El sepelio de Humberto de Saboya (y IV)

NOS PREGUNTAMOS SI LA REPENTINA MUERTE DEL EXCOMULGADO HUMBERTO NO PODRÍA HABER SIDO TAMBIÉN FRUTO DE LAS ORACIONES DE LOS FIELES CATÓLICOS

Humberto de Saboya. Antirrey de Italia desde 1878 hasta su fallecimiento en 1900.

Como resumen de la disciplina canónica de la Iglesia relativa a estas cuestiones, creemos clarificador el comentario que se adjunta al Canon 1240 en la edición de la BAC del Código de Derecho Canónico de 1917. Este Canon, en su apartado §1, señala: «Están privados de la sepultura eclesiástica, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento: […] 2.º Los excomulgados o entredichos después de la sentencia condenatoria o declaratoria». Respecto a esa «señal de arrepentimiento», se acompaña a pie de página la siguiente acotación (el subrayado es suyo): «No basta la mera suposición [de] que tal vez en los últimos instantes, por la infinita misericordia de Dios, se habrá arrepentido de sus culpas y obtenido el perdón, conforme declaró Gregorio XVI en su Carta Officium […]; es preciso que haya algún testimonio fidedigno de que el difunto, antes de expirar, besó, por ejemplo, devotamente el Crucifijo o alguna imagen u objeto piadoso; se dio golpes de pecho o manifestó de otra manera su arrepentimiento; pidió que le llamaran un Sacerdote, aunque éste no haya llegado a tiempo, etc. En estos casos debe divulgarse la noticia para que los fieles se enteren y se evite el escándalo de dar sepultura eclesiástica a uno de quien constaba públicamente que era indigno». Quizá con estos pequeños apuntes se pueda comprender mejor la diferencia abismal entre el caso de Víctor Manuel y el de Humberto, así como la perplejidad habida entre los católicos por la postura oficial tomada por la Iglesia en su praxis canónica ante la muerte de este último.

Por otra parte, bueno es remarcar que León XIII renovó la protesta pública por la situación de injusticia creada a raíz del robo de los Estados Pontificios, cuyo botín continuó detentando el hijo y heredero de Humberto, también llamado Víctor Manuel, sin que nada hubiese cambiado en toda esta materia hasta la fecha. Así se desprende de un despacho de la francesa Agencia Fournier, que rezaba así: «Roma, 23 de Agosto. El Secretario de Estado en el Vaticano acaba de enviar una Nota Diplomática a todos los representantes de la Santa Sede en el extranjero. Refiriéndose a los acontecimientos que han puesto a Víctor Manuel III sobre el Trono de Italia, declara el Papa que continuará defendiendo los derechos de la Santa Sede al poder temporal, añadiendo que nada ha cambiado en la situación ni en las intenciones del Sumo Pontífice frente a frente de Italia. El Papa se considera todavía como el prisionero del Estado italiano» (El Siglo Futuro, 25/08/1900).

Sea lo que sea que se piense sobre el entierro de Humberto, hay que reconocer la firmeza teórica con que los Papas anteriores a los Pactos de Letrán defendieron sus derechos conculcados sobre los territorios sustraídos por el nuevo Estado soberano «italiano» personificado en los sucesivos antirreyes saboyanos. No es la primera vez que nos referimos a la remarcable disparidad que se observa entre la política seguida por los Pontífices con sus carceleros de Roma, y la que desplegaron con respecto a los demás ilegítimos confiscadores en el resto del continente europeo. A un legitimista español no puede, de algún modo, dejar de dolerle que un Papa, en lugar de lanzar sobre los intrusos domésticos aquellas mismas «maldiciones» anatematizadoras que infligía a los antirreyes de Italia, les llene por el contrario de bendiciones; como ocurría, por poner un ejemplo cualquiera, con la Bendición Apostólica que San Pío X les concedió en el marco de una Alocución dirigida, el 27 de Mayo de 1906, a un grupo de peregrinos vascongados encabezados por el Obispo de Vitoria: «bendecimos también –decía el Santo Padre– al piadoso y joven monarca [sic], el Rey Alfonso XIII [sic], deseando que el matrimonio que está para contraer, no solamente sea para él fuente de felicidad doméstica, sino que además abra una nueva era de prosperidad y bienestar moral y material para la nación española. Bendecimos también a la Princesa [= la marrana Victoria Battenberg] que va a ser asociada a los cuidados y alegrías del Rey [sic], y con particular efusión de Nuestra alma bendecimos a la Reina [sic] Madre [= María Cristina de Habsburgo], para la cual será siempre título de gloria el haber dado a España un Príncipe [sic], cuyos sentimientos religiosos corresponden a su dictado de Rey Católico [sic]» (Boletín Eclesiástico del Obispado de Vitoria, 25/06/1906).

Así era como se conducía San Pío X (y los demás Papas) con quienes eran en tierras españolas simples duplicados (por no decir hermanos de logia) de los usurpadores-liberales en la Península italiana. Ahora bien, descartada la «maldición» de excomunión por quienes tienen autoridad para decretarla o declararla, ¿existiría todavía otra clase de «maldición» lícita, al alcance de cualquier fiel católico, que se pudiera descargar sobre esos encarnadores públicos de la Revolución que se hacen pasar por «cristianos»? Recordemos que al principio citamos un artículo de la Suma de Santo Tomás en la que éste se preguntaba sobre la licitud de la maldición, y que en su respuesta señalaba que sí lo era si se ordenaba o deseaba bajo la razón de bien, y que esto último podía tener lugar por doble motivo. Unas veces por justicia, dentro de la cual se incluía la excomunión eclesial. «Otras veces –terminamos de citar el artículo tomista– se dice algún mal por razón de utilidad, como cuando alguien desea que un pecador padezca alguna enfermedad o impedimento cualquiera para que se haga mejor o al menos para que cese de perjudicar a otros».

Aunque el Santo no lo menciona expresamente, ¿se podría incluir, por esta misma razón de utilidad, la «maldición» de desear la muerte a un pecador público para que así se terminen los males públicos que provoca? Esto nos trae a la memoria una frase que la Venerable María de Jesús de Ágreda escribió en una de sus cartas en la ingente correspondencia que mantuvo, desde 1643 hasta poco antes de su muerte en Mayo de 1665, con el Rey Felipe IV. Dentro de este intercambio epistolar, el Monarca, entre otras cosas, solía dar parte puntual a la Madre Concepcionista de la situación de la Monarquía hispánica en todos sus variados frentes, suscitando los buenos comentarios y consejos de la religiosa. En una de estas cartas, de 13 de Octubre de 1658, el Rey informaba a Sor M.ª de Jesús del reciente fallecimiento del Dictador puritano británico Oliver Cromwell, gran enemigo de la Monarquía Católica, quien había ejercido el Poder con la designación de «Lord Protector» desde Diciembre de 1653. La Venerable, acerca de este punto, afirmaba lo siguiente en su carta del día 25: «En mi vida he deseado la muerte a nadie sino es a Cromwell; después que vi en un papel se firmaba el Protector de los herejes, tuve grandes ansias que sus días fuesen breves. El Señor me lo ha cumplido, porque le alabo».

Por nuestra parte creemos no ser necesario añadir nada más. Únicamente nos preguntamos si la repentina muerte del excomulgado Humberto no podría haber sido también fruto de las oraciones de los fieles católicos. A fin de cuentas, se trataba de un «perseguidor y enemigo de la Iglesia», calificación que Polo y Peyrolón estimaba como la que mejor le cuadraba de un modo objetivo, como vimos anteriormente.

Félix M.ª Martín Antoniano

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