¿La Iglesia de los carismas o el americanismo eclesiástico?

ASÍ COMO LOS CATÓLICOS LIBERALES IGNORABAN LA CRISTIANDAD COMO META, LOS NUEVOS «CARISMAS» SE DESENTIENDEN DE LA IGLESIA JERÁRQUICA, DEDICÁNDOSE POR Y PARA SÍ MISMOS

La torre de Babel (Brueghel)

Parece haberse asentado la llamada «Iglesia de los carismas». Desde el siglo XX, grupos y fundadores han aflorado como setas, poblando el panorama eclesiástico de una magmática situación configurada por diversidad de grupos. Dicha heterogeneidad parece justificarse según los carismas del Espíritu Santo, respondiendo cada grupo a un don o gracia o, simplemente, tomándose a modo de metáfora para expresar la Iglesia «diversa». No obstante, a medida que pasan los años, no dejan de evidenciarse las caras ocultas de estos nuevos movimientos; y no me refiero —eso daría para otros muchos artículos— a las excentricidades de cada uno, sino a la lógica que subsiste bajo la llamada «Iglesia de los carismas». 

Los carismas, nos recuerda Francisco Canals, son aquellas gratias gratis datae, dones sobrenaturales al servicio de la beatitud del alma y de la Iglesia. Así, nos advertía el maestro barcelonés, una concepción «carismática» cifrada en la individualidad o ajena a la jerarquía de la Iglesia es necesariamente una concepción desordenada que no merece la atribución del carisma.

Los nuevos «carismas» encuentran una serie de características que abordaré sucintamente, pues me resultan reveladoras. Primeramente, todos encuentran en sí la figura sustancial del fundador. Éste no parece alinearse con las clásicas historias de las órdenes o fundaciones, sino que opera más bien como una especie de oráculo, alguien a quien Dios le ha revelado un mensaje y solo él puede llevarlo al mundo, razón que le anima a la fundación. La nueva fundación no sería tanto un soplo del Espíritu Santo en el corazón de un alma para su acción, más bien opera como una voluntad que cae del cielo y es revelada al fundador. Ello favorece multitud de abusos de todo tipo que han proliferado en dichos grupos, siendo los más notables los referidos a la conciencia, pues lo divino y lo humano son difícilmente separables en la figura fundacional.

Los nuevos grupos, por ello, tienen una concepción de sí única y particular. Son la voluntad de Dios concreta en este momento concreto. En tanto que revelados, no tienen mancha, siendo sus errores atribuibles a los individuos concretos, pues la fundación ha sido bendecida —así lo afirman los fundadores— con el dedo de Dios. Es lógico entrever que se desliza la tendencia en estos grupos a ser autorreferenciales; la Iglesia los necesita, por lo que su mejor «servicio» consiste en dedicarse a ellos exclusivamente, siendo accidentales sus relaciones con la estructura jerárquica de la Iglesia, cuando no interesadas, persiguiendo algún nombramiento pastoral o jerárquico. 

No es casualidad, por otro lado, que dichos grupos hayan sido alumbrados en torno al siglo XX. Si el siglo XIX representó el hundimiento de la concepción católica de la política, el siglo XX quedó marcado por la incidencia de los Estados nuevos en las sociedades; así, el siglo XX es el momento del hundimiento de las sociedades católicas. El liberalismo católico, empecinado en la mundanización de los fieles, va avanzando en sus conquistas, y queda ya muy lejana la restauración del régimen de Cristiandad, siendo tentados los católicos con la maniobra americanista de la «nueva cristiandad». En un contexto de secularización, de desaparición de la sociedad cristiana, la derrota parece consumarse.

Pero este viraje de hechos en el plano político y social no deja inerme a la Iglesia. Ésta queda reducida a un cenáculo cada vez más estrecho; combativos en la teoría y temerosos en la práctica, los eclesiásticos asisten a su paulatina irrelevancia ante el mundo moderno apóstata. He aquí que surgen algunos fieles que pretenden solventar la cuestión.

Los fieles han de abandonar todo combate político y ceñirse a la «restauración» cristiana. Ésta última, ayuna de toda trascendencia política, parece moverse en torno a parámetros exclusivamente devocionales o individuales. Surgen, así, los carismas en un contexto imposible de evitar y que los hipoteca, a mi juicio, notablemente, dado que emulan las consignas de la «nueva cristiandad» en el seno de la Iglesia, esto es, responden a la concepción americanista de la Iglesia.

De esta forma, observamos que así como los católicos liberales ignoraban la cristiandad como meta, los nuevos «carismas» se desentienden de la Iglesia jerárquica, dedicándose por y para sí mismos. En la línea americanista de la neutralidad pacífica, los nuevos «carismas» pregonan la heterogeneidad del pueblo de Dios, fundando en ella su unidad. Además, quedan hipotecados con un problema de naturaleza sociológica. La pérdida de la sociedad cristiana llevó, y lleva, a muchos fieles a buscar sucedáneos de aquélla, pues la vivencia de fe no se concibe de manera atomizada. Estos nuevos carismas, clericalmente, han emulado las sociedades cristianas, configurando «comunidades» con asociaciones, colegios, grupos, encuentros…, todos ellos autorreferenciales, que se presentan como una caricatura de las viejas sociedades cristianas. No hace falta mencionar que la confusión de lo humano y lo divino combinado con esta concepción comunitarista del grupo ha implicado consecuencias cuya trascendencia el tiempo irá revelando, pero que intuimos.

En resumen, parece que el abandono de los deberes de militancia de los seglares, sustituidos por las obligaciones contraídas con grupos devocionales ha implicado no sólo la difuminación de la estructura jerárquica de la Iglesia, sino también de la estructura orgánica de la sociedad cristiana. Y es que, pese a los cantos de sirena del apoliticismo americanista eclesiástico, Madiran nos advertía que el fondo religioso de la contienda no es contrario a que su desarrollo se haya realizado en el plano político y social. La reacción ayuna de esta observación no trascenderá del plano individual o, si lo prefieren los nuevos «carismáticos», devocional.

Miguel Quesada/Círculo Hispalense  

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