
He leído en LA ESPERANZA que la muy docta profesora Escolano está comentando, en el Círculo Ramón Pares de Barcelona, el libro de mi padre, Rafael Gambra, titulado La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional. Ese libro tiene una reedición en Argentina hecha por las Ediciones Nueva Hispanidad en el 2011. Como probablemente será la edición consultada por los asistentes a ese seminario, me siento en la obligación de responder a su prólogo, que, introducido sin el consentimiento de los herederos del autor, contiene una serie de observaciones injustas, falsas e impertinentes.
Las ediciones Nueva Hispanidad, al parecer, pidieron a un conocido escritor que prologase la mencionada obra. No recuerdo si sus herederos dimos alguna clase de permiso para la edición, pero, desde luego, no se nos pidió autorización alguna para añadir semejante prólogo, ni el autor tuvo la deferencia de dárnoslo a conocer. Nos enteramos del hecho, creo que a través de internet, pues no nos mandaron ninguna copia del libro. Sólo años después llegó a mis manos un ejemplar donde pude leer, con harto disgusto, el prólogo en cuestión. Prólogo que es más bien una invectiva dedicada en su totalidad a desprestigiar el libro, aunque alguna concesión mal colocada haya querido disimular la deslealtad del autor. Escrito con ínfulas literarias, dicho prólogo es notablemente oscuro, sobre todo por la sobreabundancia de metáforas brumosas que en, vez de enseñar, confunden.
El prologuista se incluye a sí mismo entre «los ínfimos receptores que hemos llegado a la hora undécima a esta viña (el carlismo)», después de haber dicho que «los neocarlistas, (…) por lo trabajoso de su identidad adquirida, percibían con agudeza a veces mayor la precariedad de su signo, sin ingenuidades ni espejismos». Estas frases, que no cito por completo, dan a entender que el Concilio Vaticano II acabó con «los frutos admirables» de las sagas familiares donde se conservaba el carlismo y que los «neocarlistas» posteriores a ese acontecimiento (entre los cuales se coloca el prologuista a sí mismo) tenían una percepción especialmente realista de su decadencia. Si me equivoco y no es esto lo que quiere decir, resulta de todos modos evidente por el contenido del escrito que el prologuista cree estar en una situación privilegiada para juzgar sobre la degradación del carlismo.
Desde esa arrogante perspectiva, el prologuista empieza por comparar al «católico antañón» con «el tradicionalista intelectual que se iba asemejando a los gustos del ambiente moderno circundante. A sus gustos y a su labilidad sustancial». A este último le acusa en general de «eclecticismo», de hacer «inaccesible» la doctrina, de oscurecer «las verdades de doctrina de fe y de doctrina política», de hacer caer «la doctrina en un estado de relativa promiscuidad» y de necesitar «una mejor y más seria profundización».
Vertidas estas afirmaciones genéricas contra el carlismo intelectual, la emprende contra Vázquez de Mella y contra Rafael Gambra, autor de la obra prologada que está directamente basada en Mella. Al primero le atribuye «una relativa imprecisión doctrinal de sus fundamentaciones», y del segundo dice que sobre él opera una «atmósfera histórica» que «se aleja todavía más de los quicios históricos tradicionales que respiró Vázquez de Mella». Y, siguiendo por la misma vía, asevera que «el carlismo de surco (excúsenme que no intente explicar esta retorcida metáfora), el de Mella, y más aún el de Gambra (…) han pagado un alto precio (…) en limpieza de doctrina», para luego añadir con irónica generosidad, que, tanto en la obra de Mella como en la de Gambra «su ortodoxia es menor que su ortocardia». Cosa que explica seguidamente diciendo que las obras de ambos «valen más que por su exacta disección de los males que combaten, o que por la rigurosa pureza de las explicaciones doctrinales que proponen, por lo que significan de energía cordial, de reacción viril». En otras palabras: la tosquedad intelectual de Gambra y Mella sólo les permite exponer un carlismo confuso y heterodoxo, pero eso debe perdonarse, dado su carácter recio y peleón.
El prologuista funda esta colección de invectivas en unos supuestos defectos doctrinales del libro prologado que, según su parecer, contradicen la auténtica doctrina carlista. ¿Cuáles son esos defectos? y ¿a qué criterio se apela para determinar la doctrina carlista, una vez que ha desautorizado a los carlistas intelectuales como Mella y Gambra?
La respuesta a la primera pregunta sobre los defectos hallados en La monarquía social y representativa reside, según el autor, en «la presencia incómoda de conceptos extraños a la vieja tradición (como el de nación política, el de espíritu nacional, el de soberanía ‒social o política‒, o el de un cierto empirismo organizador rechazado nominalmente, pero de cuya presencia se percibe el influjo)». De lo último no hablaré, porque no sé a qué puede referirse con eso del «empirismo organizador». Pero todo lo demás delata una gran ignorancia de la lógica más elemental. Sobre la presencia de esos «conceptos extraños» el prologuista se limita a explicar lo que tiene contra el concepto de soberanía: «El concepto mismo, no sólo el nombre, de soberanía, es intruso en la tradición política hispana. Intruso e inasimilable, pues en su misma entraña conlleva la disolución de la naturaleza finalista de la política».
Pretender que una palabra o un concepto sean «intrusos e inasimilables» es contradictorio, estrictamente hablado, porque el propio autor, al rechazar la palabra, ya la está usando, y se supone que entiende el concepto, aunque sea oscura y parcialmente. Lo que, si acaso, no podrá asimilar el carlismo serán las proposiciones donde se use ese término formando una proposición falsa. Por ejemplo, el carlismo tiene por falsa la proposición que atribuye una soberanía absoluta al pueblo, al Estado o al rey, como hicieron algunos teóricos modernos. Supongo que, a pesar de su imprecisión, el prologuista se refiere a proposiciones y no a términos o a conceptos, porque los términos y conceptos sin más son siempre inocentes fuera de las proposiciones que, ellas sí, pueden ser verdaderas o falsas.
La palabra soberanía no existe en latín, pero sí en castellano, aunque ignoro desde cuándo. Sé, por ejemplo, que aparece en el diccionario castellano-francés-latín de Sejournat (1759). Aunque etimológicamente procede del latín (de superanus, super omnes, supremitas, según unos u otros), no tiene clara traducción al latín, pues, para unos, significa summum imperium, dominatio, suprema potestas, etc. En el diccionario mencionado del XVIII tiene varias significaciones, como la cualidad y autoridad del príncipe y también los vicios de arrogancia y soberbia. Como bien dice el Diccionario de Política de Galvão de Sousa (Sâo Paulo, 1998, p. 492), la soberanía en sentido político es palabra relativa y, por tanto, dependiente en su significado de las cosas a que se aplique. Galvão de Sousa ejemplifica ese carácter con el señor feudal que tenía poder supremo en su feudo (chacun baron est souverain dans sa baronnie). Esa atinada observación de Galvão de Sousa coincide con el autor de los artículos titulados De la soberanía (1854-1855) que se ha reproducido en la segunda época de LA ESPERANZA. Dicho autor explica, contra los defensores de la soberanía popular, que «por soberano se ha entendido siempre, se entiende ahora y habrá de entenderse en adelante, el jefe único e inamovible que ejerce perpetuamente en una nación la autoridad suprema; y por soberanía la cualidad de soberano». Enrique Gil Robles (1849-1908), que declara falsas «todas las teorías modernas acerca del sujeto y el órgano de la soberanía», no tiene inconveniente en hablar de la «soberanía tradicional» (Tratado de derecho político, Madrid 1961, t. II, p. 192). Y, si Vázquez de Mella habla de dos o tres soberanías, niega con ello mismo la existencia de una soberanía absoluta a la manera de Bodino o Rousseau. En fin, Bertrand de Jouvenel, en su amplia obra La soberanía (Rialp, 1955, p. 304), distingue diversos sentidos del término «soberanía»: la noción relativa en el medievo (cuando, en Francia, se usaba indistintamente seigneur, souverain y suzerain para expresar relaciones jerárquicas), la soberanía o monarquía absoluta del siglo XVII y la que más tarde aparece en los «regímenes arbitrarios». En fin, Rafael Gambra, en otro escrito sobre Mella, contra lo que dice el prólogo, expone lo que sigue acerca de la finalidad de la política:
La diferencia fundamental entre la teoría política nacida de la Revolución y la que expone Mella es ésta: concibe aquélla la soberanía política como una instancia superior racional (llámese nación o estado), único principio unificador y estructurador del orden social o de la convivencia humana. Concíbela Mella, en cambio, como cumplidora de un fin con unas prerrogativas, pero al lado de otros fines y otras instituciones, fuentes asimismo de poder en su propia jurisdicción.
Estos otros fines naturales ‒plasmados en adecuadas y vigorosas instituciones‒ son juntamente con el propio fin específico del estado, la única fuente ‒teórica y práctica‒ de limitación del poder. La concepción teleológica o finalista es la única que puede iluminar el problema de la limitación ‒y aun del origen del poder‒ sin recurrir a ficciones metafísicas de la transmisión (Juan Vázquez de Mella, El tradicionalismo español, Buenos Aires 1980, p. 28).
Estas citas, que he encontrado sin mayor trabajo en los libros de mi casa, muestran con evidencia que «soberanía» tenía y tiene una multiplicidad de significados que se han empleado en contextos diversos, dando lugar a proposiciones verdaderas o falsas, según cómo las entienda cada hablante. En cuanto a los otros vocablos de que abomina el prologuista, es de suponer que merecerían una crítica similar de su parte (aunque ya he visto que, por ejemplo, Gil Robles emplea la noción de espíritu nacional). Las lenguas tienen su propia vida y sus propias leyes de desarrollo contra las cuales los ingenios racionalistas y el poder político a veces han querido actuar, por lo general sin éxito y, cuando lo han tenido, siempre con pésimos resultados.
Vayamos ahora a la segunda pregunta, que versa sobre lo que el prologuista cree que es el auténtico criterio de la doctrina carlista. Su respuesta es de ingenuidad casi infantil: pretende que esa doctrina ha de buscarse donde todavía está refugiada: «en los hogares y en los pechos carlistas» en el «católico antañón», en el «viejo carlistón» «en las sagas familiares, en la trabazón social antagonista del desorden liberal constituido».
¿Dónde creerá haber encontrado esas joyas del pasado carlista un escritor que tiene unos cincuenta años menos que Rafael Gambra y unos ciento diez y ciento veinte menos que Mella y Gil Robles respectivamente? ¿Acaso no es mucho más probable que Mella o Gambra hubieran tenido ese contacto iluminador con los citados «refugios» del auténtico carlismo? Según el prologuista parece que no (y digo «parece», dada la vaguedad e imprecisión del prólogo), pues achaca a Vázquez de Mella ser un converso que «no tuvo el privilegio de recibir la vivificante influencia del medio político católico desde la cuna». Y eso mismo lo dice también del propio Rafael Gambra: «El surco de Gambra es el mismo que el de Mella. El surco del que no puede sestear recostado en el patrimonio doctrinal de la estirpe y todo lo tiene que ganar a pulso». En esto último el prologuista comete un error lamentable, pues mi padre nació en una familia carlista. Mi abuelo, Eduardo Gambra Sanz, recibió el carlismo de un pariente suyo, el General Cesáreo Sanz, que participó en la tercera guerra; y Rafael fue carlista desde su infancia. A los 17 años, cuando ya hacía tiempo que pertenecía a los grupos carlistas de estudiantes, sucesivamente formó parte de dos tercios de requetés durante la contienda del 36, primero como requeté y luego como alférez.
Si el autor del dichoso prólogo hubiera conocido a esos carlistones auténticos, habría tenido que darles una pluma para que expusieran la segura doctrina carlista, con el fin de evitar defectos de transmisión. Digno de verse hubiera sido el resultado. En realidad, me temo que el prologuista no ha hallado carlistón alguno que, por ejemplo, le haya señalado la incorrección de emplear «soberanía». Donde sí se encuentra esa crítica, por cierto, bastante más nueva que casi todas las citas arriba mencionadas, es entre unos juristas de inclinación tradicional que recientemente parecen haberse propuesto «elevar la cota doctrinal» del carlismo, creando, entre otras cosas, un idiolecto ortodoxo de la tradición, conforme al cual cierto número de palabras sólo deben usarse unívocamente. Hasta he llegado a ver, por ejemplo, cómo alguno criticaba al padre Santiago Ramírez por emplear en una ocasión el término «soberanía», en vez de ser «más preciso» y emplear el término «realeza».
José Miguel Gambra
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