Muchas veces se me ha acusado, fraternalmente, de exagerar las virtudes y las buenas disposiciones de enemigos, rivales y, en general, gente que conspira más o menos abiertamente contra todo lo Bueno y lo Bello. Francamente, estoy dispuesto a aceptar que puede tratarse de una actitud imprudente y a pagar el precio por mantenerla; pero no me parece que sea un defecto intrínsecamente malo. La ingenuidad es más sufrida que la cautela y, además, muchísimo menos frecuente en estos tiempos que corren. Más aún, estoy íntimamente persuadido de que nadie puede siempre y en toda circunstancia estar completamente equivocado acerca de todo y, así, me parece que es metafísicamente posible, aunque improbable que, como ya he expresado en otras ocasiones, un papa modernista o un presidente libertario adopten medidas circunstancial y accidentalmente tradicionales. Las posibilidades crecen exponencialmente cuando no se trata de un papa, sino de un arzobispo, y que sólo es modernista a medias, es decir que es, como se diría en los mentideros eclesiásticos, un «conservador».
Tuve el honor de conocer a Mons. Argüello hace unos cuantos años, cuando ni La Esperanza ni Gildo García-Vao existían aún y cuando Mons. Argüello era solamente obispo auxiliar de Valladolid, en unas circunstancias que recuerdo con particular afecto.
Mons. Argüello ejerce un papel de una complejidad sociológica, política y eclesial que no estamos en condiciones de imaginar. Y, así, a pesar de todas las reticencias y cautelas que deben imponerse cuando hablamos de un prelado conciliar (pero no muy conciliador, a Dios gracias), creo que es generoso y aún justo de nuestra parte que sepamos destacar y agradecer sus buenas ideas e iniciativas. Por mi parte, estoy en condiciones de afirmar que Mons. Argüello me parece, en cierto sentido, un digno émulo de la condesa viuda de Grantham. Aproximación que cualquiera que me haya leído con una cierta regularidad, sabrá que resulta de lo más halagadora.
Mons. Argüello no se acordaría de mí ni aunque nos volviésemos a encontrar personalmente, extremo que me complacería sobremanera. Y como dudo que sea un lector habitual de esta columna, conviene que dé las oportunas explicaciones que acompañen a este supuesto encomio, so pena de ser mal comprendido.
Lady Violet, condesa viuda de Grantham (interpretada por Maggie Smith en la conocida serie Downton Abbey) es una ilustre representante de la rancia nobleza anglicana y liberal de la ya vieja y casi añorada Inglaterra no-posmoderna. Lady Violet no es Miss Cavernícola y, sin embargo, precisamente por lo que tiene de rancia aristócrata anglicana puede, a veces, acertar y hacer gala de un sentido común particularmente aguzado por el sentido de la Tradición, al menos en materia política.
Grantham, el pueblo que ha crecido a los pechos de la familia Crawley, condes y propietarios de Downton Abbey, posee un pequeño consultorio médico que sobrevive gracias a las pequeñas pero constantes cuotas de los contribuyentes locales y a las generosas donaciones de los aristócratas. Sin intervención alguna, pues, de ningún género de Ministerio, Consejería, Negociado o Departamento público de Sanidad parido por ningún género de Administración central, regional, local, europea o cósmica. Es, propiamente, una sociedad intermedia.
Lady Violet ejerce de pomposa presidenta del comité que administra la pequeña clínica local. Y lo hace, como cumple a una gran dama, aplicando estrictamente dos principios fundamentales de toda labor administrativa: uno: los que apoquinan deben saber qué pasa con el dinero apoquinado; y, dos: las cuestiones científico-técnicas deben quedar al cuidado de los técnicos y de los científicos. En otras palabras: Lady Violet ejerce, en nombre y representación de su propia familia de mecenas y de todos los socios de la clínica, el poder y el control sobre todos los extremos estrictamente no médicos de la gestión de la sociedad. Lady Violet está, consecuentemente, convencida de que, aunque ella no tenga ni la más remota idea ni el más mínimo interés en el tratamiento de la gripe o en los exámenes radiológicos, la clínica (en cuanto que es una sociedad, en general, no en cuanto que se trata de una sociedad, circunstancialmente, con una finalidad sanitaria) está bajo su control y, en consecuencia, bajo el control de todos los socios, vecinos y moradores de Grantham.
Su nuera, la condesa no-viuda de Grantham, es más joven, más moderna, rica, burguesa, liberal y estadounidense. Y aunque no todo ello es enteramente culpa suya, la idea misma de una sociedad intermedia parece escapar no sólo a sus capacidades racionales de intelección, sino a sus mismas disposiciones anímicas de comprender los puntos de vista de los demás. El conflicto entre ambas surge cuando el enorme y bien provisto hospital de la vecina ciudad de York propone al consejo de la clínica de Grantham una fusión con unas condiciones aparentemente muy ventajosas para todos: los socios de la clínica de Grantham, sin aumentar sus contribuciones y sin perder las prestaciones del consultorio local, podrán acceder, además, a las modernas y completas instalaciones del hospital de York. La única condición gravosa es, claro, que el consultorio de Grantham pasará a estar administrado como una sección satelital de la clínica metropolitana. ¿Cuestión de detalle o de fondo? De detalle, dice la burguesía liberal. ¡De fondo!, dice la Tradición: Más valen menos posibilidades de acción con plena libertad, que mayores posibilidades de acción sin libertad.
Porque esa es la gran falacia del liberalismo: la confusión deliberada entre ambos conceptos: el propietario único de un pequeño jardín trasero sabe que es rey y señor en su jardín; convicción con la que no puede ni soñar el accionista número 1.000.000 de la sociedad gestora de un gigantesco parque. Con menos motivo aún si esa sociedad gestora es el Estado, que no entiende en absoluto de accionistas.
Las sociedades intermedias a- o para- estatales tienen, ciertamente, un rango de acción limitado, si se las compara con las enormes posibilidades de las Administraciones Públicas. Pero, a diferencia de lo que sucede con las Administraciones Públicas, las sociedades intermedias están, necesariamente, gobernadas por un acuerdo de voluntades que sobrepasa en todos los sentidos, a la propia finalidad de la sociedad. Dicho en otras palabras: un hospital público hace lo que el Estado le ordena hacer, con arreglo a criterios médicos (es decir, puramente técnico-científicos). Para todo lo demás, la voluntad omnímoda del poder público. Por su parte, un hospital privado, está sometido a una administración que no sólo es independiente de la voluntad omnímoda del Estado sino que, incluso, puede ser contraria a dicha voluntad.
Adonde quiero llegar es a la misma conclusión a la que ha llegado Mons. Argüello con su liga de Hospitales por la Vida (o algún otro nombre semejantemente cursi con el que ahora no estoy dispuesto a meterme), en los que no se practican eutanasias, por respeto a la ley divina (en última instancia) o, al menos, por respeto a las condiciones de los mecenas y socios que apoquinan (en primera, inmediata y en absoluto desdeñable instancia).
Estaría bien que la gente tuviese el suficiente sentido común (porque no suicidarse no es un precepto sólo de la ley eclesiástica positiva, sino de sentido común o, si lo prefieren, de la ley natural) como para no hacer nunca uso de una inicua ley de eutanasia aprobada por un Estado inicuo. Aunque yo, que siempre he tenido un cierto deje platonizante, siempre he preferido las buenas leyes a los buenos ciudadanos.
Estaría bastante bien que los médicos se aplicasen el juramento hipocrático que un día prestaron con alegre inconsciencia y que no mataran a sus pacientes, aunque la ley inicua de un Estado inicuo les exigiera hacerlo.
Estaría maravillosamente bien que los Estados no fueran inicuos y que no aprobaran leyes inicuas.
Pero como esas tres cosas pertenecen, por el momento, a la categoría ontológica de la entelequia, yo, por mi parte, junto con la condesa viuda de Grantham y el arzobispo de Valladolid (la enumeración es para darme importancia…) me limito, por el momento a lo siguiente: está muy bien que sigan existiendo sociedades intermedias, como los hospitales católicos, que puedan oponerse a la voluntad inicua del Estado inicuo. Sean consultorios de Grantham en Yorkshire o sanatorios gestionados por monjas de la Vieja Castilla.
Gracias, señor arzobispo.
G. García-Vao
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