Desde muchos púlpitos lo pregonan: las medidas de la pandemia son un modo de control social. Sin duda, lo son, y entre ellas la vacuna contra el coronavirus reviste una importancia capital. Pero hay que esclarecer el sentido de este dominio, huyendo de las explicaciones más fantasiosas. La sociedad no va a ser domeñada tecnológicamente merced a ningún chip o un telecontrol por hondas.
El mito transhumanista alienta en el corazón de quienes conducen el mundo. También su consideración animalesca del hombre. Pero los amos del siglo no son ilusos, saben qué es lo que tienen entre manos. Conocen la naturaleza humana, aunque sólo sea para corromperla.
La revolución es un ente carroñero: lo aprovecha todo y lo devora todo. Su afán es llegar hasta los tuétanos de la comunidad política, rechupetear los huesos del último de sus miembros. Por eso, las medidas ante la pandemia han sido principalmente policiales. Incluso las acciones verdaderamente sanitarias han estado lastradas por una fiscalidad comisaria, como también lo estará la vacuna.
La carrera de las distintas vacunas (Pfeizer, Moderna, Sputnik) anuncia un escándalo médico. Hasta ahora no se conoce el periodo de inmunidad que producen, que es el propósito de cualquier vacuna y lo que mide su eficacia. Se trata ante todo de una carrera comercial y una carrera política. La vacuna tiene que vender, y los Estados deben demostrar su eficacia ejecutiva administrándola a la totalidad de la población. Aquí está el secreto de la vacuna.
La eficacia del control social no está fuera del proceso de vacunación, sino que reside en él y en las medidas ya impuestas. Supone un manejo de la sociedad más despótico: con un seguimiento social más fluido, con menos trabas y sin contestación. Implica un dominio de las comunidades humanas más estabulado, más semejante a la gestión de un rebaño animal. El poder moderno aspira a manejar la sociedad con la facilidad con que un hombre mueve su propia mano. En esto no hay nada nuevo.
No nos dirigimos a una dictadura policial, con sabor a los totalitarismos del siglo pasado. Aunque conserve algún regusto, la nueva normalidad es un despotismo del siglo XXI. La democracia más profunda es la demagogia mejor consumada. La divinización de las voluntades consiste en la tiranía de los caprichos, comercializada por las grandes marcas y asistida por el Estado. Sólo avanzaremos un paso más.
Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid