Los principios morales de la tía Adelaide

en ciertas y concretas ocasiones, es legítimo escudriñar atentamente las credenciales dinásticas y familiares de un futuro cónyuge

Angela Lansbury en su papel de Lady Adelaide Stitch

Publicamos un nuevo —y excelente— artículo de nuestro columnista habitual D. Gildo García-Vao, a la vez que agradecemos a nuestros lectores sus comentarios y sugerencias que podrán seguir dirigiendo a contacto@periodicolaesperanza.com.

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Cuando se publicó nuestra serie de artículos «El matrimonio y las preposiciones», deliberadamente provocadora, esperábamos una cierta cantidad de reacciones más o menos viscerales y más o menos hostiles. Sabíamos que atacar a martillazos uno de los pilares de la moral burguesa podía ser una empresa arriesgada, incluso en el seno del tradicionalismo; o, mejor, incluso ante una audiencia de autodenominados tradicionalistas. Incluso el arzobispo Lefebvre se vio obligado a reconocer en varias ocasiones que, cuando entró en el Seminario Francés de Roma, él también «era un liberal, sin saberlo». La concepción inmaculada sigue siendo y será por siempre un privilegio marial, máxime si se trata de la de las ideas y principios morales. Dicho en otras palabras, es harto probable que quien se reboza habitualmente en el fango de la disolución moral de Occidente, aunque lo haga con traje de neopreno como procuramos hacer los tradicionalistas, acabe por contraer alguna que otra mácula. Moral, Dios no lo permita, alguna vez; ideológica, las más. Profesar, consciente o inconscientemente, la herejía del amor romántico me parece que es una de las máculas más extendidas y de las más fáciles de contraer. No obstante, nos sorprendieron algunas de las reacciones más vehementes: el primer paso para sanar de una enfermedad (sobre todo, de las enfermedades del alma, como son todas las herejías), es reconocerse enfermo, no tratar de justificar lo injustificable con argumentos ridículos.

Porque la herejía del amor romántico puede ser una adherencia de la deletérea moral burguesa de la que uno puede deshacerse con un adecuado tratamiento de buena moral católica y sentido común. Emprender su defensa, malinterpretando pérfidamente, de paso, nuestras posiciones, con argumentos de la más rancia estirpe liberal, es una prueba fehaciente de que no se trata de ninguna enfermedad pasajera, sino de un síndrome, crónico y con vocación de permanencia.

Dicho con otras palabras: estoy aún perplejo por el hecho de que autodenominados tradicionalistas posean, en moral matrimonial, las mismas categorías mentales que lady Adelaide Stich. Y la tía Adelaide, de La niñera mágica, aunque pueda parecernos un personaje simpático (tanto más cuanto que la interpreta Angela Lansbury), no es en absoluto un referente moral aceptable entre gentes de bien.

La tía Adelaide tiene, como todo el mundo, algunos rasgos de carácter absolutamente encantadores: por ejemplo, no tolera que una sola gota «de ese líquido asqueroso» que es la leche profane su sacrosanto té; «¿Azúcar?», aventura, azorado, su sobrino: «Seis», responde ella lacónicamente. La tía Adelaide gusta de celebrar con una copita de jerez las buenas nuevas, tiene un ejército de lacayos con libreas amarillas y pelucas azules y es firmemente partidaria de decir las cosas a la cara y a las claras: «Tus hijos son ingobernables, Cedric». Y tiene razón. La prole del Sr. Brown está a medio camino entre los protagonistas de El señor de las moscas y una partida de guerreros zulúes.

La tía Adelaide pasa una generosa asignación económica a su sobrino, porque a pesar de ser un poco excéntrica, tiene buen corazón. Pero su sentido común de dama inglesa le hace comprender que, lo que verdaderamente necesitan sus sobrinos, no es una niñera, por muy mágica que ésta sea, sino una nueva madre. En vista de las naturales reticencias de Cedric a contraer un nuevo matrimonio, la tía Adelaide le amenaza con cortarle los ingresos; amenaza que acompaña, no obstante, con la generosa, aunque imperativa, proposición de hacerse cargo, personalmente, de una de las hijas («pues tiene que ser una niña, y no una de esas otras cosas») para educarla en la Mansión Stich. Los niños y, especialmente, las niñas Brown, no parecen entusiasmados con la idea. Es entonces cuando Simon, el primogénito y el más perverso de toda la prole, tiene la idea de hacer pasar a la gentil Evangeline, interpretada por la siempre correcta Kelly Macdonald la doncella que sueña con aprender a leer, por una de sus hermanas.

Tras muchas novelescas peripecias que acaban dando al traste con la proyectada boda entre el Sr. Brown y la peculiar Sra. Quickly[1], la tía Adelaide, rebosante de majestuosismo[2], escucha, atónita, cómo sus sobrinos intentan arreglar la dramática situación. La ilustre dama ha sentenciado ya la soltería del Sr. Brown y le ha castigado, en consecuencia, con la pérdida de su asignación, cuando los niños, alborotados, irrumpen en medio de la conversación:

«― Pero Papá sí que se va a casar hoy!

―¿Cómo…? – inquiere la tía.

―¡Sí! ¡Se va a casar con Evangeline!».

A la querida, entrañable y puritana tía Adelaide no le cuadran las cuentas. Con cierta ahogada parsimonia, sólo acierta a musitar:

«― ¡Ah…! ¡In-ces-to…!»

Todos estamos de acuerdo: el incesto es un pecado horripilante contra la ley natural. Lo que no es natural es lo que sigue:

«― ¡No, tía Adelaide! Evangeline no es nuestra hermana.

―¿Que no es vuestra hermana? Entonces, ¿quién es…?».

Evangeline, que hasta entonces no ha dicho esta boca es mía, interviene discretamente:

«― Una simple doncella…».

La tía, sin poder retener más las pulsiones de sus resentimientos de clase, estalla:

«― ¡¿Vas a casarte con una simple doncella…?!».

Y con su clasismo, estalla también su tensión nerviosa, ya que en el acto cae fulminada por un desmayo. El incesto habría podido sobrellevarlo; el matrimonio morganático, no.

Me parece que, en ciertas y concretas ocasiones, es legítimo escudriñar atentamente las credenciales dinásticas y familiares de un futuro cónyuge. Pero no, ciertamente, si ello se ha de hacer en detrimento de la moral. O, dicho de manera más genérica aún: me parece inadmisible que estemos dispuestos a tolerar un mal mayor (o, simplemente, un mal moral real) en aras de un mal menor (o, simplemente, una inconveniencia social o personal). O, incluso, con otra formulación: sólo se pueden comparar las cosas que son comparables: podemos interrogarnos sobre la peridad de dos peras, pero resulta completamente absurdo indagar si  una pera es más o menos frambuesa que un melocotón.

En suma, no se puede comparar un pecado con lo que no lo es.

Cuando los críticos de nuestra supuesta defensa del matrimonio concertado y sin amor nos afean una política semejante porque, como afirma André le Chapelain, los matrimonios entre dos personas que no se aman fomentan el adulterio, me parece que se está enfocando el problema de manera totalmente equivocada.

Para empezar porque, como ya tuvimos ocasión de señalar y como todo lector atento de los artículos en cuestión habrá sabido comprender sin dificultad, en ningún momento afirmamos que fuese deseable, conveniente ni mucho menos necesario que el matrimonio se contrajese sin amor. Sino única y exclusivamente que es perfectamente posible hacerlo sin atentar por ello ni a su esencia ni a su validez. Porque el matrimonio no es, en absoluto, una consecuencia del amor. Hay muchas personas que se aman, incluso de un amor romántico, sin poder casarse. Y hay muchos matrimonios que no se aman. Además si, como pretendimos defender (y como defiende, por otra parte, el propio derecho canónico) el matrimonio cuenta entre sus fines (como un fin secundario, por cierto), precisamente el mantenimiento y la conservación del amor entre los cónyuges, resulta evidente que ese mismo amor no puede ser causa del matrimonio. Sería tanto como decir que el amor es causa de aquello que causa el amor lo que, en buena lógica, no es sólo absurdo, sino hasta redundante.

Pero lo más preocupante no es la falta de comprensión lectora.

Aceptemos, como hipótesis de trabajo, que cual fervoroso anti-Moratín, Gildo García-Vao sostuviese, en efecto, que los matrimonios concertados resultan más que moralmente aceptables. Y aceptemos, también, como hipótesis de trabajo, igualmente sin comprobar, que todo matrimonio concertado es, necesariamente, un matrimonio sin amor.

El objetante afirma que dos personas que se casan sin estar enamoradas tienen más posibilidades de arrojarse en los brazos de un tercero. Lo cual, según parece, es la consecuencia natural e inevitable de todo enamoramiento, pertenezca éste a la categoría de los enamoramientos sancionados por el vínculo conyugal o no.

Hay que negar de plano la objeción: el adulterio es un pecado mortal; un matrimonio sin amor no. Y, es más, puede ser hasta algo muy virtuoso.

Los tradicionalistas tienen que superar las categorías mentales de las rancias aristócratas inglesas si queremos llegar a alguna parte…

«― Fulanito y Menganita conviven bajo el mismo techo…

―¡Ah! ¡A-dul-te-rio…!

―¡No, querido objetante! ¡Están casados, pero no se quieren!

―¡¿Que están casados, pero no se quieren…?!».

G. García-Vao

[1] Véase nuestro Mmm…¡Lady!

[2] Véase nuestro Majestuosismo

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