Agualongo reivindicado

Agualongo no murió por el idioma español, por su cultura local o por una raza, sino que era, como la palabra misma lo dice, realista

Agustín Agualongo/Iván Benavides.

Últimamente la figura de Agustín Agualongo ha venido deslumbrando a cada vez más personas. Especialmente a aquellas que promueven, o pretenden promover, una Hispanidad unida. Esto tiene cierto mérito, pues ha estimulado que se le nombre y difunda en medios en los que todavía no era conocido. No obstante, encarna también el eterno peligro al que están expuestos los héroes: su falsificación.

El reverdecimiento de que hablo se ha dado, como digo, en ámbitos católicos ─y aun no católicos─ que han hecho de la defensa de la Hispanidad uno de sus estandartes. En muchos casos, con mutilaciones, mixturas y hasta sospechosos silencios que requieren una rectificación, a fin de que las almas de buena voluntad, que sin duda son la mayoría, salgan del error. Todo sea en honor del Caudillo de Pasto, a los doscientos años de su fusilamiento.

El quid del asunto, del que se desprende todo lo demás, recae sobre nada más y nada menos que en la motivación eminentemente política de la resistencia pastusa. Agualongo no murió por el idioma español, por su cultura local o por una raza (que por cierto no la tenía única), sino que era, como la palabra misma lo dice, realista. Esto es, fiel a Don Fernando VII, Rey de las Españas y de las Indias, a quien tenía por legítimo señor del Virreinato y aun de su vida, porque la rindió toda por él.

Las supuestas pretensiones económicas y autonomistas (y ni se diga las folclóricas) no logran justificar que gentes tan humildes como los pastusos de principios del siglo XIX hayan sostenido la guerra hasta la muerte, incluso a pesar de las humillaciones que padecieron, incluso cuando todo parecía perdido y sin remedio… Lo único que explica esta numantina obstinación es algo mucho más fuerte, y que hoy escasea hasta en mentes católicas: la conciencia cristiana del deber.

Para Agualongo, el servicio al Rey, ministro de Dios por la espada, era tan obligatorio como asistir a misa todos los domingos, lo que no era poco decir en ese entonces. Esta adhesión inquebrantable, exclusiva y, si se quiere, vital, produjo en el caudillo un enconado rechazo por los que pretendían arrebatarle dominios y vasallos a su Señor; por lo que prefirió morir antes que aceptar otras autoridades que las designadas por él, y así rehusó someterse a la constitución y a las leyes de la usurpadora República de Colombia.

No otro fue el motivo de su permanente rebelión. Y por ello se convierte, sin lugar a dudas, en el referente que debemos seguir quienes ansiamos restaurar la Monarquía católica. O, lo que es (o debería ser) lo mismo, reunificar la Hispanidad. Porque ésta no se puede entender sin su columna vertebral, sin el poder unificador y paternal del rey. Quien, por lo demás, es el único legitimado para ostentarlo. Esto lo comprendió muy bien nuestro caudillo, y por ello ofreció su existencia.

Agualongo, como adalid que fue de la causa católico-monárquica, murió, pues, por amor al rey, consecuencia lógica de su amor a Dios y a la patria. De ahí que la Comunión Tradicionalista, siempre orientada por tan santo y augusto trilema, sea la única custodia y heredera legítima de la memoria de Agustín Agualongo. Y nosotros, los carlistas, sus auténticos hijos espirituales.

Los que prescinden de estas verdades falsean la historia y pisotean su legado. Y se convierten en sucesores de sus verdugos.

Un realista

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