La proposición LXXVII del Syllabus del Papa Pío IX dice: «En la época actual no es necesario ya que la religión católica sea considerada como la única religión del Estado, con exclusión de todos los demás cultos». El contexto de tal proposición, recordemos que condenatoria, merece algún comentario que puede ser interesante para la comprensión de la historia de la política española.
Sabemos que el Syllabus fue fruto de un largo proceso, aunque distintos hechos significativos hicieron que se precipitara su publicación en el año 1863. También sabemos que las proposiciones que aparecen vienen compendiadas de extractos del magisterio pontificio precedente y no son, propiamente hablando, una redacción nueva, aunque su valor magisterial es mayor del que tuvieron algunos de los documentos de donde se extrajo la proposición.
Si volvemos a nuestra proposición y estudiamos sus fuentes nos encontramos con el hecho llamativo de que el texto está entresacado de una alocución del propio Pío IX: Nemo vestrum, pronunciada por el pontífice con ocasión del consistorio secreto del 26 de julio de 1855. La alocución es un ejemplo perfecto de eso que posteriormente se denominó Ralliement. Por este proceso entendemos, ya no sólo circunscrito al caso específicamente francés -contexto en el que nació el término- una desigualdad o falta de coherencia entre el orden de los principios y la práctica de la Secretaría de Estado vaticana.
En el caso más famoso, consistió en una petición, en tiempos del pontificado de León XIII, con la encíclica Au milieu des sollicitudes, de 1891. Petición que se convirtió incluso en exigencia a los católicos franceses: que se hicieran republicanos con el fin de zanjar la oposición que los católicos monárquicos franceses habían ejercido contra la República e intentar, desde dentro, maniobrar para beneficio de la Iglesia. Como decía Vegas Latapié, aquello «aunque, con la mejor intención en el orden teórico, trajo consigo las peores consecuencias en el orden práctico».
Propiamente hablando, en España ya se tuvo una experiencia traumática de ello, no sólo con la Encíclica de León XIII Cum multa, sino con la postura del Papa Pío IX respecto a la monarquía usurpadora. Mientras que en 1855 el Papa, en el consistorio señalado, se quejaba de que «contra todo pronóstico, vemos con el mayor asombro y la más intensa tristeza, que este Reino rompe con nuestro acuerdo, la Iglesia y sus derechos sagrados, los Obispos y el poder de la Sede Suprema están sumidos en injusticias… se promulgan leyes que revierten los acuerdos, se decreta la venta de bienes eclesiásticos y otras prohibiciones…». Las lamentaciones continúan y se afirman de nuevo los principios de la ciudad católica y de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política, pero nada en la alocución parece encaminarse a un cambio en el nivel práctico político.
Las décadas anteriores habían sido complicadas en las relaciones entre la Santa Sede y los sucesivos gobiernos liberales. Tras la usurpación monárquica, la Santa Sede permaneció atenta al devenir de los acontecimientos y se pronunció con cautela, pues la respuesta en algunas cortes europeas no estaba tampoco definida. Un papel importante en esta indefinición lo tuvo el nuncio Amat, que, al renovar sus credenciales diplomáticas ante la usurpadora, pidió a Roma que se examinasen las pretensiones de Don Carlos antes de comprometerse definitivamente con el nuevo régimen. El historiador Cárcel Ortí describe así estos primeros instantes: «el Gobierno español no le devolvía el placet, porque el papa no reconocía a Isabel II (sic). Y el papa no reconocía a la nueva reina (sic) porque en el fondo deseaba que triunfase la candidatura de don Carlos».
A pesar del fracaso de los intentos de nuncio Amat, de tendencia tradicional, y de su sustitución por el anterior nuncio, Tiberi, mucho más inclinado al gobierno liberal, la Santa Sede rompió unilateralmente las relaciones diplomáticas con el gobierno usurpador ante la sucesión de atropellos, latrocinios, intentos de formar una iglesia española cismática, expulsión de obispos, cambios de párrocos, supresión del Tribunal de la Rota, la expropiación de los bienes eclesiásticos…
Con la llamada década moderada (1844-1854) las relaciones diplomáticas comenzaron a restaurarse; en 1848 estaban normalizadas completamente y en 1851 un nuevo Concordato firmado. Bastó una década para que los principios se desplomasen, a pesar de las afrentas recibidas, y quedase como despojo una Iglesia sometida económicamente a un Estado por culpa de las distintas desamortizaciones de Mendizábal, Espartero y Madoz, y una crisis sustancial de la cultura política católica.
Los principios establecidos en el Concordato tampoco parecieron muy firmes. Con el mal llamado «bienio liberal» comenzaron de nuevo las tensiones entre las pretensiones del Estado liberal y la Iglesia: una nueva desamortización quedaba aprobada en Cortes, medidas persecutorias y restrictivas contra los obispos y eclesiásticos que mayor oposición mostraban al régimen… A pesar de todo ello y de la ruptura unilateral de algunos puntos del Concordato con la Santa Sede, el Papa, en Nemo Vestrum, sigue alabando el gobierno liberal de «nuestra querida Hija en Jesucristo, María Isabel, Reina Católica de España» y poniendo sus esperanzas en una pretendida concordia, del todo imposible, con el gobierno usurpador y liberal.
Como lo fue para su predecesor León XIII respecto al caso francés, pareciese que para Pío IX la responsabilidad de semejante anticlericalismo correspondía a los tradicionales que combatían a la República en nombre de su fe católica, pues de esa manera suscitaban el odio de los liberales al catolicismo. Para desarmar a los liberales, era preciso convencerles de que la Iglesia no era adversa al gobierno liberal, sino tan sólo al laicismo que practicaba y pregonaba. Y para convencerlos, no debía haber otro medio que apoyar las instituciones liberales.
Se pretendía y exigía en la alocución de Pío IX algo que era contrario al deseo y los principios de la (pseudo)monarquía usurpadora: «sobre todo establecimos que esta santa religión continuaría siendo la única religión de la nación española, con exclusión de todas las demás religiones, y que conservaría como antes, en todo el reino, los derechos y prerrogativas que debía gozar».
Queda por estudiar en profundidad y escribir las andanzas, fases y documentos del Ralliement español. Quizá estos párrafos sirvan de acicate. La conclusión de este pequeño itinerario nos la ofrece, con su acostumbrada lucidez, Eugenio Vegas, que escribió estas palabras a propósito de la situación francesa, pero son perfectamente aplicables a la española, que en algunos momentos fue más sangrante y dolorosa. Si en las siguientes líneas intercambiamos la palabra «monárquicos” por «carlistas» y «Francia» por «España», el lector de LA ESPERANZA encontrará un magnífico corolario a lo expuesto: «el sacrificio lo consumaron la mayoría de los monárquicos y, sin embargo, la legislación cada día ha sido peor, hasta llegar a la situación presente de laicismo absoluto. El sacrificio fue estéril y, a mi modo de ver, perjudicial para los intereses de Francia y también de la Iglesia».
P. Juan María Latorre, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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