
Pedimos, en la colecta de la Misa del miércoles de ceniza, la debida piedad para vivir la venerable solemnidad de los ayunos. Esta petición, puesta al comienzo de la misa, nos remite ya, desde el principio, a la necesidad de la penitencia que atraviesa todo el tiempo cuaresmal. Al comienzo, esta penitencia estaba reservada a aquellos que habían cometido un pecado público; a partir del primer milenio se extendió a todos sin excepción: in cinere et cilicio.
A imitación de los ninivitas que imploraban de Dios la misericordia, el pueblo cristiano, con la penitencia cuaresmal, clama a Dios le conceda su perdón. Este es el sentido más profundo de la ceniza que, como remedium salubre, se impone sobre la cabeza de aquellos que humildemente invocan el santo nombre de Dios, se acusan a sí mismos, conscientes de que son pecadores y suplican la remisión de sus culpas.
Comienza así un tiempo de súplica, de combate, de ayunos y penitencias que nos recuerdan una incómoda verdad: somos pecadores y necesitamos de la misericordia de Dios. Este recuerdo en el alma del cristiano nos aleja, aunque sólo sea unos instantes, del loco pensar de este mundo moderno: tú eres dios, tú tienes en tu mano tu propia felicidad, no necesitas a nadie, a nadie sirvas, a nadie des tu vida.
La cuaresma nos hace suplicantes, mendigos de la misericordia, hoy regalada, incluso, a quienes no la desean. Nos hace clamar -Clama, ne cesses-, y, como D. Pedro López de Ayala escribía, esperar:
De cada día fago a ti los mis clamores,
con lloros e gemidos, sospiros e tremores;
ca tú solo, Dios, eres salud de pecadores,
cuyo acorro espero, e ál non entendí
¡Señor mío, amansa mis llagas e dolores
e vean enemigos a qué Señor serví!
Este gemido y llanto, la penitencia en todas sus expresiones, hace presente en el alma del cristiano el verdadero centro y reposo: el corazón de Cristo. Por la penitencia, el ayuno y la oración, el Enemigo y nuestros enemigos ven al Señor a quien servimos: e vean enemigos a qué Señor serví!. No es, por tanto, la ascesis católica, un ejercicio vacuo de estoicismo. Éste, perennemente, amenaza con insuflar en la espiritualidad católica una savia venenosa: la afirmación del yo. No, la ascesis, el ayuno, la limosna, la oración… son todo lo contrario, son una afirmación de Dios, una afirmación del Dios a quien servimos y de la vida que de Él nos viene.
Con la imposición de la ceniza reconocemos nuestra condición frágil, herida y pecadora. Pero lo hacemos evitando dos extremos. Por una parte, el paganismo y su incesante necesidad, contra toda realidad y constatación, de afirmación de la bondad de la naturaleza del hombre. Por otro lado, el protestantismo desesperanzado -todo protestantismo lo es- que niega los frutos de la redención, la capacidad curativa de la Pasión de Nuestro Señor y la capacidad, con el auxilio de la Gracia Divina de obrar santamente.
La ceniza sobre nuestras cabezas o frentes, dependiendo de la tradición y del lugar, nos introduce en el combate de la vida cristiana –militia est vita hominis super terram– a cuyo final, por pura Gracia de Dios, podremos exclamar «auditu auris audivi te nunc autem oculus meus videt te».
Juan María Latorre, Círculo Cultural Alberto Ruíz de Galarreta
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