Enrique Gil y Robles en su 175 aniversario

El pensamiento de Enrique Gil es esencial y auténticamente tomista y escolástico

Se cumplen este 15 de junio de 2024 los 175 años del nacimiento del salmantino Enrique Gil y Robles (1849-1908), una de las cumbres del pensamiento político tradicional español. Fue colaborador en varios periódicos carlistas, como El Correo Español, El Siglo Futuro o La Información. Fue diputado en las Cortes por Pamplona entre 1903 y 1905, representando al partido carlista, tras haber estado ligado durante unos años al integrismo, en gran medida por su íntima amistad con Cándido y su hijo Ramón Nocedal. Entre sus obras destacan su discurso sobre El absolutismo y la democracia, pronunciado para la apertura del curso académico 1891-1892 de la Universidad de Salamanca, Ensayo de metodología jurídica (1893), El catolicismo liberal y la libertad de enseñanza (1896), Oligarquía y caciquismo: naturaleza, causas, remedios, urgencia de ellos: informe pedido por el Ateneo de Madrid y evacuado en forma de carta al señor don Joaquín Costa (1901) y sobre todo, su Tratado de Derecho político según los principios de la filosofía y el derecho cristianos (1899-1902). El hecho de que su producción literaria estuviera ligada a su vida académica, a diferencia de los escritos de otros importantes pensadores carlistas del s. XIX, tiene una consecuencia clara: su pensamiento es más científico, preciso, sistemático y de una mayor erudición. Y quizá una segunda consecuencia: la introducción de terminologías de cuño no netamente tradicional (de las que no están otros exentos), pero que en su época eran lugares comunes de los manuales y la materia que debía impartir en la Universidad. Podría apreciarse esto –como ha señalado Montoro Ballesteros– en la asunción que hace de términos como el de «soberanía» frente al de «majestad» u otros en su Tratado de Derecho político. Concibe éste, sin embargo, de manera recta y sin contagios, en el mismo sentido que le dará más adelante Santiago Ramírez, distinguiéndolo claramente del concepto absolutista bodiniano y del concepto liberal, ambos íntimamente ligados.

El pensamiento de Enrique Gil es esencial y auténticamente tomista y escolástico, sin reparos a la hora de corregir o matizar a Aristóteles, respecto a la clasificación de las formas de gobierno, a Vitoria y la Escuela de Salamanca, por subrayar en exceso el carácter positivo del derecho de gentes respecto a la original tesis tomista de un derecho natural secundario o derecho intermedio, o a Suárez y Belarmino, por acercarse demasiado al error moderno del contractualismo social en su doctrina de la traslación del poder. Como gran conocedor de las filosofías de su tiempo, recibió también la influencia de Zigliara, Prisco, Taparelli o de la escuela histórica del Derecho de Savigny, Stahl y Haller, con los que polemiza. Reconoce a esta última corriente, no obstante, el haber vuelto a poner en valor la costumbre y la tradición en la formación del Derecho, frente a las escuelas constitucionalistas y racionalistas que pretendían hacer tabula rasa de la historia de los pueblos. Gil y Robles combatió el positivismo filosófico y jurídico de su tiempo, el neokantismo y el hegelianismo, introducidos en España a través del krausismo. Aunque tuvo amistad personal sincera con Giner de los Ríos y Gumersindo de Azcárate, no dejó de hacer la crítica a los discípulos españoles de Krause, que compartían con la doctrina tradicional algunas ideas, aunque de forma superficial. En primer lugar, la concepción orgánica de la sociedad, frente al individualismo de las doctrinas contractualistas y rousseanianas. Gil y Robles concluye, sin embargo, que este nuevo organicismo está impregnado de panteísmo monista y desemboca en una exageración de la metáfora orgánica, donde todos los cuerpos sociales, igual que las personas que las forman, sólo tienen valor como órganos y acaban absorbidos por el Estado omnipotente. Del mismo modo sucede con el individualismo liberal, que como ya expresara Rousseau, requiere borrar todos los cuerpos sociales intermedios entre el individuo y el Estado para que se manifieste sin trabas la voluntad general. En definitiva, el liberalismo individualista deriva de manera inevitable en el socialismo estatalista, tesis habitual de los escritos de Enrique Gil y Robles, puesto que el individuo desligado del verdadero tejido social de los cuerpos intermedios queda indefenso ante el poder absoluto del Estado, como pronostica Tocqueville.

El tradicionalista salmantino considera que el absolutismo no es algo accidental, sino algo esencial a las democracias igualitarias modernas. Del mismo modo que Aparisi o Vázquez de Mella, el catedrático salmantino no sólo rechaza las acusaciones vulgares de absolutismo que se hacen contra la monarquía tradicional, sino que identifica el absolutismo con la democracia liberal y el Estado moderno. Al liberalismo opone la verdadera democracia del cristianismo, compatible con la monarquía, que es la del régimen corporativo formado por distintas sociedades autárquicas. Esta verdadera democracia no existe ni puede existir en las sociedades atomizadas e igualitarias modernas, porque no hay pueblo, sino un agregado de individuos como masa informe. Esta democracia es la del pueblo natural y jerárquicamente organizado en una pluralidad de sociedades que se gobiernan a sí mismas y a la vez se van subordinando para fines comunes, tal como fueron formándose en la Edad Media, aunque de manera todavía no perfecta y lentamente, reconoce Gil y Robles. Lo mismo afirma de los fueros, cuyo espíritu ensalza sin tener reparo en criticar lo que pudieron tener en épocas y lugares concretos de egoísmos, injusticias o «privilegios odiosos». Esta denuncia no le impidió considerarse un amante sincero del regionalismo y las libertades forales frente al absolutismo liberal y su centralización uniformista, haciendo gala de ese espíritu reformador con el que Suárez Verdeguer caracterizó al verdadero carlismo.

Su defensa apasionada del organicismo social y de la verdadera democracia identificada con la autarquía no le impidió defender la monarquía en su sentido más puro. Hace distinción entre la idea de la monarquía templada y la idea del régimen mixto, que frecuentemente han sido confundidas. Siguiendo al P. Zigliara, Gil y Robles afirma que la moderación de las monarquías no consiste en la repartición del poder, que es una negación esencial del principio monárquico, ni en considerar cosoberanas a las Cortes, convirtiéndose así verdaderamente en una poliarquía. La monarquía es el gobierno personal y responsable, que está moderado por las leyes morales y religiosas, pero también por los cuerpos sociales autárquicos, lo cual no implica mixtura alguna en la forma de gobierno. Estas diversas autarquías, y los poderes públicos correspondientes, actúan como límites externos del poder soberano, a diferencia de los límites ficticios que el liberalismo quiso poner al poder haciéndolo primero absoluto y luego dividiéndolo internamente, como explicaba Mella. Autarquía y absolutismo son términos contradictorios y están en razón inversa; mermada una, crece la otra y viceversa. Al Rey corresponde el poder político superior y le corresponde plenamente, pero ello no supone extralimitarse en sus atribuciones, pues a diferencia de lo que sucede en el Estado absolutista moderno, él no es el único poder. Es por ello que Gil y Robles no identifica, como los liberales, el Derecho político con el Derecho del Estado. El verdadero principio democrático de la monarquía tradicional supone la cooperación armónica de estos poderes, representados en Cortes, con el poder primero del Rey, principio rector de todo el organismo social.

Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil y Robles (Salamanca)

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