Los pactos y la paz

Con el diablo ni se discute ni se dialoga. Con Bildu, tampoco

Joseba Asiron, de EH Bildu, nuevo alcalde de Pamplona. Foto: El Periódico

Al principio me apetecía escribir un artículo sobre el desalojo de Cristina Ibarrola de la alcaldía de Pamplona; luego, cuando se despidió del cargo demostrando, una vez más, más allá de toda duda razonable, que los de UPN, como sus amigos del PP, son unos clasistas de la porra, ya no. Y, más tarde, pensé que Pamplona no deja de ser una de las ciudades carlistas por excelencia y que el asunto merece una atención especial.

Por otra parte, que la derecha española está transida del más vomitivo economismo moral[1] no es ninguna novedad; como no lo es que en el PSOE el sistema de castas no se basa en el vulgar criterio del dinero, sino en el del mayor o menor poder; y como tampoco lo es que el resto de los socios del Gobierno español, en lugar de jerarquía escalonada, poseen una dialéctica amigo/enemigo tan estricta y simple como funcional: «pura raza vasca[2]/aborto de Satán». Así que no vamos a cargar las tintas contra la derecha española por ejercer su papel de derecha española.

Y, más interesante y novedoso aún que, pese a su exquisito pedigrí de burguesa advenediza, Cristina Ibarrola podrá presumir algún día ante sus nietos de ser el primer cargo democráticamente electo al que ETA expulsa de las instituciones sin necesidad de alojarle una bala en el cráneo, lo cual debería de ser para ella, pese a todo, motivo de regocijo.

Lo bueno de estar viviendo los años más democráticos, esplendorosos, rutilantes y socialistas de la Historia de Euskal Herria, de España y del Universo Conocido (y Cognoscible), es que ETA, o Bildu, o los Partidos Progresistas Unificados de Euskadi, o el PSN, o como quiera que se hagan llamar ahora esos distinguidos demócratas y sus amigotes, ya no necesitan cosas tan groseras como zulos, balazos en la nuca o la connivencia culpable de la rancia burguesía de San Sebastián y de Bilbao asistiendo con bostezos distraídos al asesinato de tenientes de alcalde comiendo en restaurantes para poder apoderarse impunemente de los últimos resortes de libertad del pueblo vasco del País Vasco (antes ciudadanos del Reino de Navarra); ahora les vale sólo con que alguien, en Moncloa, decida darle una patada hacia arriba a cierta concejala excesivamente locuaz, nombrándola Ministra de Escrutinio de Afilalápices o Ministra Superintendente del Papel Higiénico de los Negociados de Ferraz, para que el resto de larvas parásitas democráticamente elegidas por el pueblo vasco y socialista de la capital de la República Vasca (antes, Reino de Navarra) pueda apoyar, sin cuitas ni conflictos morales, al representante de turno del sindicato del crimen que gobierna España por poderes cada vez que hay un socialista ejerciendo la Presidencia del Gobierno: ¡Gora Pedro!

Y eso que el Santo Padre —que todo ser humano que posea al menos dos neuronas en sinapsis medianamente funcional sabe que es más de la cuerda de los nuevos lacayos de Bildu que de la oposición— acaba de recordar, entre cita y cita de Lutero y petición y petición de rezar porque en la Santa Iglesia haya cada vez más maricones y transexuales y menos católicos, que no debemos ni discutir ni dialogar nunca con el demonio: ¡Gora Francisco!

Claro que, como todo documento, palabra, palabro, palabrota o exabrupto emanado de los labios o de la pluma pontificia o de sus satélites, en ese finísimo lunfardo que deja a Cervantes y a Calderón a la altura de un quinto sótano, la invitación admite interpretaciones variadas y variables, a gusto del consumidor (antes, feligrés).

En un sentido católico, en plan rancio, de Código de Derecho Canónico, sometido al control de casposos señores con sotana y alzacuellos que bisbisean fórmulas raras en latín —como si el latín fuese una lengua que tuviese algo que ver con la religión de Cristo, nacido en tiempos del Imperio Arcoiris de las Naciones Unidas, y no bajo la Pax Augusta—, decir que no hay que discutir ni dialogar con el demonio significa, lisa y llanamente, que no hay que tratar de razonar con la tentación ni con el Tentador, que hay que darle higas (como le decían a Santa Teresa que hicieran con el Señor aquellos garrulos de sus confesores) o marcharse a dar un paseo que nos cambie las ideas; significa, por otro lado, que con el mal no se hacen componendas, ni siquiera en aras de un mayor bien. Ni siquiera en aras de mantener la paz social, sea en Pamplona o en Vitigudino.

Significa, en general, que, al demonio ni agua, salvo que sea bendita y que se la arrojemos al hocico. Y, en particular que, a Bildu, ni una alcaldía, salvo que sea la de la anteiglesia (o postiglesia, mejor dicho) que les esté reservada en el inframundo.

No obstante, en un sentido neo-Todo, en plan de Iglesia de iglesias, de Iglesia-Madre, que acoge a todos salvo a los señores casposos con sotana y alzacuellos que se han tragado un Código de Derecho Canónico y que dicen que no hay que permitir que los pecadores públicos y no arrepentidos se acerquen a consumir el Sacratísimo Cuerpo y la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo por el mal ejemplo, sino porque el archicasposo de San Pablo dice que el que tal hace, come y bebe su propia condenación; en un sentido, digo, moderno, acomodado a las orejas piadosas de tantos y tantos creyentes que no saben en qué creen pero que saben, positivamente, que no temen ni a Dios ni al diablo, no discutir ni dialogar con este último significa, lisa y llanamente, que no hay que poner trabas ni objeciones a sus sugerencias, cualesquiera que éstas sean y que hay que aceptarlas ciega y confiadamente. No hay que discutir con el diablo como no hay que discutir ni responder a una madre buena y piadosa: hay que escucharla sin rechistar.

Significa, en general, que si la descomposición moral de Occidente es tal que los sodomitas y los adúlteros se sienten conflictuados mientras se rebozan en la podredumbre de su pecado porque la Santa Iglesia de Cristo, —en la que no creen, en la que se ciscan y a la que desearían, espumarajeando de rabia, ver arder a sus pies— les recuerda, a cada tanto (o a cada mucho) que se refocilan miserablemente en un cieno pestífero que, salvo arrepentimiento o milagro les ha de conducir a su eterna condenación, lo que la Iglesia debe hacer es reconfortarles en su pecado, en su podredumbre y en su miseria. No porque a la Iglesia le importen una higa las almas de los sodomitas y de los adúlteros, que resulta evidente que no; sino porque a la Iglesia le importa ya sólo quedar bien ante los príncipes y potestades de este mundo, que no son sino los acólitos, los comparsas o los viles lacayos del Príncipe de este mundo. Porque ni uno, ni mil, ni mil millares de millares de Fiducia supplicans de los más edulcorados, villanos y empalagosos, podrán opacar la terrible, espantosa y terrorífica verdad: quien no trata de salvar a quien se está ahogando, coopera decisiva y culpablemente a su muerte, aunque uno se vista de púrpura o de seda blanca; aunque uno lleve capelo o tiara.

Y significa, en particular, que si unos señores que matan gente alojándoles balas en la nuca, o sus acólitos, o sus comparsas, o sus viles lacayos quieren ocupar puestos con jurisdicción y mando y que el partido en el Gobierno puede otorgárselos, en aras de la paz social o para facilitar que esos mismos comparsas o acólitos o asesinos cobardes con bastones de alcalde sigan refocilándose en el mugriento fango formado por la sangre inocente derramada y por el polvo y el barro que arrojan a la cara de los supervivientes, el partido en el Gobierno no sólo tiene el derecho, sino aún el deber moral, espiritual y nacional de hacerlo, en aras de la paz social. Porque Cristina Ibarrola podría haber acabado como Gregorio Ordóñez o como Miguel Ángel Blanco, pero gracias al PSN y a su flamante nueva ministra con nombre de Teleñeco, sólo pasará a la historia como una alcaldesa clasista en el paro.

Con el diablo ni se discute ni se dialoga. Con Bildu, tampoco.

[1] Que consiste en la pérfida idea de que los códigos morales se aplican de manera diferente en función del volumen de la cartera del interesado.

[2] Cambiando, en su caso, «vasca» por «gallega», «catalana» o «víctima del franquismo».

G. García-Vao

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