La última de las tendencias que Gambra señala dentro del carlismo es la que auténticamente merece tal calificación, esto es, el carlismo real y originario, integrador de la totalidad de elementos que las otras ramas absolutizaron o ignoraron erradamente.
El carlismo, en primer lugar, como doctrina política no olvida dicha naturaleza, tratando de evitar los engaños clericales de todo tiempo. Establece la primacía del orden sobrenatural sobre el natural, sin que ello implique su anulación o disolución. Así, el Reino de Cristo no es considerado —como sí lo es por el liberalismo católico— una formulación «interiorista» o utópica. Constituye, por el contrario, el auténtico bien común en su dimensión última políticamente, frente a las reducciones devocionales o «interioristas», que confunden la entidad del Reino con la primacía espiritual del Divino Maestro en el alma del creyente. Tampoco el carlismo cae presa de las consideraciones «escatologistas» o utópicas del Reino de Cristo, evitando la renuncia a los deberes presentes por los futuros o las idealizaciones pasadas que ya no serán, respectivamente. Frente a todo ello, el carlismo auténtico siempre ha permanecido firme en la convicción del triunfo de la contienda, triunfo que quizá no vea en este mundo o generación, pero cuya espera no merma su esperanza, sino que le hace contemplar el estado de cosas con cierto aire desenfadado, como apuntó un carlista de raza como D. Alberto Ruiz de Galarreta.
En el plano político, el carlismo ha tenido la firme convicción de la seguridad de su doctrina, apuntalada por la experiencia primero, y la razón perfeccionada por la gracia después. Esta santa intransigencia en los principios, muy criticada por las ideologías de todo tiempo —hipotecadas con el voluntarismo que soporta toda ilusión racionalista—, no ha sido confundida con una encadenación a una doctrina que flota sobre la atmósfera, objeto de discusiones y cesiones más propias de ideólogos que de apóstoles del bien común. Prueba de ello ha sido la concreción de dichos principios en la dinastía legítima, cuya función no sólo se limita a garantizar la autenticidad de los principios —que diría Álvaro d´Ors—, sino que ha supuesto el dique de contención contra el que se han estrellado los intentos ideologizantes de la doctrina tradicionalista, favoreciendo que la concreción de la esencia en existencia frene toda idealización ajena a la realidad de las cosas, como apuntó Francisco Canals.
Es claro que lo afirmado previamente ha sido notablemente difuminado en los últimos tiempos. Las traición del expríncipe Carlos Hugo, la erosión de la persecución franquista y sus señuelos pseudo dinásticos, la crisis conciliar, etc., parecen permitir la lectura de que más que ser males ajenos al carlismo han supuesto la anulación de éste. Y sería cierto secundum quid, pero no simpliciter; o sea, es obvio que estos ataques han mermado al pueblo carlista, siendo muchos de los leales seducidos por tentaciones posibilistas, activistas, clericales…, pero estos torpedos han afectado cuantitativa, que no cualitativamente al tradicionalismo español. Así, el carlismo ha resistido en tanto que ha afirmado, hoy y antes, los principios que lo conforman, siendo injusto decir que el carlismo ha sucumbido a los males descritos, pues en tanto que asumidos por los débiles o sediciosos éstos perdieron su condición de carlistas.
La finalidad de estas líneas tiene por objeto animar a los lectores a la lectura o relectura de las líneas de Rafael Gambra a propósito de Melchor Ferrer, tratando de subrayar la genialidad de ambos en el combate por los sanos principios, protegiendo a los sencillos de las insidias perennes de los enemigos de Cristo Rey
Miguel Quesada/Círculo Hispalense
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