Primeramente, en el Título II, Capítulo IV, dedicado a la «Asistencia sanitaria», el artículo 104, bajo el rótulo «Obligaciones del beneficiario», establece las siguientes: «1. El beneficiario deberá observar las prescripciones de los facultativos que le asisten. Cuando sin causa razonable rechace o abandone el tratamiento que le fuere indicado podrá ser sancionado con la suspensión del derecho al subsidio que pudiera corresponderle o, en su día, con la pérdida o suspensión de las prestaciones por invalidez. 2. Reglamentariamente se determinará el procedimiento para calificar de razonable la negativa del beneficiario a seguir un tratamiento, en particular si éste fuese de tipo quirúrgico o especialmente penoso. En todo caso, el beneficiario podrá recurrir la decisión sobre el carácter de su negativa ante las Comisiones Técnicas Calificadoras a que se refiere el artículo 144, constituidas al efecto en Tribunales Médicos. 3. Las Entidades obligadas a prestar la asistencia sanitaria no abonarán los gastos que puedan ocasionarse cuando el beneficiario, por decisión propia o de sus familiares, utilice servicios médicos distintos de los que hayan sido asignados, a no ser en los casos que reglamentariamente se determinen».
La disposición «reglamentaria» prevista para el desarrollo de estos preceptos fue el «Decreto» de 16 de noviembre de 1967, que no agrega ninguna modificación sustancial a lo dicho. En resumidas cuentas, quien paga manda: el enfermo o sus familiares carecen de criterio alguno en decisiones tan personales y transcendentales como son las de la propia salud. El enfermo es sobre todo un «trabajador», y debe someterse a las órdenes que dicte el Estado soberano a través de sus órganos administrativos y entidades colaboradoras, a fin de que el enfermo se reincorpore lo antes posible a su puesto de trabajo. Es el Estado-patrón y sus organismos auxiliares los que mejor saben lo que le conviene al enfermo, no él y sus allegados.
En segundo lugar, en el Capítulo VII, consagrado a la «Vejez», el artículo 156, que lleva por encabezamiento «Imprescriptibilidad e incompatibilidad», establece en su apartado 2.º: «El disfrute de la pensión de vejez será incompatible con el trabajo del pensionista, con las salvedades y en los términos que reglamentariamente se determinen». La norma «reglamentaria» que desarrolla este precepto es la Orden Ministerial de 18 de enero de 1967, que prescribe en el apartado 1.º del artículo 16 lo siguiente: «El disfrute de la pensión de vejez será incompatible con todo trabajo del pensionista, por cuenta ajena o propia, que dé lugar a su inclusión en el campo de aplicación del Régimen General [o] de alguno de los Regímenes Especiales de la Seguridad Social, previstos en los números 2 y 3 del artículo 10 de la Ley de la Seguridad Social». Ahora bien, como en estos dos números del artículo 10 se preveía prácticamente toda clase de actividades (a excepción, por entonces, de la eclesiástica y la militar), esto se traducía en la realidad en una virtual prohibición general del pensionista de poder dedicarse a una tarea remuneradora al tiempo que cobraba su pensión. Así pues, según este sistema, una persona que entra dentro de la categoría de «jubilado» no puede a la vez cobrar una renta dineraria y realizar las labores retributivas que le plazcan o considere convenientes; y si los inspectores del Estado-Providencia «pillan» a un «jubilado» pensionista trabajando, le suspenden automáticamente el cobro de la pensión hasta que no concluya con ese quehacer lucrativo.
Por último, dentro del Capítulo X, consagrado al «Desempleo», nos encontramos seguramente con uno de los dictados que quizás con más claridad refleja la naturaleza totalitaria del «derecho» nuevo constitucionalista-administrativista en su rama «laboral». En su artículo 175, que lleva por etiqueta «Duración, prórroga y suspensión de las prestaciones básicas», ordena en su apartado 1.º que: «Las prestaciones económicas [por desempleo] se harán efectivas durante seis meses, mientras subsista la situación de paro, y supuesto que el parado no haya rechazado oferta de empleo adecuado». Y en su apartado 4.º reafirma: «La percepción de la prestación podrá suspenderse cuando se obtengan, por la ejecución de trabajos marginales, ingresos iguales o superiores a la misma, y cesará, desde luego, cuando el parado obtenga nuevo trabajo o rechace trabajo adecuado». Dejando a un lado –como sucedía análogamente en el caso del pensionista, y que aquí viene a repetirse– la incompatibilidad estatuida en la estructura de la Seguridad Social para que una persona que haya estado cotizando pueda percibir simultáneamente, en algún momento, si así lo desea, una renta dineraria junto con la que obtenga de su propio trabajo, quisiéramos sobre todo fijar la atención en la otra condición establecida para la percepción de la prestación por desempleo, a saber: la de no haber rechazado un empleo o trabajo adecuado. Desde luego, al igual que ocurría con el carácter «razonable» o no de la negativa del enfermo a seguir un determinado tratamiento, los organismos administrativos serán también los encargados de dictaminar si es «adecuado» o no el puesto laboral rehusado por quien es clasificado bajo la categoría de «parado». Puesto que una gran parte de los miembros de la comunidad política sólo pueden recibir su poder adquisitivo a través de un empleo, el repudio de la ocupación «propuesta» conllevaría la muerte civil del «parado», por lo que a éste no le queda más remedio que aceptarla sí o sí so pena de exclusión social. En pocas palabras, todo este cúmulo de mandatos equivale sencillamente a la erección de un régimen de trabajo obligatorio, es decir, a un sistema de esclavitud, ni más ni menos, para cuya implementación se utiliza la conocida expresión eufemística de «política de pleno empleo».
Félix M.ª Martín Antoniano
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