Valdeiglesias, en las citadas Memorias de 1975, aprovecha también para transcribir, entre otras, las siguientes líneas de su prólogo de 1937:
«Por otra parte, dentro del sistema urdido por los mismos dueños del oro para obtener el máximo rendimiento de su mercancía, ésta ha llegado a convertirse en una fuente primordial de poder. Ha depuesto de su trono a los Reyes para ocupar su lugar, y en el actual régimen económico de la mayoría del mundo, servido por las instituciones democráticas y parlamentarias, es el dinero quien impone sus mandatos como amo y señor. Esta sustitución es de consecuencias transcendentales para los pueblos, pues mientras el Rey, aun en la peor de sus encarnaciones, no puede dejar de sentir el estímulo del bien de la Patria –de su Patrimonio–, el dinero no obedece a otro impulso que al de su propio beneficio, y así ha resultado, en definitiva, sustituido el espíritu de servicio, que tenía en el Rey su guardián supremo, y merced al cual se lograron las grandes realizaciones de otras épocas, por el espíritu mercantilista de la actual, culminado en la paradoja de las crisis llamadas de sobreproducción y en las guerras que están ocasionando la destrucción de las gigantescas obras de nuestros antepasados.
»La facultad de acuñar moneda –crear dinero– era una de las cuatro que, según el Fuero Viejo de Castilla, no podían “partirse” del Rey. Pero esta facultad la tienen hoy los Bancos, que son los que abren y restringen créditos, la moneda de nuestros tiempos. Con ella ha pasado a sus manos la más eficaz soberanía, que ejercen en su particular provecho, y no en el del pueblo como antiguamente ejercía la suya el Rey, conquistando cada vez mejores posiciones, y poniendo a su servicio a gente que está a cien leguas de figurarse quién es el verdadero amo a quien sirven» (op. cit., pp. 185-186).
Una vez terminada la repetición de su antiguo prefacio, Escobar concluye a continuación, entre otros, con los siguientes comentarios adjuntos: «Excusado es decir lo mal que cayeron estas apreciaciones mías en todos los círculos financieros que estaban ya tejiendo sus redes en Burgos y Salamanca para asegurarse la consolidación de sus posiciones dentro de la naciente España nacional. Claro es que fueron ellos los que ganaron. Las ideas de Acción Española quedaron en la estratosfera de los sueños azules. Y a mí se me apuntó por el “establishment” en su lista negra, lo que significó quedar para siempre marginado del sector que, sin necesidad de título representativo alguno, ejerce por cooptación entre sus miembros las más decisivas y lucrativas, visibles u ocultas, influencias en la vida de los pueblos. […] Estas consideraciones merecerían ser tratadas con más extensión en otro libro. Aquí sólo quiero subrayar el hecho de que lo escrito en 1937 en nada ha sido desmentido por los acontecimientos subsiguientes» (op. cit., pp. 187-188).
A Valdeiglesias no le daría tiempo a redactar la monografía proyectada, pues fallecería apenas un par de años después en 1977. Teniendo presentes los textos anteriormente copiados, resulta a primera vista un tanto sorprendente la ceguera absoluta de este publicista y de sus compañeros tradicionalistas pseudomonárquicos a la hora de ponerse al servicio de los representantes del linaje liberal-isabelino, quienes han sido precisamente, desde su ilegal intrusión en el Trono español en 1833, los instrumentos de esa plutocracia externa e interna denunciada por el mismo Escobar para el avance de su agenda dominadora, a cambio de permitirles el disfrute más o menos pasajero de un poder que jurídicamente no les correspondía y al cual solamente podían acceder por este espurio medio. El hecho de que esa plutocracia decida prescindir ocasionalmente de los servicios de esos intrusos auxiliares, no quita que sean los solos sujetos idóneos a los que ella siempre recurre cuando requiere abortar cualquier eventual seria posibilidad fáctica de Restauración monárquica, es decir, de restitución del cetro a los verdaderos Reyes españoles, los procedentes de la distintiva dinastía legítima (vulgarmente, carlista), sus únicos y genuinos enemigos contrarrevolucionarios.
No obstante, y siempre teniendo en cuenta estas prevenciones y cautelas aclaratorias, resultan valederas y oportunas las afirmaciones apuntadas por Valdeiglesias, siguiendo a McNair Wilson, sobre el meollo del problema económico contemporáneo. La única pega a este respecto sería el carácter amplio y genérico con que se lo identifica, sin querer entrar en detalles y dejando un poco al principiante con la miel en los labios en cuanto a su desarrollo o explanación. Por nuestra parte, hemos procurado modestamente cubrir esa laguna informativa incorporando en diversas colaboraciones algunos compendios y traslaciones de esos mismos trabajos del Mayor Douglas a los cuales remitía a sus lectores el susodicho McNair Wilson, aun siendo conscientes de la cierta dificultad inherente que supone al principio la consideración de estas materias en el seno del instigado ambiente de descomposición intelectual y confusión mental que viene expandiéndose cada vez más en nuestra Edad Contemporánea, contrariedad que ya fue agudamente evidenciada por Arthur Brenton (propietario y director del semanario The New Age entre julio de 1923 hasta su extinción en abril de 1938) en un editorial publicado en marzo de 1934, y cuyos dos principales párrafos rezaban así:
«El Movimiento de Douglas basa sus actividades educativas en dos proposiciones fundamentales, siendo una de carácter técnico y la otra de carácter político. La primera consiste en que el sistema financiero causa automáticamente una escasez de poder adquisitivo. La segunda consiste en que algo llamado Monopolio del Dinero existe, y que la gente que lo encabeza está deliberadamente impidiendo al público que llegue a comprender que esto es así. Al partidario de Douglas, en la medida en que es capaz de entrar en contacto con el público, se le pide que explique el “cómo” de la proposición técnica, y el “quién” de la proposición política. “Danos una razón, danos un nombre”, gritan las multitudes, inconscientes del hecho de que, en lo que respecta a lo primero, carecen de una formación previa que haga posible que la razón pregonada sea inteligible para ellos; y que, en lo referente a lo segundo, no se puede traer ninguna evidencia en contra de ninguna persona en absoluto. “Muéstranos un signo”, gritaban las multitudes de antaño, “de que las palabras que tú hablas son verdaderas”; y se les dijo que no se les daría ningún signo: que, si no podían sentir el poder de la verdad en las palabras habladas, ningún signo podría conseguir comunicar ese sentimiento.
»Es cierto que la razón que se pregona es inteligiblemente comunicable, pero sólo para aquellos que son lo suficientemente pacientes como para someterse a la disciplina de la investigación sistemática. Pero para el partidario de Douglas, la tarea de contactar a esta gente y de persuadirles, en medio de una atmósfera de incredulidad masiva, de que asuman la previa posibilidad de que la proposición sea cierta (pues sin esa previa asunción, ¿quién iba a querer gastar su tiempo en estudio?), viene a ser casi más insuperable que cualquier otra tarea que pueda concebirse. Las masas, cuando demandan una razón, están demandando algo que realmente es un sustituto del razonamiento: algo que genere convicción sin exigir reflexión. Esto es así porque se les ha adiestrado a esperar instrucciones en esa forma, y porque siempre les ha sido posible obtenerlas en esa forma en relación a las políticas y programas que los partidos políticos les han esparcido para que disputen sobre ellas. Pequeñas piezas de verdades irreconciliables es todo lo que ellos quieren, y es todo lo que se les ha permitido que tengan. Y, habiendo quedado mentalmente desarmados por este arsenal de heterogéneas convicciones acerca de trivialidades, todavía esperan, en su mayoría inconscientemente, entender la técnica financiera para la síntesis económica y la reconciliación política simplemente examinando un artículo en un periódico u oyendo un discurso en un lugar de encuentro («El problema de la Ley del Libelo», The New Age, 08/03/1934, p. 218; los subrayados son suyos).
Félix M.ª Martín Antoniano
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