Es verdad que Kant se quedó solamente en el agnosticismo de su sistema sin llegar nunca al ateísmo, pero puso las bases gnoseológicas para facilitar a la posteridad este simple paso psicológico. Por lo demás, su obra complementaria Crítica de la razón práctica (1788) no deja de ser un intento voluntarista de querer reintroducir por la ventana de la razón práctica lo que antes había arrojado por la puerta de la razón teórica, a fin de «fundamentar» la viabilidad de los actos morales. Del mismo modo que Kant postulaba en la razón teórica la existencia en la mente humana de unas categorías, como las de sustancia o causalidad, que son las que harían posible un cierto conocimiento para nosotros (no en sí) de las cosas externas, así también, en la razón práctica, se hace imprescindible postular –aquí ya sí– la existencia de Dios, el alma sustancial y el libre albedrío como supuestos necesarios que hagan posible una cierta moralidad entre los hombres. Es decir, tanto las categorías de la razón teórica, como los supuestos de la razón práctica, se reducen a meras hipótesis instrumentales, condiciones útiles para una ciencia pragmática y una ética de coexistencia que nos hagan llevadera la vida humana en ambas esferas, pero que de ningún modo responden a una realidad o naturaleza de los seres, de las cuales no podemos predicar sino nuestro más completo desconocimiento.
Por otra parte, la consecuencia en el terreno práctico o moral de la filosofía de Kant se traduce, en última instancia, en la formulación del imperativo relativista de la «autonomía de la voluntad», raíz del endiosamiento del hombre moderno. Álvaro d´Ors lo condensaba de esta manera en su libro La violencia y el orden: «en una sociedad no católica, al faltar un criterio objetivo de moralidad y quedar ésta al arbitrio de la conciencia individual, las leyes pueden quedar totalmente alejadas de todo criterio moral. Así es, en efecto. La expresión más clara de esa pérdida de objetividad moral que produce el Protestantismo es la del imperativo categórico kantiano. Kant consuma la construcción más clara del subjetivismo protestante, congruente, por lo demás, con el subjetivismo metafísico de Descartes. Para éste, la existencia depende del pensamiento individual, y era congruente que acabara por reconocerse que también la moralidad depende de la conciencia personal. Así lo hace Kant. Su famosa regla de “obra de modo que tu conducta sirva de regla general” no es más que una descarada entronización de la conciencia individual sin ley objetiva. No hace falta mucha imaginación para comprender que, con este “imperativo categórico”, toda objetividad moral queda arruinada, pues se prescinde, por principio, de la ley de Dios. El orden moral, por tanto, se hace imposible, y hoy podemos palpar las gravísimas consecuencias prácticas de esa fatal revolución filosófica kantiana». (21998, ed. Criterio-Libros, p. 108).
Leopoldo Eulogio Palacios, en su ensayo titulado «La persona humana», después de recordar aquella errónea concepción de la dignidad humana que pone su fundamento en la bondad óntica de la persona y no en su bondad moral natural y sobrenatural, apunta que «mucho más moderna es la ocurrencia de hacer de esta dignidad [así entendida] la base de la moral y el derecho. […] El origen de esta posición se encuentra en la filosofía moral de Kant, y su consideración atravesó diversos altibajos a lo largo del siglo XIX. En nuestro siglo [XX] renació con gran vigor en las corrientes del “personalismo ético”, y hasta saltó a la palestra de las luchas políticas empujada por una preocupación antitotalitaria». (Verbo, nº 495-496, mayo-junio-julio 2011, pp. 407-408). Lógicas secuelas todas ellas de aquella otra formulación alternativa del manido imperativo categórico kantiano: «obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». (Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Traducción por Manuel García Morente).
Lo más triste de todo es que esta venenosa mentalidad se introdujera en el Concilio Vaticano II hasta llegar a convertirse en, por decirlo así, el alma o el espíritu que presidió e informó respectivamente los debates y documentos finales de ese magno acontecimiento eclesial, pasando a su vez a expandirse por doquier en toda la Iglesia postconciliar, desde la base hasta la cúspide, a través de sus consiguientes reformas. Como ejemplo sintomático se podría mencionar el bien conocido texto de la (innecesaria y prescindible) Epiclesis previsto en la «Plegaria Eucarística II» del Novus Ordo, justo antes de las palabras de la consagración: «Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor». En todo caso, nos bastará con citar la elocuente apostilla que el mismo Profesor d´Ors –nada sospechoso de recelos anticonciliares, dada su disciplinada militancia opusina– dedicó a las primeras frases con que arranca la Declaración Dignitatis humanae: «Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción» (§1, traducción oficial). «Kant pudo haber escrito estas palabras», se limita a comentar el jurista catalán. («La llamada “dignidad humana”», en Revista jurídica argentina «La Ley», 1980, p. 985).
En fin, toda esta trágica infestación intraeclesial del modo de pensar kantiano o modernista no es casual si se atiende a la finalidad del Concilio testimoniada por el Papa Benedicto XVI en su Discurso de Navidad a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005: «el Concilio –confirmaba el Santo Padre– debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la Edad Moderna. Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la “religión dentro de la razón pura”». Sin embargo –concluye más adelante– «la ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el Concilio Vaticano II llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base del Vaticano II. Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al Concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia». (Traducción oficial).
Félix M.ª Martín Antoniano
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