Compartimos con los lectores de LA ESPERANZA un escrito de Jesús Evaristo Casariego (muy recordado en las páginas del periódico), que puede encontrarse en las páginas 72-73 de la Biografía, antología y crítica de su obra (1983).
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La televisión es, al mismo tiempo, un instrumento de cultura y de incultura. Lo primero no necesita demostrarse, es obvio, puesto que siendo la televisión un vehículo que llega a todas partes, él puede transportar una carga cultural que a muchos beneficie.
Pero la televisión es también un agente permanente de incultura que aparta a las gentes de uno de los principales caminos que a la cultura conducen: el diálogo.
El diálogo es, con la lectura, la más eficaz gimnasia que ejercita nuestra facultad de discurrir. Dialogando se agudiza el ingenio. Generalmente los que dialogan están en estos dos casos: uno, cuando se pretende superar a su interlocutor y para ello acelera el proceso de su discurso mental, buscando esa superación. El otro caso se da cuando se trata de aprender, y entonces, tras escuchar atentamente, se pregunta con fines esclarecedores; este es el fecundo diálogo entre el discípulo y el maestro; es también el mejor procedimiento para satisfacer la curiosidad intelectual.
Ninguno de estos dos casos puede darse con la televisión, ante la que sólo cabe la sumisión formal del que oye sin poder responder, preguntar o aclarar. La televisión es per se un monólogo irremediable.
Antes de la televisión la gente dialogaba mucho más. La televisión mató o hizo disminuir en grandes proporciones las tertulias. Las tertulias fueron antaño muy numerosas. Las había en los palacios de la Corte y en las cocinas de las aldeas; en las «peñas» de los cafés mesocráticos y en las tabernas populares; en las trastiendas; en los soportales ruanos y las eras del campo abierto; en las reboticas; en los estancos; en las peluquerías; en los pedantes ateneos y en las eclesiásticas sacristías; en los «círculos» políticos; en los casinos burgueses y en los centros obreros. La humanidad dialogaba ampliamente. La dialéctica, en constante rodar, producía chispas que iban encendiendo antorchas. El ingenio, repito, se aguzaba, crecía y bastantes veces iba a depositarse en las páginas de los diarios, de las revistas, de los folletos y los libros, donde quedaba remansado para siempre.
La tertulia, desde antes de la época romana en la que tomó tal nombre, hasta los mediados de nuestro siglo XX, fue uno de los mecanismos más perfectos y pródigos de hacer cultura, puesto que cultura es cultivo de la inteligencia, del espíritu, como la definió nuestro egregio Luis Vives, que creo fue el primero que utilizó la palabra cultura intelectual en su doble etimología de cultivo, lo que se labora o trabaja, de colo-is; y de cultus-us, lo que manifiesta de veneración o latría.
La tertulia con sus diálogos, era un formidable agente culturizador, agente que disminuyó en la misma medida que se redujo aquélla, y no hay duda de que la televisión fue la principal culpable de esa extinción o reducción tertuliana.
Hoy las gentes dialogan menos, muchísimo menos que en los tiempos anteriores a la televisión y, por lo tanto, la gimnasia intelectual es mucho menor. Ese es el gran daño negativo que la televisión hace a la cultura, que a mi juicio no compensa lo positivo que pueda aportar como vehículo de divulgación cultural.
Ese vehículo es eminentemente audiovisual, de monólogo. Informa, narra, hace ver, pero no explica sus explicaciones; y el explicar lo que se explica, juntamente con enseñar a aprender, es la base de la buena pedagogía y sobre todo de la didáctica superior. A mi entender (y así lo apliqué en mis docencias universitarias), ambos principios son fundamentales en la Universidad. A ésta debe irse principalmente a conocer y practicar los sistemas de investigación y las prácticas metodológicas.
Se dirá que el autodidacta no necesita nada de eso. No es cierto. El llamado autodidacta está constantemente preguntando, inquiriendo; lo pregunta a numerosos libros en proceso lector comparativo y deductivo; lo pregunta aquí y allá a personas que se lo pueden esclarecer; insiste en sus lecturas y preguntas; nada de eso puede darse en el espectador de la televisión, condenado perpetuamente a ver, oír y callar, como el impertinente loro preguntón del cuentecillo portugués: Vosa Excelença ira aonde o leven.
Hay que tener en cuenta que la televisión no puede ser siempre «buena». Forzosamente la mayoría de sus sesiones tienen que ser «malas». No hay posibilidad humana de llenar tantas horas diarias de cosas «buenas». Cualquier conjunto de «bondades» acaba por agotarse. Lo «bueno» que ha producido el ingenio humano es muy limitado. Los que hacen los programas para ser televisados, tienen por fuerza que incurrir en lo mediocre, en lo banal, cuando no en lo francamente «malo» y aún dañino. Una estación de dos canales viene a llenar más de doce horas diarias, que son cuatro mil trescientas ochenta horas al año. Demasiadas horas para rellenarlas con producciones de primera calidad o ejemplar didáctica.
Además los medios televisivos, por su costosísima complicación técnica y económica, no pueden estar nunca en manos populares. O están en manos del Estado, lo que es malo, o están en manos de oligarquías financieras o sectas políticas, lo que es aún peor. Y como las gentes de estos finales del siglo acuden a la televisión como las moscas a la miel o los muchachos a los merengues, para tragarse con la boca abierta cuantos sanos y envenenados manjares les echen por la «pequeña pantalla», resulta que enormes muchedumbres se tragan todos los días su correspondiente ración de imágenes y palabras, detrás de las cuales suele haber una finalidad propagandista más o menos coaccionadora y no siempre limpia y generosa.
Hoy día, los estudios sobre lo que podría llamarse de penetración psicológica, están muy avanzados. Se sabe cómo penetrar en la mente del hombre medio para influir en ella, es decir, en su pensamiento y su conducta. La publicidad comercial, sobre todo en los Estados Unidos, está alcanzando en ésto éxitos positivos. Y ello es sin duda un medio avieso que atenta a la libertad, la intimidad y la dignidad del oyente, el cual, ignorante de la manipulación de que es objeto, se deja manipular, como el bebedor o el goloso al que se da la droga oculta en la bebida o la golosina.
Pues poned la televisión al servicio de una causa cualquiera, buena o mala, política o comercial y esa causa habrá logrado penetrar y apoderarse de millones y millones de mentes. Únicamente los individuos de cerebro fuerte y bien organizado, podrán permanecer inmunes a esa droga multitudinaria. Pero éstos son una minoría insignificante y a su vez poco influyente en el hombre-masa. Así, por ejemplo, las publicaciones serias y científicas de sólida y sana moral, tienen los lectores a cientos y las revistas «del corazón», pornográficas o deportivas, las tienen a millaradas. (El proliferar de tanta basura o banalidad impresa constituye un buen índice para pesquisar la valoración cultural masiva de nuestra época).
Se cuenta que Arquímedes dijo: «─Dadme una palanca y moveré el mundo». Yo me atrevo a decir: «Poned la televisión en manos inteligentes, y éstas arrastrarán o mantendrán en la posición que se desee a la mayoría de una nación». Afortunadamente los que manejan la televisión, sobre todo en España, distan mucho de ser inteligentes.
La televisión entretiene y distrae sin pedir a cambio ningún esfuerzo mental. Antes, la lectura lo exigía de imaginación. Cuando hace más de un siglo en una cocina campesina a la luz de un candil un lector leía en alta voz la entrega semanal de Pérez Escrich o Fernández y González que «el Vizconde desmontó de su caballo alazán y tras darle las riendas al lacayo, penetró en el parque donde le espera la rubia marquesita que dulcemente le echó los brazos al cuello», entonces los rústicos oyentes, con el ánimo embargado por la folletinesca narración, tenían que realizar un proceso, un esfuerzo mental de imaginación y ver al Vizconde (que sin duda se figuraban arrogante) y al caballo (de capa canela y briosa estampa) y al lacayo (de impecable librea, altas botas y ademán servil) y al parque (jardín romántico con árboles, flores y caminos enarenados) y por último, a la marquesita (bellísima, esbelta, enamorada, cimbreándose sobre su miriñaque de seda, rodeando con sus brazos lindísimos el cuello del galán). Todas esas operaciones de mente tenían que realizar con rapidez aquellos rudos escuchadores de D. Enrique P. Escrich o de D. Manuel Fernández y González. Hoy día, la televisión ahorra el esfuerzo (el esfuerzo intelectual imaginativo), y les presenta vizconde, caballo, lacayo, jardín y marquesita tal como los aderezó el adaptador televisivo, sin exigir a sus espectadores ni el más leve esfuerzo de imaginación. Es sin duda, una ventaja para conocer de visu esos personajes, pero un inconveniente para adiestrar la inteligencia. Por eso, el actual espectador de la televisión, queda a un nivel intelectual más bajo que el pretérito escuchador (escuchador es más que oyente) de melodramáticos novelones por entregas, del mismo modo que el teatro, que es en gran parte sólo voz, gesto, y ademán, dice menos al vulgo que cine, que es voz, gesto, ademán, imágenes y movimientos múltiples.
Al lado de los indudables beneficios que en el orden cultural puede producir la televisión, he ahí sus dos grandes males: primero, que en manos de Estados y oligarquías se convierte en un formidable medio de tiranía; y segundo, que con su directa capacidad de hacer ver, evita un ejercicio o gimnasia mental, que es base y fundamento para el cultivo de la inteligencia y el espíritu, esto es, la cultura. Y prescindamos (¡que ya es prescindir!) de los males que causa directamente con los «malos» programas.
Es muy posible que dentro de unos años todo esto se note lamentablemente.
Dios dirá.
Jesús Evaristo Casariego.
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