Puesto que en la 2ª Restauración los liberales-constitucionalistas tuvieron que emigrar de nuevo al extranjero, la guerra en el seno de las instituciones de la Monarquía durante esta etapa se libró, como apuntaba Miñano, entre los realistas y la modalidad revolucionaria de los afrancesados-moderados. De los documentos oficiales o particulares emanados de las distintas autoridades y corporaciones a lo largo de esta época, se pueden inferir las líneas generales que separaban a ambas posiciones. Aparte de cuestiones coyunturales –no carentes sin embargo de importancia– como la de la Amnistía de los liberales o la del reconocimiento de los «bonos de Cortes» (es decir la Deuda Pública emitida durante el Trienio Constitucional), uno de los principales caballos de batalla radicaba en la contraposición entre la Santa Inquisición y el Cuerpo de Voluntarios Realistas, por un lado, y la novedosa estructura de la Policía, por otro, en tanto que instituciones entendidas como idóneas para el fomento de la paz social. Los realistas defendían la tradicional concepción jurisdiccional de la Monarquía española, en donde priman los elementos religiosos y sociales para el mantenimiento de la buena politeía o policía (en su sentido clásico) de las ciudades, quedando a su vez las posibles fuerzas urbanas existentes bajo el sometimiento y servicio de los Juzgados y Tribunales. En cambio, los afrancesados acogían la nueva concepción administrativista consagrada por la Revolución, en donde prevalece el control social por medio de la Policía: un nuevo organismo separado de las viejas instituciones judiciales y dependiente exclusivamente de las instancias gubernativas –sobre todo de la nueva entidad denominada Consejo de Ministros–, encauzándosele por lo general a través de un Ministerio igualmente de nuevo cuño que recibía los nombres intercambiables de «Interior», «Gobernación» o «Fomento».
Estas concepciones diametralmente opuestas de la Monarquía española se manifiestan claramente por la distinta prioridad que implantan en la jerarquía de los bienes: mientras que los realistas anteponen el derecho junto con la independencia o autonomía social, los afrancesados glorifican la eficacia en unión con la seguridad social y el orden público. Esta última es la mentalidad promovida por las dos nuevas «ciencias» auxiliares del «ius»-constitucionalismo contemporáneo: la Economía y la Administración. Los que en aquellos tiempos se denominaban economistas y administrativistas, son los pioneros predecesores de aquellos que en los últimos setenta años venimos sufriendo bajo el nombre de tecnócratas (domésticos o foráneos, es igual). Los economistas, por su parte, haciéndose con las riendas del ramo de la Hacienda, son los que más influjo ejercieron en el avance de las nuevas ideas, cristalizadas en medidas tales como la erección de un primer prototipo de Banco Central, la creación de la Deuda Pública, y el impulso de las «desamortizaciones» de los bienes de los cuerpos sociales civiles y eclesiásticos como medio de sufragarla; si bien nunca se insistirá lo suficiente en que es la manipulación del sistema financiero (en el que están comprendidos los tres elementos de ingresos generales, precios generales, e impuestos típicos en toda comunidad política) el principal método con que los revolucionarios han desplegado sus objetivos totalitarios.
Huelga recordar que en esa batalla entre realistas y afrancesados, acabarían ganando los segundos tras los sucesos acaecidos en el Palacio de La Granja de San Ildefonso en Septiembre de 1832 –muy adecuadamente compendiados por F. Suárez bajo el rótulo de «Golpe de La Granja»– que desembocaron en la asunción del Poder por la traidora María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y la creación a primeros de Octubre del Gabinete Cea Bermúdez, el cual se encargaría de iniciar la completa implementación del programa reformista afrancesado ya sin traba alguna por parte de un Rey prácticamente incapacitado. Los constitucionalistas, poco después, cogerían el testigo en esta labor a partir de 1836.
Los descendientes morales de los realistas, es decir, los carlistas, continúan hoy día procurando la venida de la 3ª Restauración monárquica. Mientras ésta llega, bueno será aprovechar este último bicentenario que le queda al reinado de Fernando VII para ir desgranando mediante las fuentes documentales de la época los posicionamientos doctrinales de unos y otros que nos ayuden a entender mejor los fundamentos jurídico-sociopolíticos de una contienda que se sigue disputando hasta nuestros días (y en la que nadie puede dejar de tomar parte, lo quiera o no).
Félix M.ª Martín Antoniano
Deje el primer comentario