Como es común en cada ciclo electoral, la Conferencia Episcopal Mejicana, a través de comunicados diversos, ha instado a la feligresía a votar «de manera responsable» en los comicios republicanos de este año 2024, sin que se entienda realmente por quién ni por qué.
Tal indefinición, no obstante, es enteramente comprensible. En primer lugar, porque el clero violaría la normatividad estatal si proveyera algún criterio con la claridad suficiente como para inclinar los resultados en favor de algún candidato. Y en segundo lugar, porque el clero mismo es incapaz de discernir en favor de quién recomendar el voto, pues parece haber perdido ya, igual que los políticos que nos gobiernan, la noción del bien común tanto en su aspecto inmanente como en el trascendente. Queda, en consecuencia, sólo una vaga idea de que el católico debe hacer algo por su patria —sin que sea posible definir ese «algo» ni esa «patria»— y que, en cuanto la democracia moderna es una moda bastante aceptada, por inercia o conformismo no queda más que participar en ella: «es lo que hay».
Los integrantes y simpatizantes del partido liberal-conservador, de agenda generalmente contraria a las leyes natural y divina pero puntillosamente cumplidores del precepto dominical —en consecuencia «católicos», cuando menos para los fieles que se encuentran en el mismo rango etario que los venerables obispos—, por su parte, instan a votar lanzando consignas dirigidas a la extorsión o chantaje de la conciencia: quien no vote, además de ser «irresponsable» y «apático», coopera con los rojos que quieren apoderarse del país —como si no estuviera ya en manos jacobinas desde 1824—.
Entre los clérigos desorientados y los falaces conservadores —o mejor dicho, «conservaerrores»—, no obstante, hay un dejo de honestidad: reconocen que son tan repugnantes todos los candidatos lanzados por los partidos a las elecciones, que ni sus propios militantes son capaces de votar sin taparse la nariz. Se ha renunciado, en consecuencia, a presentar los propios candidatos como buenos y se ha preferido acudir, en su lugar, al argumento del «mal menor».
¿Pero en qué consiste tal planteamiento exactamente? ¿Y realmente nos puede ayudar a tomar una decisión electoral? Explicaba don José Miguel Gambra en un artículo reciente —cuyo espíritu esperamos no haber traicionado en estas líneas— que el dilema del mal menor es presentado de diversas maneras por distintas escuelas filosóficas, adquiriendo notas no sólo disímiles sino, en algunas de ellas, deformantes. Conviene, en consecuencia, que quienes pretendan explicarlo señalen a qué escuela se adhieren: el Diablo está en esos detalles. Y haciendo caso omiso de los planteamientos alternativos, nosotros hemos procurado ceñirnos al más clásico posible.
El dilema del «mal menor», bien planteado, se refiere a la elección, entre dos actos moralmente neutros, del productor de los menores males fácticos. Por ejemplo: un padre de familia que se ve en la penosa necesidad de comprar un nuevo automóvil para la familia —gasto que cuando los medios son modestos no es cosa baladí—, debiendo desplegar un alto grado de prudencia para decidir entre las alternativas X y Y. En tal ejemplo, nótese que ambas alternativas son moralmente neutras, en cuanto comprar automóviles por sí mismo no infringe precepto divino, natural o positivo alguno. Por supuesto, los males fácticos que podrían seguirse de la decisión, si mal tomada, podrían ser considerables: la dificultad para pagar los abonos, el mayor consumo de gasolina por el modelo elegido, el mayor costo de las refacciones, etcétera. Pero tales males no dejarán de ser meramente fácticos.
Podría pensarse quizá que, si la elección fue muy imprudentemente tomada, el padre del ejemplo ha sido negligente respecto a su deber de estado como paterfamilias, en cuanto debe administrar bien el patrimonio familiar. Pero tampoco en tal caso podría decirse que el acto ha sido malo por sí mismo, sino sólo por sus consecuencias. Es decir, incluso en el punto de negligencia extrema el acto es sólo de maldad relativa y sólo en tal caso específico, permaneciendo la compra de automóviles —genéricamente considerada— como un acto moralmente neutro. Tal es el ámbito de aplicación natural del dilema del mal menor.
Lo que se nos plantea en los comicios republicanos es enteramente distinto: no es una elección entre dos actos moralmente neutros (votar por X o votar por Y), susceptibles de una apreciación meramente prudencial, pues hay algunos puntos específicos que, al encontrarse en la agenda de los candidatos, se erigen como impedimentos absolutos al constituir pecados con los cuales no debemos cooperar, ni siquiera indirectamente. El dilema del mal menor, como hemos dicho antes, sólo se presenta entre dos alternativas moralmente neutras —aunque potencialmente productoras de males fácticos—, no entre dos alternativas intrínsecamente pecaminosas.
¿Qué puntos pueden ser absolutamente impeditivos —por intrínsecamente pecaminosos— al momento de votar por un candidato? El modernismo eclesiástico nos ha acostumbrado a creer que lo son sólo los contrarios a la familia como institución, y sin duda alguna lo son, pero no únicamente. Son impeditivos, cuando menos, los siguientes: 1) la promoción de los sacrificios humanos bajo cualquiera de sus rituales, incluyendo el quirúrgico o «aborto procurado»; 2) la promoción de la «eutanasia»; 3) la promoción de las relaciones contra natura; 4) la promoción de la promiscuidad en general; 5) la promoción de la herejía o el paganismo; 6) la promoción de la usura; y 7) la promoción de la democracia moderna, en cuanto negación del fundamento natural de la autoridad. Por supuesto, lo mismo podría decirse en caso de no promover activamente los males mencionados, sino simplemente tolerarlos.
Ello tiene como consecuencia que cuando cualquiera de dichos puntos se presenta en la agenda de un candidato, vuelve automáticamente obligatorio no votar por él, so pena de incurrir en pecado —aunque no necesariamente se reúnan las condiciones de la excomunión—. ¿Y si el candidato, por el contrario, fuera proclive a lo justo en alguno de esos puntos? Pensemos, por ejemplo, en un candidato «pro-vida». Si en alguno de los puntos señalados se ciñe a lo que debe, ello remueve el impedimento particular de que se trata, pero por sí mismo no vuelve obligatorio votar por él, porque podría presentarse algún otro impedimento. De hecho, es bastante común que los candidatos «pro-vida» sean promotores de la tolerancia a la herejía, por poner un ejemplo entre los muchos posibles. Sólo entre dos candidatos sin impedimentos absolutos —que hoy es imposible encontrar—, podría, ahora sí, presentarse el dilema del mal menor, haciendo enteramente prudencial el votar o no por alguno de ellos.
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.
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