Las tres almas del carlismo y sus corolarios (II)

EL PROFESOR GAMBRA HACE REFERENCIA EN SU REFLEXIÓN A DOS CUESTIONES EN RELACIÓN DENTRO DEL «CARLISMO VERGONZANTE»: DESESPERANZA Y CONVICCIÓN

Abrazo de Vergara

Siguiendo la caracterización de D. Rafael Gambra, a propósito de D. Melchor Ferrer, podemos distinguir una segunda rama dentro del carlismo histórico, de la que extraeremos algún corolario para la acción presente.

Se refiere el maestro roncalés al llamado «carlismo vergonzante», descrito como herederos familiares del carlismo, incluso con convicción intelectual, pero cuyas apetencias más o menos mundanas les condujo a una cierta desesperanza que, en última instancia, resultó operativa para esperar cualquier hecho que legitimase la deslealtad, desde el agotamiento de la línea directa de la dinastía legítima hasta la instauración «monárquica»  franquista, pasando por colaboracionismos con el régimen o traiciones disfrazadas de «nobles» reconciliaciones dinásticas. 

Subyace, a mi juicio, una tendencia lineal ascendente en el «carlismo vergonzante» que constituirá el objeto de mis reflexiones. No me centraré, pues, en las diversas motivaciones circunstanciales de cada uno de los carlistas que sustituyeron la lealtad por la seguridad a lo largo de los tiempos, sino  en el desarrollo de esta tendencia que, manifestando aparentemente los mismos frutos de deserción, ha ido evolucionando en negativo a lo largo del tiempo en lo tocante a su actitud profunda.

El profesor Gambra hace referencia en su reflexión a dos cuestiones en relación dentro del «carlismo vergonzante»: desesperanza y convicción. Es claro que, cuanto más nos retrotraemos en la historia del carlismo parece que las deserciones operan —lo afirma Gambra— no tanto por falta de convicción teorética, sino por desesperanza práctica. No obstante, a medida que la revolución se consolida el proceso no es constante. Veamos.

La revolución como «definición» negativa, se afirma negando el orden, esto es, el afianzamiento de la revolución precisa de la destrucción del orden social y político cristiano. La solidez de las convicciones, además, descansa en la efectividad del orden en buena medida, siendo comprensible que la disolución del orden reduzca el número de convencidos en su restauración. Por otro lado, el desarrollo revolucionario favorece la consolidación de las convicciones revolucionarias. Si combinamos ambas realidades encontramos un corolario: a medida que ha transcurrido el tiempo, la desesperanza ha ido nutriéndose con la anidación de contaminaciones de naturaleza ideológica, operativas a la deserción.

Así las cosas, es lógico que la derrota de las primeras guerras contribuyó a un cierto pesimismo, ligado a la desposesión de bienes y derechos que favoreció el trasvase de las clases más pudientes del carlismo. A medida que la revolución se consolidaba, la desesperanza no se presentó aislada, sino en connivencia con tentaciones colaboracionistas cada vez más notables, desde la falsa «Restauración» canovista hasta el régimen del general Franco. 

Hitos significativos más cercanos en el tiempo, como el II Concilio del Vaticano, la traición del expríncipe Carlos Hugo o la disolución moral pilotada por los franquistas que supuso la llamada «Transición», manifiestan un salto cualitativo revolucionario, siendo la desesperanza en nuestros días más un efecto que una causa de la deserción, obedeciendo ésta última a contaminaciones ideológicas cada vez mayores. Así, las tentaciones del mundo ya no sólo conducen al abandono de la militancia —como podía ocurrir antaño—, sino que dicho abandono se pretende actualizador de la doctrina tradicionalista, bien por la vía clerical bien por la socialista. Ambas suponen una «carlismo» cómodo, la primera para las derechas y la segunda para las izquierdas del tablero electoral contemporáneo.

Me inclino a pensar que tras el «carlismo vergonzante» no hay más que la tentación de todo tiempo, los diversos medios por los que la semilla no dio buen fruto, antes con mayor preponderancia de las zarzas, hoy con las aves rapaces ideológicas como protagonistas principales; unos y otros, en definitiva, contrarios al triunfo, escandaloso para el mundo, de la civilización cristiana.

(Continuará)

Miguel Quesada/Círculo Hispalense  

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