¿El «derecho a la muerte digna»? Breves consideraciones (I)

Sin una ética y un derecho fundados en la dignidad ontológica, la libertad sucumbe ante la aporía del relativismo y del nihilismo, y el poder intenta «crear» lo bueno y lo justo desde la glosa de turno

El pasado 21 de abril, el Seguro Social de Salud (EsSalud) del Perú ejecutó el Plan y Protocolo de Muerte Digna a Ana Estrada luego de que el Poder Judicial ordenara aplicarle la eutanasia e inaplicar la sanción del artículo 112 del Código penal a los médicos que cumplan con el fallo. El caso Estrada anima unas breves consideraciones sobre la vida desde lo ético, jurídico, político y religioso ante los poderes jurisdiccionales y gubernamentales.

En primer lugar, el hombre como unidad de alma y cuerpo tiene deberes de cuidado personal para su realización y desarrollo, pues cada persona humana está perfeccionando sus potencias anímicas y orgánicas desde su concepción (unidad hilemórfica), siendo susceptible de enfermedades o lesiones. Tomás de Aquino sostiene que el hombre posee una finalidad natural a la conservación del propio ser (S.Th., I-II, q. 94, a.2); es decir, la vida exige el compromiso ético de alimentar, vestir, descansar, entre otros; nuestra existencia para asumir los quehaceres personales, familiares y sociales del día a día. Con ello, la vida es un bien moral que ordena la libertad individual y la responsabilidad cotidiana, porque es el fin de la acción humana y permite elaborar juicios éticos sobre el comportamiento.

Precisamente, la naturaleza humana posee inclinaciones que nuestra razón reconoce e identifica como buenas o malas según la sindéresis -haz el bien y evitar el mal- y prescribe acciones concretas -debe hacerse el bien y debe evitarse el mal- como debe conservarse la vida y debe evitarse la muerte. En esta actitud bondadosa reconocemos también nuestra dignidad moral o nuestra libertad -consciente y voluntaria- de cuidar la vida. Esta racionalidad exige también que cada persona actualice su permanente obligación de vivir y seguir viviendo. Es, entonces, indigno que la persona humana delibere y ejerza conductas lesivas o dañinas que menoscaben o extingan su existencia como impedir un diagnóstico, oponerse a un tratamiento, consumir sustancias tóxicas, requerir operaciones quirúrgicas innecesarias, demandar el suicidio asistido o pretender la eutanasia.

Ahora bien, a la ética teleológica se le opone la ética utilitaria que condiciona la existencia al placer y el dolor. Esta es la «ética» de la eutanasia, pues la vida humana se juzga por el disfrute emocional o material del cuerpo y se descarta por el sufrimiento o padecimiento de este en una muerte inminente. Esta ética es meramente procedimental, apela a la inmediatez del gozo corporal, comprende que la libertad es una decisión sobre el propio cuerpo y defiende que el principio a la autodeterminación de la voluntad es la única instancia para juzgar los actos morales. De este modo, esta ética procedimental se aplicaría a cualquier hecho lesivo, leve o grave, emocional o corporal, permitiendo que el sujeto decida en sus circunstancias o extienda esa decisión, máxime su felicidad.

En segundo lugar, quienes defienden la eutanasia refrendan el «derecho sobre el propio cuerpo», una postura del liberalismo de John Locke que tutela el derecho racionalista a la propiedad privada del cuerpo. Esta idea de la «libertad corporal», presente ya en Thomas Hobbes (Leo Strauss, Las tres olas de la modernidad) procede del principio de autodeterminación, deudora de la separación ideológica de la naturaleza y la razón, que inventa el metarrelato de la voluntad como «creadora» del derecho. Con la metafísica destruida, se intenta fundamentar el derecho en la voluntad racionalista, que transformaría la eutanasia en un derecho moderno -o posmoderno- para finalmente entronizar al sujeto como dueño de su existencia, vida, libertad o de cualquier cosa que, como las anteriores, son objetos disponibles a su sola decisión (Juan Fernando Segovia, John Locke y la telaraña de la razón).

En efecto, el «derecho a la disposición del cuerpo» o el «derecho a una muerte digna» no existen en la dignidad ontológica de la persona humana, porque la libertad no debe contravenir el deber a la autoconservación o la protección de la vida ajena (S.Th. I q. 83 a. 1); es decir, la libertad protege el bien jurídico de la vida; caso contrario, el recto dominio del cuerpo se convierte en un derecho de propiedad. En esta hermenéutica, el cuerpo pasa a ser una cosa externa (S.Th. II-II q. 66), un objeto de derecho, susceptible de manipulación, mutilación o extinción. Así como no existe ese derecho, tampoco hay el «deber a causar la muerte digna» obrado por un tercero, porque nuestra libertad se encuentra en un deber de justicia, es deudor de respeto al otro. Si la ética y el realismo jurídico romano (Ulpiano, Digesto, Libro I, Título 1, 10) definen la virtud de la justicia como dar a cada uno lo suyo, ese «dar» denota respetar el derecho natural de la vida y no dañarla ni extinguirla. En consecuencia, ante un paciente por enfermedad o accidente incurable, el acto que le debemos en justicia no es el «homicidio piadoso» (eutanasia), sino los cuidados necesarios para sobrellevar los dolores o padecimientos hasta su muerte (ortotanasia).

En el famoso caso de Ana Estrada se ejerce la justicia proporcional (Aristóteles, E.N., V, 3, 1131a 10-25) en virtud de su estado médico a causa de la poliomielitis sufrida; sin embargo, ella rechaza el tratamiento debido y su deber y derecho a vivir y seguir viviendo, pues entendía, según una entrevista a la BBC en el 2020, que: «Además, tenemos el derecho a una vida digna, que es un derecho constitucional. Y para mí, tener una vida digna es tener libertad, autonomía, decisión sobre ti mismo. Siento que ahora no tengo el control de mi tiempo ni de mi cuerpo, ni de mi vida». Una postura que el Décimo Primer Juzgado Constitucional de la Corte Superior de Justicia de Lima comparte y expresa en el fundamento 105 de su sentencia en el proceso de amparo: «podemos concluir válidamente que, existe el derecho a una vida digna, que tiene como base a la libertad y autonomía; empero, la misma validez de este concepto, implica que exista el derecho a proyectar su vida y en ese proyecto pensar en su final, lo que la demandante considera; una muerte digna» (Exp. N° 0573-2020).

¿Cuál es el problema iusfilosófico en ese sustento? Que el órgano jurisdiccional interpreta una dignidad secularizada; o sea, asume la dignidad como autonomía o libertad de decidir sobre la propia existencia, separa la libertad y el deber, y entiende que los derechos son limitados. Así las cosas, cada hombre sería un conflicto de intereses en sí mismo y con los demás, y el tribunal (el Estado) sería la única instancia para disipar las conjeturas jurídicas. Sin una ética y un derecho fundados en la dignidad ontológica, la libertad sucumbe ante la aporía del relativismo y del nihilismo, y el poder intenta «crear» lo bueno y lo justo desde la glosa de turno.

José Bellido Nina, Círculo Tradicionalista Blas de Ostolaza.

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta