
Como dije en otra ocasión, la política argentina está plagada de tópicos distópicos, de lugares comunes que fungen de suelo a ilusiones políticas de un futuro venturoso. Pero, sometidas a un análisis somero, no pasan la prueba ni de la historia ni del presente; entonces de nada sirven para el porvenir. Son mentiras, ficciones, mitos, engaños en suma, que en boca de los políticos se vuelven armas de doble filo como el facón que «se saca cortando».
Hoy me propongo considerar uno de esos tópicos que ha sido recurrente desde el nacimiento de la Argentina soberana e independiente: la machacada «unidad nacional», que ha retornado en el fracasado proyecto presidencial del equilibrista político kirchnerista Sergio Massa. En discursos varios durante su campaña habló de la unidad nacional como punto central de su plan político.
Pero antes de tratar de desentrañar qué quiso decir el ex ministro de economía de la Nación, quiero mostrar brevemente las etapas históricas de esa cacareada unidad nacional.
Las unidades nacionales
Cuando la revolución independentista, hace dos siglos, la unidad nacional se entendía primera y prioritariamente como «unidad territorial y geográfica». Había que delimitar las tierras del gobierno patrio ante la disgregación de los virreinatos. Pero como no podía haber solución a la unidad territorial sin encontrar el remedio a la forma política a adoptar, la unidad política se volvió capital.
Pero ambas formas de unidad se prolongaron en el tiempo haciéndose problemáticas. La unidad de las tierras ha estado en cuestión por litigios limítrofes hasta no hace poco. En el siglo XIX dependía de nosotros y de las emergentes naciones vecinas, no se resolvía unilateralmente. Y la que era solamente problema interior -la frontera con el indio, por caso- debió esperar hasta la década del 1880, y en estos días ha vuelto a resurgir ante los planteos indigenistas. La unidad territorial sigue sin resolverse.
En cuanto a «la unidad política» fue causa de división y de revoluciones hasta aproximadamente ese año de 1880, en el que los porteños y los «aporteñados» impusieron un federalismo centralista con base en el puerto de Buenos Aires, ahogando las economías interiores y convirtiendo a los gobiernos de provincia en apéndices del nacional. De más está decir que hasta el presente el problema se mantiene, lo que no es poco decir: la cacareada unidad política constitucional es un mentís al federalismo constitucional, un mentís a la división de poderes republicanos, otro mentís a la independencia de la justicia y un enorme mentís a toda la constitución, incluso la reformada en 1994.
Vino luego, en el tiempo, otra unidad: «la unidad jurídica» y con esta «la unidad monetaria», ambas cargadas de debates y nubarrones de dificultades, incluso de revoluciones, como la de 1890. Pero se puede decir que, para inicios del siglo XX, ambas estaban encaminadas. Así, al dar la vuelta el siglo estaba pendientes la unidad geográfica -en cierta medida lograda- y la unidad política, que nunca dejó de cuestionarse en cuanto a sus modos.
Las dos guerras mundiales, la extrema polarización mundial, trajeron la idea de una nueva unidad: «la unidad espiritual». A los liberales nunca les interesó, creían que bastaban las instituciones republicanas y el capital extranjero. Los católicos lo pretendieron pero tibiamente y nunca (o casi nunca) se convirtió en un proyecto político católico. Pero fue el peronismo el que la postuló y la puso en marcha, aunque ya en el final del segundo gobierno de Perón con el Plan Quinquenal de 1953: unidad social con aspiraciones de unidad de almas en la doctrina peronista que se hizo nacional.
Los liberales no lo soportaron y sus aliados multicolor tampoco. Lo derrocaron en 1955 y «el espíritu nacional» se volatilizó junto a «la unidad política», la de un gobierno nacional, que deambuló entre gobiernos civiles inestables y débiles, y gobiernos militares provisionales con ínfulas de convertirse en el vértice de una nueva unidad nacional.
Los años pasaron y en 1983 se alcanzó un consenso más o menos general en torno a la constitución y la forma política, una remozada unidad política convertida en «unidad democrática». Es esta la unidad que Massa quería reforzar y reformular, convocando a un acuerdo de las grandes fuerzas nacionales -los partidos políticos y los sindicatos. Punto y aparte.
La unidad democrática
Hace unas décadas protagonistas de la vida política insisten en la necesidad de un Pacto de la Moncloa a la argentina como remedio a las divisiones y desencuentros. No soy quien para valorar sesudamente lo que resultó del pacto peninsular, pero si debo juzgar por lo visto y leído, deja mucho que desear.
Por otra parte, la unidad política devenida «unidad democrática» es, como se dice por acá, una «engaña pichanga». Porque la democracia es un sistema que fomenta las divisiones y vive de ellas, hace fermentar las fragmentaciones de toda naturaleza y se nutre de cada una. La unidad democrática va alimentándose de los más diversos «socios» que ella misma genera: partidos políticos y partiditos, alianzas y contubernios, sindicatos y centrales gremiales, etc. Estos son los clásicos, pero los hay nuevos: feministas, LGTB, ecologistas, trabajadores independientes y desempleados, beneficiarios de planes estatales y aspirantes a ellos, los actores de la «cultura» (trabajadores culturales, de la educación, de la ciencia, etc.), movimientos sociales y muchos otros más.
La democracia crea las divisiones y, en un movimiento inverso, las suma al consenso democrático. Diástole y sístole. Contracción e impulso. Tendencias centrífugas y movimientos centrípetos. ¿Cómo hablar de «unidad nacional» si prácticamente todos están adentro y casi nadie afuera, si todos comen del mismo plato y muy pocos tienen hambre político que saciar?
Como dije, la unidad democrática es una «engaña pichanga», si ya todos están unidos o, cuando menos, revueltos en mismo amasijo. La unidad nacional que pregonan estos políticos es otra mentirilla que, sin embargo, varía la forma de la unidad: una unidad hecha a base de saliva (el consenso) y de intereses satisfechos de los actores del acuerdo.
¿Unidad nacional o unidad de la Patria?
Mientras tanto, Argentina sigue en busca de su unidad, cuando menos de la espiritual porque la unidad democrática no genera un espíritu común sino facciones interesadas. La unidad democrática ha destruido la unidad social, es cierto nunca alcanzada y pocas veces querida, al menos ha pulverizado la convivencia en la amistad
¿Es posible una unidad argentina que sea unidad de la Patria antes que de la Nación? Necesitamos una unidad patriótica que sea superación de la fracasada unidad nacional. La unidad de la Patria no es arqueológica, porque es actual; no es pragmática, porque trasciende las circunstancias. Tampoco es ideológica, porque ha de ser realista, que en el caso es lo mismo que justa. Punto y final.
Juan Fernando Segovia
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