Aunque su aparición en esta columna sea notoriamente más discreta que la de otras películas, una de mis favoritas, sin asomo de duda y que, además, tiene el mérito de ser española y de un cineasta no de izquierdas, es El Abuelo, de José Luis Garci. Basada en la homónima nivola de candilejas de Benito Pérez Galdós, en esta ocasión, el genio del cineasta supera con creces al del escritor.
Una de sus mayores virtudes, a mi entender, es que el clímax narrativo lo produce una escena absolutamente genial pero que para los puristas de la narrativa y demás batracios de aguamanil, constituye un ejemplo descarado de Deus ex machina. Abusar de semejante recurso puede ser, efectivamente, un rasgo de falta de genio literario (o cinematográfico). Pero escenas como la del cantil, bien merecen que Dios tome una iniciativa drástica y eficaz, lo haga en forma de arrepentimiento súbito o en forma de nieta rubicunda, como es el caso.
El muy desengañado D. Rodrigo de Arista Potestad, conde de Albrit, señor de Jerusa y de Polán y un largo etcétera(e interpretado, además, por Fernando Fernán Gómez); y el muy engañando Pío Coronado (Alonso), que sufre la triple condena de ser esposo, padre y filósofo, han decidido, de consuno, poner fin a sus respectivas amargas existencias. Lo que comenzó como una gentileza —nobleza obliga— de D. Rodrigo, dispuesto a darle a D. Pío el «empujoncito», desde el borde del acantilado, que su «cobardía» [¿que su conciencia…?] le ha impedido una y otra vez franquear, se convierte al final de la película en una tentativa conjunta de suicidio, que el bueno de D. Pío, no obstante, intenta por todos los medios evitar:
«— ¡Qué fría estará la mar…!», exclama D. Pío, encaminándose hacia el borde del cantil, al pie del cual rugen, feroces y hambrientas, las olas del Cantábrico. «— Dios mío, ¡perdónanos!», musita, santiguándose, cuando ya ambos se aprestan a dar el salto fatal.
Y, sí, debe de ser que Dios les perdona, porque en ese preciso instante, el viento que agita las pónticas fauces les trae también los ahogados ecos de un ángel en forma de Dolly, la nieta del conde D. Rodrigo, que viene en su busca, corriendo desde la estación de tren, donde ha dejado a su madre y a su hermana camino de Madrid:
«— …Y, ¿Quién va a cuidar de ti, abuelo?»
Siguen unas cuantas cosas más que determinan al conde a dejar para cuando Dios lo tenga a bien lo de pasar a mejor vida. Sin embargo, D. Pío, a quien ninguna nieta ha venido a rescatar de las puertas del abismo, ni con mandato divino ni sin él, antes de que la ya sí alegre compañía deje aquellos pagos, requiere discretamente a su ya ex camarada de suicidio:
«— ¡Eh, Don Rodrigo…! Que queda mi asunto…»
Rodrigo, que ha brillado por muchas cualidades durante la película, pero no precisamente por la delicadeza y polideza de sus modales, le espeta:
«— ¡Arrodíllate!»
Y entonces, desenvaina su bastón que, visiblemente, funge también como señorial espada, y parece que va a rebanarle su miserable y tristona cabeza, pero no.
«— Pío Coronado, gran filósofo… Yo te nombro mi amigo», frases que acompaña, como ya habrán adivinado, con los espaldarazos de rigor, pues en todo conde que se precie, la amistad no es ni más ni menos digna, noble, honorable ni comporta más ni menos deberes recíprocos que la andante caballería.
No me consta que ninguno de los ilustres pensadores que han dedicado su tiempo a dilucidar cómo y por qué nos hacemos amigos unos de otros hayan dado en definir la ordenación o la solemne investidura como la causa formal de la amistad, aunque ya andarán sospechando que la idea me parece altamente interesante.
Como suele ser habitual, todo lo que todos los que son alguien en filosofía han dicho, puede resumirse a Platón o a Aristóteles. Si se me permite (y claro que se me permite, ¡faltaría más!) arrojarles una fórmula sintética, pedante y matizable hasta el infinito pero que quedará muy bien ante audiencias semi-cultas: Platón es el filósofo que hace las preguntas adecuadas; Aristóteles es el que da las respuestas adecuadas y Santo Tomás de Aquino, el que da unas y otras adecuadamente.
Se ha dicho de los amigos que son «la familia que uno elige», lo cual siempre me ha parecido, en el mejor de los casos, una sandez. Y en el peor, un síntoma más del egoísmo fundacional de nuestra época.
Las semejanzas son más de las que puedan aparecer a simple vista. Porque el que tiene amigos de verdad, sabe que la amistad puede llegar a ser tan profunda, fecunda y fundamental en su existencia como la relación con sus más próximos y queridos parientes. Pero no es menos consciente de que las relaciones «puramente» amistosas, pueden llegar a ser tan exigentes, extenuantes y a implicar tantos deberes mutuos como las relaciones de parentesco.
Lo que distingue a unas de otras es, ciertamente, su génesis que es, precisamente, genética, en las de parentesco, mientras que, en la amistad, no. Su origen, sin embargo, no es tampoco una voluntad deliberada: no elegimos de quien nos hacemos amigos, igual que no elegimos de quién nos enamoramos. Aunque, ciertamente, sí que tenemos mucho margen de decisión a la hora de decidir qué amigos conservamos y a cuáles mandamos a paseo.
El Lisis de Platón, que merecería un comentario in extenso que tal vez acometamos algún día, presenta a Sócrates en entrañable diálogo con dos jóvenes amigos, con la ayuda de los cuales el sabio trata de averiguar cuál pueda ser la causa verdadera de su mutuo afecto. La semejanza parece quedar descartada, por el argumento, no exento de buena lógica, de que nadie busca en un tercero lo que ya posee en sí mismo. El afecto entre contrarios parece también desdeñable, mal que les pese a muchos romanticoides contemporáneos. Una idea interesante se empieza a abrir camino, cuando los tres interlocutores parecen llegar a la conclusión de que el odio compartido o, si lo prefieren, la pugna conjunta contra un enemigo común, puede atraer a distintas personas al mutuo aprecio. Esto, señala con acierto Sócrates, nos llevaría a concluir que un mal puede ser la causa de un bien, lo cual resulta, cuando menos, chocante.
Las consideraciones del Estagirita, por su parte, vertidas en los más interesantes capítulos de su Ética a Nicómaco, proceden mediante un análisis casi científico, que el Doctor Angélico termina de exponer con su pluma, siempre a medio camino entre el escalpelo y el plectro: para que nazca la amistad, es necesaria una cierta semejanza, pero no total; una cierta comunidad de vida y, sobre todo, unas miras comunes que permitan a ambos miembros avanzar y auxiliarse mutuamente en la consecución de un mismo fin que, por lo mismo, debe ser comunicable; esto es, un amor compartido. El fin, apostillan ambos, tiene que ser bueno y honesto, evidentemente. De lo contrario, como ya han aventurado algunos, quizá más que de amigos, de lo que haya que hablar sea de amigotes.
Siempre me pareció que, quizá por extremadamente secundaria y por no interesar a un examen puramente filosófico de la cuestión, quedaba siempre en el tintero un detalle importante que puede, por cierto, darle su parte de razón a Lisis y a Platón: en toda amistad hay, también e inexorablemente, una parte de lucha conjunta contra el mal, al menos contra los males que puedan ser obstáculo a la consecución de ese fin común que hemos mencionado. Quizá, aparte de las causas que contribuyan al nacimiento y a la perfección de toda amistad, habría que tener en cuenta que, lo que contribuye de manera casi definitiva a mantenerla viva y a hacerla crecer, no son los amores, ni los odios, sino las penas compartidas.
Don Pío y Don Rodrigo no son amigos cuando están a punto de tirarse desde lo alto del cantil; por la sencilla razón de que lo que pretenden poner en común es un mal y uno de una especie y de una gravedad relativamente gigantescas. Sin embargo, su mutua puesta en común de sus respectivas miserias existenciales les coloca en una situación privilegiada para que, ante la aparición de una causa final buena y comunicable (que es cuidar de su nieta, que lo es tanto de uno como de otro, al fin y al cabo), la cuestión quede saldada con pocas palabras y gestos sencillos: un espaldarazo que confirma, ahora sí, lo que todos llevábamos esperando media película: que D. Rodrigo y D. Pío sean, verdadera y plenamente, amigos.
Que sellar una amistad requiera la puesta en común de nuestras propias tristezas, pequeñeces y miserias e, incluso, a menudo, que los amigos se las provoquen mutuamente, no forma parte, desde luego, de una definición formal y teorética de la amistad. Forma parte, probablemente, de toda amistad tal y como es moral y antropológicamente posible entre seres humanos pecadores que peregrinan en este valle de lágrimas. Está claro que en el Cielo las amistades ya no tendrán parte con las penas compartidas, porque allá, Dios enjugará toda lágrima. Pero aún no hemos llegado allí y no tenemos derecho alguno, ni siquiera por el bien de nuestras amistades, a adelantar nuestro tránsito:
«— Dios mío, perdónanos: esta es toda la amistad que podemos procurarnos los unos a los otros».
G. García-Vao
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