de toquetear al Señor, con el evidente peligro de acabar derramando Su Sangre y de arrojar a nuestros inmundos pies al Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador del Cielo y de la Tierra.
¿Quién nos librará de esos comulgantes irrespetuosos?
No, no es una amenaza; nadie derramará a golpes de espada la sangre de los que no comulgan en la boca y de rodillas; son los que comulgan en la mano y sin respeto los que acaban vertiendo, ignominiosamente, la Sangre del Señor en las baldosas de cualquier iglesia de barrio.
Que tengan Vds. un nuevo año un poco más católico y santo que este que se va: les propongo, como propósito para 2024, dejar de comulgar como quienes no saben lo que comulgan.
[1] Por eso, dicho sea de paso, es santo, bueno, conveniente y motivo de alabanza que tantos padres católicos perseveren en llamar a sus hijos Hernán, Pelayo, Covadonga, Leocadia, Isidro… Y por eso, también, España, si quiere conservar alguna esperanza de restauración católica, no puede permitirse el lujo de perder sus especificidades monásticas y litúrgicas en general, y la Orden de San Jerónimo en particular.
G. García-Vao
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