¡Viva Boncalo!

Fumar está mal visto por la Ley, lo cual debería ser motivo de regocijo para cualquier persona con dos dedos de frente

Hades, en su versión de Walt Disney

Mis abuelos, que Santa Gloria hayan, hacían muchas cosas que hoy están penadas por la Ley o, al menos, sancionadas con el ostracismo social de las gentes de bien. Y, además, lo hacían con plena tranquilidad de conciencia, que es lo peor de todo. La generación intermedia se ha visto obligada, en muchos casos, a dejar de hacer muchas de esas cosas, por vergüenza, por una mala conciencia artificial o por imperativo de lo políticamente correcto. Y si, por ventura, siguen haciendo algunas de esas cosas, es clandestinamente y sin pretender crear escuela. Los escasos miembros de mi generación que no renegamos hipócritamente de nuestros abuelos, nos vemos hoy en la rara coyuntura de tener que defender, con la pluma y con el gesto, muchas cosas que, hace menos de lo que se cree, todo el mundo consideraba como perfectamente normales.

A mí me gusta mucho eso que canta María Dolores Pradera de que «no hay nada mejor que ser un señor de aquellos que fueron mis abuelos» (los suyos o los míos, para el caso poco importa). Ya confesé e imploré el público perdón por el crimen de lesa naturaleza de mis abuelas, que llevaban abrigos de pieles. Lo de hoy es peor: mis abuelos, muy a menudo, mis abuelas, a veces y yo mismo, debemos acusarnos de un crimen mucho más horrendo: fumar.

Conservo con mucho cariño una cajetilla de un naranja terroso muy elegante, en la que una cartela marrón con letras doradas reza «Boncalo». Boncalo, mientras existió, era uno de los tabacos favoritos de mi abuelo García-Vao. Y Boncalo, mientras estuvo vivo, fue un señor muy malo que, además de irse a América con el solo propósito de matar indios, esclavizar indias y robarles el oro, volvió a España con la ridícula idea de introducir en la vieja Europa la bárbara costumbre de inhalar el humo de las hojas de cierta planta muy aromática.

No podemos negar la evidencia. Fumar es o, mejor dicho, puede ser, muy malo: puede provocar cánceres y otros desaguisados varios de diversa importancia en la salud del fumador y de sus alrededores que pueden conducirle a la muerte. Lo cual no deja de ser una inconveniencia, pues todo el mundo sabe que los no fumadores ni tienen cáncer, ni sufren desaguisado de salud alguno, ni mueren.

Fumar tiene una gravísima consecuencia pecuniaria, pues ya de por sí no es un pasatiempo barato y, encima, como ya señalamos en cierta ocasión hablando de ciertos siniestros fumadores emplumados, a los gobiernos les encanta freír a impuestos a los fumadores para compensar el hecho de que los fumadores son los únicos que llenan las salas de espera de los hospitales.

Fumar tiene cada vez más desventajas jurídicas. El fumador, cual apestado, debe apartarse de las gentes que no fuman y salir fuera de los bares y restaurantes a echar humo; lo cual puede ser razonable. Pero ya no lo es tanto que, cuando los bares y restaurantes tienen mesas en la terraza, los fumadores, cual apestados, tengan también que alejarse de los ciudadanos de pleno derecho y ponerse a echar humo en algún rincón apartado de la vía pública.

Pero, por encima de todo, fumar tiene un sinnúmero, siempre creciente, de desventajas sociales, porque el fumador es, hoy más que nunca, un irresponsable, un peligro público, un manirroto y un drogodependiente. Fumar es una de esas actividades que, convertida (o no) en vicio, se hace inmediatamente acreedora de la más severa censura comunitaria. Lo cual no deja de ser curioso, porque no es ni siquiera un pecado venial; mientras que muchas cosas que sí son pecado (incluso, mortal), no son objeto del más minúsculo reproche social, ni siquiera cuando se convierten en un vicio absorbente y a tiempo completo.

Sin embargo, fumar tiene también sus ventajas. Y, paradójicamente (o no tanto), del mismo orden que las desventajas:

Fumar tiene su parte beneficiosa para la salud: ayuda a calmar los nervios y permite desviar la atención de cosas graves y problemáticas. Un velatorio libre de humo, por ejemplo, me parece un oxímoron de primera. Y muchas personas utilizan el tabaco como una alternativa muy razonable para combatir ciertas pasiones que pueden ser muy peligrosas.

Fumar es un dispendio. Como cualquier otro dispendio. Y es, no obstante, un dispendio menos absurdo que otros. Me parece, por ejemplo, mucho más razonable comprarse un paquete de picadura para pipa que pagar una mensualidad de una plataforma para ver series. El fumar puede que perjudique al cuerpo, pero las series perjudican al alma.

Fumar está mal visto por la Ley, lo cual debería ser motivo de regocijo para cualquier persona con dos dedos de frente. Haber entrado a formar parte de la lista roja de los prebostes socialistas que presiden el manicomio a escala nacional que es el Ministerio de Sanidad me parece un mérito, más que un motivo de vergüenza.

En cuanto a las ventajas sociales, son tantas que merecen hacer las oportunas distinciones:

En primer lugar, están los cigarrillos. Reconozco que el cigarrillo no es la quintaesencia de la virilidad y, por eso, el coro de hermosas chilenas de Los sobrinos del capitán Grant puede cantar aquello de «si es en el hombre un vicio el de fumar…». Un cigarrillo, en un hombre, es cierto que tiene algo de vicioso y de mediocre remedio para domar los nervios; mientras que, continúa el coro, «en la mujer es gracia particular». El tabaco, desde que el cigarrillo es cigarrillo y desde que las mujeres son mujeres, es instrumento de seducción y expresión de clase y de señorío. Fumar es, ciertamente, un pasatiempo más propio de varones que de hembras y, por lo mismo, hay que ser muy mujer para saber fumar como una mujer: «y con un cigarrito, ¡válgame Dios!, cada mujer chilena vale por dos». Lo mismo puede decirse de cualquier otra mujer, aunque no sea chilena.

Toda la gestualidad que acompaña al fumar puede, además, ponerse al servicio del que fuma, si sabe desenvolverse bien. En el amplio (y poco conocido) universo del lenguaje no verbal, una vaharada bien dirigida, un movimiento grácil de la mano que sostiene el pitillo, un gesto de concentración y de delectación saboreando los acres vapores, pueden dar a quien los ejecuta el dominio absoluto de una conversación y de una escena.

Los fumadores de puros lo saben bien, porque saben que fumar un puro no está al alcance de pusilánimes y melindrosos. Un puro es una expresión de poder y de confianza en uno mismo que no puede blandirse con indolencia ni fumarse con tosecillas entrecortadas. Para fumar un puro como Dios manda (o, en este caso, como mandan los dioses) hay que hacerlo como Hades en la versión de Walt Disney de Hércules. O como Hannah Arendt en una célebre entrevista televisada en la que explica su radical antifeminismo, pues «el lugar propio de la mujer es el hogar», para rematar, con una genial (y perfectamente elocuente) calada de su puro, «claro que, yo siempre he hecho lo que me ha dado la gana».

No me olvido, desde luego, de los fumadores de pipa. La pipa pertenece a detectives, intelectuales, ciertos clérigos escogidos y, en general, gentes de bien de verdad. La pipa requiere una preparación, una dedicación, un cierto amor a las cosas bien hechas y unos pulmones que hacen a su usuario inmediatamente merecedor de nuestra simpatía. Hannah Arendt, Hades y las chilenas no sabrían fumar en pipa, porque la pipa, además del señorío, la elocuencia, la confianza y el espíritu de rebeldía del tabaco en general, exige un tiempo y una lentitud que hacen que difícilmente pueda convertirse en un vil vicio de gentes emocionalmente inestables. La pipa es todo un pasatiempo.

Yo, en fin, le agradezco mucho a Boncalo que no se dejase devorar por un caimán y que se mantuviese prudentemente al abrigo de las flechas envenenadas de los nativos. Y no le guardo rencor ninguno por la remota posibilidad de morirme más o menos rápido por el hecho de inhalar, de tarde en tarde, el humo del tabaco. Y, en fin, Lady Augusta Bracknell, icono del buen gusto y del sentido común más esclarecido ―como María Dolores Pradera― lejos de censurar el hábito del tabaco de su futuro yerno, Sir Ernest Worthing tuvo, ante la confesión del citado caballero, una salida de lo más razonable: «Me alegro: un caballero debe tener alguna ocupación».

G. García-Vao

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta