Las tentaciones de Cristo. Una lectura política (y III)

LA RESTAURACIÓN QUE SE NOS EXIGE PASA POR LA CIUDAD CATÓLICA QUE HA EXISTIDO Y EXISTE

La tentación de Cristo (Botticelli)

La última de las tretas luciferinas para tentar a Nuestro Señor es, a mi juicio, la condensación de todas las consideraciones que venimos tratando. Tal y como nos narran los textos evangélicos, Satanás muestra a Cristo todos los reinos del mundo, ofreciéndoselos bajo la condición de rendirle adoración.

En muchas ocasiones, se ha realizado una lectura algo superficial del asunto, pretendiendo una suerte de poder supremo sin implicación sobrenatural. La realidad, sin embargo, es distinta. Lucifer anticipa en esta tentación las profecías sobre los momentos últimos de la historia de los hombres. El poder mundial como vicario de Satanás es, sin duda, la gran y última ofensiva satánica contra el Reino de Cristo: el reinado del Anticristo. La denominada abominación de la desolación, esto es, la sustitución de la adoración a Dios por la adoración a la criatura —Lucifer— no obra de manera directa, sino vicarial. El demonio busca instaurar, pues, su reinado por medio de un vicario. Vicario que encarnará en su persona los rasgos esencialmente luciferinos: el non serviam, articulado en la transgresión del orden y, por tanto, de las ordenaciones cualificadas por el mismo; será, en otras palabras, El Sin Ley o Ánomos.

Este reino satánico, hemos apuntado, no tiene en Lucifer la adoración inmediata, sino mediata, colocándose en su lugar y bajo su mando a una criatura. Ahora bien, es claro que la era temporal que permita este siniestro dominio no será otra que aquella marcada por la apostasía, por la herejía corporeizada: la modernidad teorética materializada cronológicamente a través de la era revolucionaria.

La caída de las monarquías cristianas, a través de las quiebras que señalaba Elías de Tejada, implicó el hundimiento de un poderoso dique de contención contra la subversión del principio de autoridad. La primacía de la subjetividad protestante, el divorcio de la ética de la política maquiavélica, la divinización del poder que implica la soberanía, la subordinación del orden a la voluntad cifrada en el contractualismo, y la institucionalización de un nuevo «orden» por la llamada Paz de Westfalia (1648), convergen en la adoración del hombre, la anulación del viejo orden cristiano y la preparación para un nuevo estado de cosas que permita la existencia de un tirano mundial al servicio de la abominación de la desolación.

Tentaciones a las que nos hemos referido con anterioridad, como el «encarnacionismo» o el «escatologismo», coinciden en la laminación de las resistencias, integrándose en el siniestro sistema en construcción. Así, la criatura puesta en el lugar de Dios somete la religión a la política divinizada, como sugería el «encarnacionismo», pero también se presenta como la liberación definitiva, al son del «escatologismo».    

Estas consideraciones no tienen por finalidad determinar el día ni la hora, realidad desaconsejada por el magisterio —y el sentido común—. La observación de los signos de los tiempos tampoco debe, por otro lado, conducirnos a una fatalidad obsesiva, que nos distrae de nuestros deberes de estado, dedicándonos a jugar a teólogos o profetas y olvidando nuestra condición de soldados militantes del bien común, natural y sobrenatural. Si he realizado estas observaciones es para evidenciar que el poder de las tinieblas acoge todas las tentaciones que ha habido, y habrá, contra la restauración de todas las cosas en Cristo. Restauración de la Ciudad Católica que, como recuerda San Pío X, no está en las nubes ni por inventar, refutando a los enemigos de Cristo de ayer y hoy, pues suprime las connivencias de la política cristiana con las ideologías y fija nuestro combate, que no ha cesado, en este momento, urgiéndonos a rechazar los posibilismos y entrismos nacidos de la falsa prudencia o prudencia de la carne. La restauración que se nos exige pasa por la Ciudad Católica que ha existido y existe, esto es, el Reino de Cristo cifrado en los principios de la política natural y cristiana: el origen divino del poder, la comunidad política como un corpus mysticum orgánico y ordenado, y el poder personal y sacral; o, resumiendo, «Dios, Patria y Rey».

  

Miguel Quesada/Círculo Hispalense

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