La novena reunión formativa del Círculo Alberto Ruiz de Galarreta, celebrada el pasado domingo 19 de mayo, estuvo cargada, una vez más, de gran enjundia. Y las aproximaciones que realizamos en nuestras crónicas siempre se quedan muy cortas. En esta ocasión intentaremos condensar algunos puntos fundamentales del tema abordado: la participación y representación políticas. Tras la oración al Espíritu Santo y unas breves palabras de presentación, nuestro correligionario Mario comenzó la exposición.
La ponencia se dividió en dos bloques: uno en el que se elaboró un esquema con los rasgos fundamentales que cimentan la sociedad orgánica, en oposición a la sociedad de masas; y otro en que se repasaron algunas concreciones históricas de ésta, fundamentalmente durante la Cristiandad española medieval. Nos centraremos en la primera parte.
La charla aguijoneó algunos mitos fundacionales de la modernidad para, paradójicamente, «deconstruirla», pero no con el ánimo de generar un vacío como la rebelocracia actual, sino para afirmar los principios perennes de la Tradición. Pues uno de los grandes éxitos de la (pos)modernidad es haber inoculado en el imaginario colectivo que no hay alternativa al liberalismo. Desde ese punto de vista, la nueva memoria histórica-democrática nos trata de convencer de que antes del advenimiento de la democracia de partidos lo que existieron no fueron más que tiranías en múltiples formas.
Se comenzó, siguiendo a Juan Antonio Widow, con la definición del «gobierno» como aquello que da unidad a la multitud: dotando de unidad en la dirección de un fin y ante una intención. El gobierno político es aquel que dirige a los individuos al bien común dando unidad, para lo cual se emplea la ley como medio. Para ofrecer algunas claves, se respondieron tres preguntas:
- ¿Cuál debe ser el contenido de la ley que nos debe gobernar?
Dios gobierna la realidad con Su Ley eterna: la multiplicidad de las cosas del mundo se dirige a Él como fin último. Además, nosotros participamos en la Creación como mediadores, estando hechos para implantar la Ley divina en el mundo. Esto es, Dios también gobierna a través de nosotros. Los hombres, como imagen de Dios, estamos dotados de inteligencia y voluntad: somos capaces de vislumbrar la Verdad y los principios morales que ordenan el mundo y que se contienen en la ley natural, sintetizada en los Diez Mandamientos. A través de la razón especulativa podemos captar unos principios generales, y mediante la razón práctica perfeccionada por la prudencia podemos trasladar los principios inscritos en la ley natural a la ley humana particular, su concreción variada y circunstancial.
Galvão de Sousa nos dice que el auténtico derecho no es una creación del Estado: el Estado debe reconocer al derecho sometiéndose a él —al proceder éste de la ley natural—, de modo que el derecho supedita a gobernantes y gobernados, y deben existir garantías contra el arbitrio del poder. Además, la ley humana no es únicamente fruto de la deliberación del gobernante, sino también de la repetición en la comunidad política de actos jurídicos (costumbres).
Frente a esto, la sociedad de masas, que mide la justicia en función de los Derechos Humanos, fuente de la ética moderna que configura las esferas de acción del hombre y sus múltiples «libertades». La modernidad propone un derecho líquido de masas frente al orden concreto de la Tradición. Los derechos humanos, sucedáneo de la ley natural, conciben como una injusticia que el ser humano esté determinado por algo que no sea su libre voluntad, quedando negada la inserción del individuo en un orden concreto que genera obligaciones para con su familia, patria, Dios, o incluso su propio cuerpo.
- ¿Toda sociedad debe ser gobernada bajo las mismas leyes?
En la concepción tradicional, el hombre no pertenece a una sociedad, sino a muchas simultáneamente. El ser humano, por naturaleza, pertenece, en primera instancia, a la familia que le hace posible; pero el hogar no es capaz de proveer de todos los bienes necesarios para la vida humana, por lo que las familias se unen en una sociedad mayor, una población. Esta población se articulará en un municipio en la medida de que éste le proporcione los bienes que por sí misma la población no puede abarcar. Así, la comunidad política se articula hasta incluir a la totalidad de sociedades en forma piramidal, con la monarquía como vértice. Cada una de las sociedades a las que pertenece el hombre ha de regirse autónomamente en lo que hace a sus fines específicos, ya que las sociedades superiores no suprimen las inferiores, sino que las complementan y coordinan. Por otra parte, las sociedades inferiores también contribuyen solidariamente al bien común del todo (principio de totalidad), de modo que no son cuerpos incomunicados. Adicionalmente, las sociedades humanas se ven sublimadas por la Iglesia, que no es un cuerpo intermedio, sino una sociedad perfecta que atraviesa todas las instituciones cristianas.
En oposición, la sociedad de masas —sea nacional o global— aplica una única ley a todos sus miembros por igual. El individuo queda desnudo y despojado de sus libertades concretas de la sociedad orgánica. Pío XI lamentó cómo al despojar al individuo de su antigua y entrañable vida social, han quedado prácticamente solos el individuo frente al Estado. En la sociedad tradicional no existía el sector público como lo concebimos hoy, que es la totalidad sin la subsidiariedad, y no afectaba a todos los individuos por igual toda ley; tampoco existía lo que llamamos sector privado: un ámbito de exclusivo dominio de la voluntad del individuo sin quedar supeditado al bien común.
- ¿Quién debe gobernar la sociedad?
En la sociedad tradicional española la forma de gobierno es mixta y combina la monarquía -gobierno de uno- con la aristocracia -gobierno de pocos- y la república -gobierno de muchos-. Esto se reflejaba en las Cortes medievales. Cada municipio escogía un procurador que lo representaba y actuaba conforme a unas directrices claras por las que debía rendir cuentas. Esta vinculación directa se enfrenta a la actual «representación», por la cual el agente escogido por el sufragio se desentiende de aquellos a quienes supuestamente representa, quedando liberado de la voluntad del electorado. El rey, por su parte, tenía en consideración las peticiones que le eran presentadas.
La representación, siguiendo a Galvão de Sousa, se producía: por el poder, con el rey como cabeza que dota de unidad al cuerpo compuesto por todas las sociedades inferiores; ante el poder, recogiendo la pluralidad de sociedades; y en el poder, tratando que sean los más preparados los que accedan a puestos de gobierno.
En el régimen actual no existe representación real, usurpada y falseada por los partidos. Podría parecer que los «representantes» actuales también tienen un mandato imperativo, pero, sentimos defraudarles, no se trata del de los electores sino del partido, usualmente vigilado por instancias mundialistas. La inversión de la sociedad tradicional se consuma en una partitocracia sometida a una oligarquía plutocrática, como dijo el ponente con precisión.
Tras la exposición y unas palabras del presidente del Círculo en la dirección de lo anteriormente expuesto, se abrió un interesante coloquio sobre el equilibrio entre los fundamentos y su concreción. Esto llevó a unas reflexiones sobre la importancia de profundizar y volver una y otra vez a los principios, pues a menudo subestimamos su capacidad para responder a las preguntas actuales. Y en esa siembra constante de las semillas de la tradición se inscribe nuestra labor.
Alfredo Moyá, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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