Un astronauta en Roma

EFE

En la juventud de muchos llegó a ser éxito una canción cuya letra se circunscribía a su título: «Hay un gallego en la luna». Llegados los finales del 2020, un astronauta es plantado en el Portal de Belén del Estado Vaticano. Así, sin más.

De la Pachamama a Cabo Cañaveral. Pareciera que el Vaticano, en una caridad errática, recogiera los desechos de aquella exposición del Metropolitan de Nueva York, de hace dos años, en la que hizo un homenaje a lo que en castellano castizo se llama: mamarracho. Es decir: feísmo.

Decía Platón en La República: «hay que ejercer inspección sobre los demás artistas e impedirles que copien la maldad, intemperancia, vileza o fealdad en sus imitaciones de seres vivos o en las edificaciones o en cualquier otro objeto de su arte».

Así como el mal era una privación del bien, lo feo lo era de la belleza. Pero llega Hegel y afirma que es propio del mundo en que vivimos, y Karl Rosenkranz lo reivindica como categoría estética, asociándolo al mal moral. Ninguno de estos dos últimos personajes son conocidos por su vida de piedad o asistencia a Misa dominical. Más bien lo contrario.

La conclusión está servida: el mal necesita expresarse y manifestarse ya tal cual es. Necesita hacerse presente en un mundo en el que ya se le ha preparado un camino tras doctrinas incontestables. El mal exige su epifanía.

Y ¿por qué en Roma, en el Vaticano, a pocos metros de Pedro? Porque allí es donde se produjo la Tercera Guerra Mundial, en palabras de Monseñor Lefebvre.

Todo mal imita a la Verdad para imponerse: «seréis como dioses». Y esa manifestación pública requiere replicar el nacimiento de Cristo, de la Verdad. Emulandónlo, engaña y se impone.

¿Burdo? En absoluto. Eficaz, ya que todo comentario no pasa de lo estético. Pero muchos olvidan la estrecha relación entre ética y estética. La moral no la cito. Visto un falo en los jardines vaticanos, debemos presumir que se ha ausentado ya hace tiempo.

Roberto Gómez Bastida/Círculo Tradicionalista de Baeza