Una pizca de tesalónico

nuestra historia (literaria, filosófica, litúrgica, jurídica, teológica, etc.) está escrita en latín y griego

Personajes de la película «Atlantis»

Ya hemos expresado en esta columna en numerosas ocasiones nuestro interés por las lenguas clásicas y nuestro cariño instintivo hacia las gentes que cultivan un conocimiento tan antimoderno, poco productivo y carca. Ya sabemos que el latín, aunque no sea condición necesaria para la salvación ni para alcanzar las cumbres más elevadas de la mística, bien puede ser lo que nos evite el bochorno de ser como Carmen Calvo en sede parlamentaria.

El cultivo de las disciplinas clásicas no está, ciertamente, de moda y, no obstante, la Disney, con su sagacidad habitual con permanente ánimo de lucro, supo convertir a un filólogo clásico mal pagado (valga la redundancia), en el inesperado héroe de uno de sus filmes más originales, a nuestro parecer: Atlantis, que se inspira, como su propio nombre indica, en la leyenda (?) de la Atlántida. Se trata de una película que, siendo de la Disney, presenta, antes incluso del título o de la primera escena, un fondo negro con una cita de La República de Platón. No miento, tiren de hemeroteca.

El protagonista de Atlantis es Milo Thatch, un pobre hombre que trabaja en el mantenimiento de la caldera de un museo de Washington, aunque su auténtica vocación son las lenguas muertas y su pasión, nada oculta, el enigma de la isla-estado que se tragó la mar, a decir del filósofo ateniense.

Resulta que conocer rudimentos de atlante altomedieval gracias a un extraño manuscrito legado por su abuelo, a través de un albacea de lo más peculiar (y de lo más multimillonario, también, capaz de montar una expedición privada con submarino, tuneladora y montgolfier a cuenta de su propio bolsillo), acaba haciendo de Milo el indispensable guía de una misión científica que tiene por objetivo hallar lo que quede de la mítica Atlantis. La ciudad, otrora rica y pujante, acabó, como por encanto o por castigo divino, alojada en una especie de burbuja de roca en el fondo del océano.

La fascinación primera de Milo por los atlantes es perfectamente académica y con un deje tolkieniano: lo que más llama su atención no es que, en pleno s. XX, aún haya una civilización perfectamente anclada en la época clásica que conserva intacta una cultura pagana semi helenizada en una ciudad en ruinas a varios miles de metros bajo la superficie del mar. Todo eso son detalles secundarios al servicio del elemento más singular y más llamativo: su lengua. El atlante es «una especie de lengua raíz»; una suerte de indoeuropeo primordial que permite a sus hablantes descender en la genealogía lingüística y, por su perfecto dominio de su propia lengua, lengua-madre de muchas naciones, comprender y expresarse sin la menor dificultad en idiomas que no han estudiado nunca, desde el latín al inglés. Trátase sin duda de una lengua fascinante pues, nos dice Milo, «le han puesto algo de griego, una pizca de tesalónico…» y un sinfín de añadidos de extrañísimos y olvidadísimos lenguajes de la más arcaica antigüedad.

Uno puede estudiar lenguas clásicas aun sin tener la esperanza de hallar hablantes nativos. E, incluso, apasionarse por el dialecto propio de una determinada civilización desaparecida (realmente desaparecida) desde hace siglos. Es más, ése es el caso de la mayoría de los filólogos que quedan.

En defensa del estudio de las lenguas clásicas (especialmente del griego y del latín), se han dicho muchas cosas, algunas de las cuales no parecen excesivamente razonables. Porque la mayoría de los argumentos razonables en defensa del griego y del latín son facilitados por gente que no sabe ni latín ni griego.

Por ejemplo, el consabido «el saber no ocupa lugar». El saber no ocupa lugar, como tal, pero sí que ocupa tiempo y, sin entrar en un campo que no es el mío, estoy seguro de que las conexiones neuronales que sirven de soporte a (sin serlo por sí mismas) nuestros conocimientos, no son ilimitadas. Quiero decir que, y esto es fácilmente comprobable, no podemos almacenar sin más conocimientos e ideas que no actualizamos periódicamente, porque se nos olvidan: esto es especialmente flagrante en el caso de los idiomas. Uno puede muy bien aprender islandés en el curso de una estadía de cinco años como arponero en un ballenero noruego que trabaja la costa de Groenlandia; pero si, después, pasa veinticinco años como aprendiz de brujo en las selvas de Borneo, lo más probable es que acabe olvidando buena parte de su fluidez en aquella lengua. El saber ocupa, al menos, nuestro tiempo. Aprender cualquier cosa por el simple hecho de aprender, no tiene ningún sentido. Existe, sin duda, una jerarquía de saberes: una, objetiva y otra, subjetiva, adaptada a las necesidades y al estado de vida de cada cual. No se puede pretender que un apicultor ignore la diferencia entre una reina y un zángano y que conozca al dedillo la gramática del acadio medio. Ni tampoco se puede esperar que un helenista no haya leído jamás a Lisias, pero sea un experto en gramática parda.

Aunque, quizás, lo que quieren decir quienes dicen que saber griego y latín no ocupa lugar, lo que quieren decir es que, pese a que se trata de dos conocimientos patentemente inútiles, no por ello deben ser desechados sin más. Y aquí ya podemos empezar a discutir.

Por otro lado, existe la absurda idea de que «aprender un idioma nos enseña a pensar». Me gusta creer, y tengo buenos motivos para ello, que saber pensar es una condición indispensable y previa al aprendizaje de cualquier idioma. Especialmente en la medida en que cualquier idioma, mal que bien, atiende a una lógica interna que un estudia reposado y, sobre todo, largo, puede acabar por abstraer y explicitar. Esa es, precisamente, la labor de los gramáticos. No tengo tiempo, ni ganas, de leer a Piaget, pero me consta que una de las tesis fundamentales de su estudio psicológico del niño, es que no se generan recuerdos antes de poseer el lenguaje, lo cual me parece perfectamente razonable y, además, la prueba de que lengua y razonamiento no se pueden separar. Nadie, ni siquiera los filósofos idealistas, es capaz de pensar sin más. Todos ellos piensan en algún idioma (y casi ninguno de ellos lo hace en español, lo cual es también materia de reflexión).

Empero, es posible que los que creen que aprender un nuevo idioma enseña a pensar, sobre todo si se trata de esos idiomas antiguos y muertos cuyas lógicas internas no pueden ser ya víctimas de los estragos del tiempo que todo lo muda, lo que quizá están queriendo decir es que un idioma distinto del propio nos obliga a llevar a cabo procedimientos mentales (si se me permite la expresión) a los que no estamos acostumbrados. La lógica del silogismo es, desde luego, la misma en latín, en griego o en swahili; sin embargo, no es lo mismo tener que emplear una lengua con cinco declinaciones, que una con siete o con ninguna.

En fin, hay quienes dicen que existe en nosotros, los romance-hablantes una especie de deber de piedad filial hacia las lenguas que han dado a las nuestras el ser y que es, en consecuencia, justo y conveniente que aprendamos latín y griego porque el griego y el latín son nuestras lenguas. Eso no es del todo falso ni del todo mentira, pero es de una miopía intelectual considerable. Por una parte, porque la piedad lo mismo podría ser fraterna y obligarnos, en buena lógica, a aprender el portugués y el catalán antes que el latín, pues que nos son mucho más cercanos en el orden de la caridad lingüística. Por otra, porque, por ejemplo, el hebreo tiene una trascendencia nada desdeñable, lengua bíblica como es, en la formación del humus cultural europeo, sin ser en absoluto siquiera una prima lejana de la lengua de Tulio.

Y, sin embargo, me gustaría creer que lo que se quiere decir al decir eso, que el latín y el griego son nuestras lenguas, lo que se está explicitando es, ni más ni menos, es que nuestra historia (literaria, filosófica, litúrgica, jurídica, teológica, etc.), está escrita, precisamente, en esas dos lenguas, mayormente. Y que, en consecuencia, negarles toda carta de ciudadanía en la formación cultural de los hablantes de lenguas romances, sería tanto como pretender que los niños se educasen solos sin la menor intervención disciplinaria ni transmisiva de sus mayores.

Sí, quizá esos tres argumentos no sean tan absurdos, después de todo: estudiar lenguas clásicas es un conocimiento que no tiene por qué cultivar todo el mundo, pero que todo el mundo debería poder cultivar. No nos harán más inteligentes ni mejores lógicos, pero sí nos aportarán un suculento suplemento de sentido de la analogía, indispensable para la correcta inteligencia de frases como «Dios es Padre» (puesto que lo es, pero no de la misma manera que su padre de Vd.) o «ese señor es ciego» (puesto que también lo es, a pesar de la paradoja de que eso signifique que ese señor es una negación). No nos sacarán de todos los atolladeros morales e intelectuales de nuestro mundo ambiente pero sí, al menos, del pozo de paludismo al que nuestros gobernantes han decidido abocar a las nuevas generaciones.

Querido lector, «con un poco de tesalónico, esa LOE que os dan, pasará mejor».

G. García-Vao

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