D. Rafael Gambra, a propósito de D. Melchor Ferrer (Melchor Ferrer y la «Historia del tradicionalismo español», Sevilla, ECESA, 1979), dibujó a finales de los años setenta una caracterización histórica del carlismo que hoy sigue brillando debido a su agudeza. Nuestra alusión en estas modestas líneas no responde a un ejercicio de erudición, sino a que la reflexión del profesor roncalés evidencia un análisis profundo que, como tal, adquiere una cierta resonancia de perennidad.
El primer grupo que Gambra expone en su texto es el referido al carlismo absolutamente religioso, esto es, aquellos que, con el tiempo, acabaron confundiendo la subordinación del orden político al orden religioso con una suerte de inmolación de la política en los altares sacros.
Esta actitud de cofradía o hermandad religiosa, origen de la escisión integrista materializada con el Manifiesto de la Prensa tradicionalista (Burgos, 1888), fue severamente criticada por D. Melchor Ferrer, atribuyendo a la llegada de los neocatólicos —desertores de un liberalismo cada vez más coherente— la causalidad de esta escisión. Dos son, en resumen, los puntos nodales del problema: una incomprensión de la importancia de la concreción política católica en la Monarquía Católica y sus titulares, y una actitud clerical que, a la postre, será operativa a la línea política eclesiástica del momento —demócratacristiana—.
Como he señalado con anterioridad, el análisis de Gambra no sólo puede catalogarse como una reflexión histórica, sino que puede ser leído como advertencia de lo que el carlismo no ha sido, ni es. Así, es claro que el alma integrista se levanta como un triste recuerdo de lo que ha implicado para un sector del tradicionalismo hispánico una incorrecta comprensión de las dos espadas; incomprensión no tan lejana en el tiempo en nuestros días. ¿Acaso es infrecuente encontrar supuestos carlistas desinteresados en la lealtad dinástica, dejándose llevar por esencias que difuminan las existencias? ¿No es común presenciar supuestos carlistas plegados ante las directrices eclesiásticas contemporáneas? No quisiera caer en injusticias. Es claro que comparar a los viejos integristas con el neocarlismo clerical contemporáneo es un abuso; baste, simplemente, mencionar algunas actitudes comunes a efectos de corolario, que es lo que pretendo.
Lemas como «Dios o nada» sirven de pretexto para esta actitud clerical y antipolítica que ha implicado, e implica, el integrismo. El carlismo, en esta situación, queda reducido a cofradía religiosa, grupo parroquial al servicio de la batuta del párroco, obispo o Papa de turno; esta insana obsesión por contentar a los eclesiásticos, como si éstos fueran los titulares legítimos del ejercicio del poder político, conduce, tristemente, a un abandono grave de las obligaciones para con el bien común, disfrazando de catolicidad el servilismo a las personas que encarnan paradójicamente las instituciones que contradicen en su práctica —al menos política—.
Además de una concepción nominalista, voluntarista y protestante del poder religioso como anulador de toda institución natural, el clericalismo que encarnó, y encarna, el integrismo ha sido el elemento de disolución más eficaz de la contestación cristiana del mundo moderno que supuso la doctrina social y política de la Iglesia. La sucesión de bendiciones a los enemigos de Dios y del Rey, con el paulatino y escandaloso asentimiento de la actitud integrista, parece no haberse detenido desde entonces; escándalos, en definitiva, cuya aparición supone un puñal adicional en el cuerpo cada vez más débil de la Cristiandad política. Antes, bendiciendo fácticamente las «monarquías» revolucionarias, hoy bendiciendo fácticamente los atentados contra la institución natural matrimonial. En esto último, por ahora, los autodenominados «carlistas» clericales parecen no haber seguido los vapores tóxicos clericales. Veremos con el tiempo.
(Continuará)
Miguel Quesada/Círculo Hispalense
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