Santo Tomás de Aquino, al preguntarse en su Suma Teológica si es lícito maldecir a alguien (II-II, q. 76, a. 1), entre otras cosas responde: «Si, pues, uno ordena o desea el mal de otro en cuanto es un mal, queriendo este mal por sí mismo, maldecir de una u otra forma será ilícito, y ésta es la maldición rigurosamente hablando. Pero si uno ordena o desea el mal de otro bajo la razón de bien, entonces es lícito, y no habrá maldición en sentido propio, sino materialmente, ya que la intención principal del que habla no se orienta al mal, sino al bien. Mas sucede que un mal puede ser considerado ordenado o deseado bajo la razón de bien por doble motivo. Unas veces por justicia, y así un juez maldice lícitamente a aquel a quien manda le sea aplicado un justo castigo; así también es como la Iglesia maldice anatematizando» (trad. ed. BAC).
Una de las más conocidas anatematizaciones o excomuniones fue la última que el Papa Pío IX fulminó, una vez consumada la invasión de los Estados Pontificios con la ocupación de Roma, contra Víctor Manuel de Saboya y sus secuaces, por medio de la Encíclica Respicientes ea, de 1 de Noviembre de 1870, que dirigió a los Obispos de todo el mundo. «Y pues Nuestras advertencias y Nuestras protestas –sentenciaba el Papa– no han sido escuchadas, en virtud de la autoridad de Dios Todopoderoso, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y de la Nuestra, os declaramos a vosotros, venerables Hermanos, y por vosotros a la Iglesia Universal, que todos los que, sea cualquiera su dignidad, y aunque fuere digna de especial mención, han llevado a cabo la invasión, la ocupación y la usurpación de Nuestras Provincias y de Nuestra Ciudad de Roma, así como sus ordenadores, fautores, auxiliares, consejeros, adherentes y todos los demás que, bajo cualquier pretexto y de cualquier manera que sea, han ejecutado y procurado la ejecución de los actos susodichos, han incurrido en la excomunión mayor y en las otras censuras y penas eclesiásticas señaladas por los Cánones, las Constituciones Apostólicas y los Decretos de los Concilios Generales, particularmente del Concilio de Trento (Ses. 22, Cap. 11, De Reformat.), en la forma y tenor expresadas en nuestras Letras Apostólicas de 26 de Marzo de 1860» (trad. El Siglo Futuro, 31/07/1900, ligeramente corregida).
Tras la muerte de Víctor Manuel el 9 de Enero de 1878 y la accesión a la usurpación de su hijo y heredero Humberto, el Secretario de Estado enviaba a los Embajadores, con fecha del día 17, una nota de protesta, en la que se reafirmaban de modo terminante los derechos del Papa-Rey y la ilegitimidad del nuevo advenedizo: «puesto que al presente, a la muerte del dicho Rey [Víctor Manuel], su hijo mayor [Humberto], al asumir el título de Rey de Italia por un manifiesto solemne y público, ha pretendido sancionar la expoliación consumada, es imposible que la Santa Sede conserve su silencio, de que algunos podrían sacar quizá deducciones erróneas y darle una significación impropia. Por estos motivos, y con el de llamar la atención de las potencias sobre las durísimas condiciones en que la Iglesia sigue hallándose, Su Santidad ha ordenado al infrascrito Cardenal Secretario de Estado que proteste y reclame terminantemente, con objeto de conservar intacto, contra la inicua expoliación, el derecho de la Iglesia sobre sus antiquísimos dominios, destinados por la Providencia a asegurar la independencia de los Pontífices Romanos en la plena libertad de su ministerio apostólico, y la paz y la tranquilidad de los católicos esparcidos por el mundo entero. El infrascrito, ejecutando las órdenes de Su Santidad, formula las más amplias y solemnes protestas contra el hecho enunciado arriba, y contra la confirmación que por este hecho se quiere dar a las usurpaciones ya cometidas con detrimento de la Santa Sede» (trad. La Cruz, 1878, Tomo I). Así pues, Humberto, al aceptar la herencia del latrocinio sacrílego, incurrió igualmente en la misma pena de excomunión que sufrió su padre, si es que no la tenía ya previamente por su participación activa en el despojo de los Reinos pontificios.
El intruso Humberto murió asesinado por los disparos de un anarquista el 29 de Julio de 1900. El antirrey no había realizado ninguna retractación de su pecado público, y falleció en estado de excomulgado. Lo extraño en todo este asunto es la actitud que tomó el Papa León XIII en relación con el entierro del finado, y que resultó cuando menos chocante a los fieles católicos del momento.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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