Roma no paga traidores. Lo bueno de vivir en nuestra época, es que Roma puede permitirse el lujo de seguir sin pagar a los traidores, porque los traidores hacen su trabajo gratis y de muy buena gana. Y, sí, ya sé que la frase no se aplica a la Sede, sino a la Urbe, pero lo bueno de las metonimias es que son metonímicas.
En medio de la disolución total de hasta los más elementales principios de la ética y de la moral en Occidente, Roma (la Sede, la Urbe, o quizá ya sólo la metonimia), insiste machaconamente en que no hay que juzgar, ni corregir, ni enseñar, sino escuchar, compartir y acompañar.
Acompañar, por más que lo indiquen numerosas declaraciones romanas (más que metonímicas, metafóricas, cuando no simplemente equívocas), significa algo más que «caminar juntos»; lo cual quiere decir, en buena lógica, que «acompañar» no es sinónimo de «caminar juntos». Este párrafo parecerá una perogrullada; pero no lo es.
Algunos dirán que, efectivamente, no se trata de lo mismo, pues dos personas que caminan en dirección de una estación de tren, por ejemplo, caminan juntas, sin por ello acompañarse. Pero aquí «caminar juntos» se toma en un sentido puramente material, que no es ni el que nos interesa ni el que pretenden significar las numerosas declaraciones emanadas de Roma (de la Sede).
Caminar juntos parece implicar una cierta comunidad por razón del fin; comunidad que puede ser completa («caminamos juntos desde la salida de la estación de Recoletos hasta el monumento a Blas de Lezo»); o parcial («caminamos juntos un trecho del camino, hasta que ella se fue a mano izquierda hacia la Plaza de la Independencia y yo seguí recto por Jorge Juan»). Acompañar, a nuestro modo de ver, incluso sin salir de su acepción puramente física, significa no sólo una plena comunidad en cuanto al fin material del camino conjunto, sino una cierta aquiescencia en cuanto a la bondad y razonabilidad de ese fin: «Acompañé a mi padre al médico», «acompañé a mi hija hasta el altar». Cuando uno camina junto a otro, puede ser, exclusivamente, por pasar un rato junto a él; cuando uno le acompaña, en cierto modo, está dando su consentimiento y manifestando su perfecta connivencia con el camino elegido por su acompañado. De ahí, naturalmente, el sentido derivado, que consiste en acompañar, no los pasos, sino los pensamientos y los estados de ánimo: «Te acompaño en el sentimiento».
Resulta de lo más conveniente saber de qué estamos hablando cuando nos piden que acompañemos a alguien.
Tomemos como ejemplo la vida de Don Juan Tenorio tal y como nos la cuentan Mozart y Da Ponte en Don Giovanni[1]: durante la ópera, en numerosas ocasiones dos personajes caminan juntos y, sin embargo, no se acompañan en absoluto. Incluso se da el caso de que un personaje, como Doña Anna, sea obligada a caminar junto a Don Giovanni hasta dar cumplimiento al inmundo fin que éste se propone, sin que por el hecho mismo la infeliz joven le acompañe en absoluto en sus libidinosos sentimientos. Poco después, Doña Elvira acompaña, un poco a su pesar, a Leporello, para que éste le muestre el infame catálogo de conquistas de su amo y, sobre todo y en realidad, para quitarle a Giovanni de encima la deshonrada e indignada dama. No podemos deducir que Doña Elvira consienta plenamente o acepte en su integridad las maniobras de uno ni de otro. Es un acompañar puramente pasivo.
Sin embargo, al final de la obra, el temible Comendador vuelve de entre los muertos para llevar a cabo un acto de justicia reparadora, en nombre seguramente del Cielo, aunque él claramente no se encuentre allí. Y el Comendador quiere volver a sus subterráneas moradas acompañado de aquel que le ha enviado a ellas y que, a fin de cuentas, las merece mucho más que él. Tras una estelar (o tenebrosa) aparición, el convidado de piedra convida a su huésped, que tiene el rostro de piedra, también, a venir con él:
«—Dame la mano, Giovanni…»
Y Giovanni va y se la da, aceptando así con pleno conocimiento de causa acompañar a su otrora víctima, hasta donde le quieran llevar sus pasos.
Cuando Roma nos pide que acompañemos a quienes se encuentran en «situaciones objetivas de pecado», ¿qué nos está pidiendo, exactamente?
Es evidente lo que no nos está pidiendo: no pretende que, las escasas almas inocentes y puras que queden por el mundo vayan por ahí haciendo alarde de sus virtudes ultrajadas por la podredumbre moral que les rodea. Roma no niega el derecho de ciudadanía a las Annas que, lejos de acompañar a los pecadores en sus devaneos, ponen el grito en el cielo anunciándoles que sus caminos les alejan más y más de la salvación y que, si no se corrigen, darán con sus huesos en una oscuridad sin término. Que haya almas inocentes y puras, nos dice Roma, está muy bien. Pero que se callen y no molesten.
Tampoco pretende Roma que, cuales despechadas y ajadas Elviras, vayamos por el mundo señalando a los demás sus faltas y pecados, porque nosotros no somos quién para juzgar. Ni siquiera, aunque, como Elvira, comencemos nuestra invectiva contra el pecado y sus agentes reconociéndonos, nosotros mismos, pecadores. La Elvira mozartiana ejerce un rol teológico de primer orden de pecadora arrepentida, cual una María Magdalena o una Thais: «¡Mírame, Giovanni! Y mira en mí, no ya a una víctima de tus embustes, sino una imagen profética de tu propio porvenir: penando y lamentándote por tu vida crapulosa». No. Roma no quiere que guiemos, que orientemos ni que corrijamos a quienes se refocilan, conscientemente o no, en el cieno pestífero del pecado mortal. Roma sólo quiere que los acompañemos. Pero, ¿adónde?
Porque, si resulta que se han convertido y que han decidido dirigir sus pasos hacia la Cruz y hacia la Salvación, por supuesto que es justo, necesario y conveniente que los acompañemos. Pero, entonces, no diremos que acompañamos a un homosexual, o a un divorciado vuelto a casar, o a un ateo militante; sino que los acompañaremos, como a cualquier otro cristiano, en su particular camino hacia la Beatitud.
Pero si Roma insiste en que acompañemos a «nuestros hermanos que viven en las periferias de la moral» y que los acompañemos, en cuanto tales; y que, resulta que ni por pienso pretenden alejarse un ápice de la senda que han elegido sino que, de nuevo, como viene siendo la tónica habitual en estos últimos tiempos, a lo que aspiran es a que, además, la Iglesia acepte sus miras y bendiga sus desórdenes, lo que Roma nos está pidiendo, en última instancia, es que tomemos el mismo camino que ellos; que les acompañemos hasta las puertas del siniestro Más Allá que han escogido y que, si nos da tiempo, demos media vuelta antes de entrar en él también nosotros:
«La religión del futuro es una religión llena de buenos sentimientos, pero no es fraternal, sino fratricida. Porque «acompañar» al que está empeñado en arrojarse al abismo no es un acto de caridad cristiana. Es una conducta propia de especies carroñeras que esperan poder alimentarse con los restos destrozados del incauto una vez que aterrice al fondo del barranco».[2]
Temo el día en que mi párroco me pida que «acompañe» espiritualmente a Andresín, que es trans, homosexual, militante del PSOE, votante de SUMAR, de una familia de evangélicos carismáticos y ateo:
«— Ven, Gildo, que te voy a presentar a un excelente muchacho que quiere caminar con nosotros… Pero, sobre todo, como nos ha enseñado la JMJ de Lisboa, ¡no trates por medio alguno de convertirlo a Cristo! ¡Andresín! Te presento a tu nuevo acompañante espiritual…
—¡Ah, encantado! Dame la mano, Gildo…»
[1] Que yo les recomiendo, encarecidamente, en la versión de Carlo María Giulini, con las voces de Eberhard Wächter, Joan Sutherland, Elisabeth Schwarzkpof y Luigi Alva
[2] Herrera de Novella, J., JMJ (I) Jornada Mundial Jipi
G. García-Vao
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