El origen del uso del vocablo «tradicionalismo» en sentido político (I)

En fecha tan temprana como son los años centrales de la década de los cincuenta (del Siglo XIX), ya se puede empezar a localizar en distintos periódicos de la Península española el manejo de esa expresión para distinguir un determinado «partido político»

Juan Donoso Cortés (1809-1853)

Rastrear el momento y lugar exactos en que comenzó a utilizarse el término «tradicionalista» con una denotación política, requeriría probablemente de una laboriosa investigación en que la relativa importancia del dato no merecería la pena del esfuerzo empleado. Es posible que ésa fuera la razón de que Begoña Urigüen soslayase la cuestión en sede española en su, por lo demás, instructiva tesis doctoral Orígenes y evolución de la derecha española: el neo-catolicismo (1986). Entrecruzada con esta búsqueda se encuentra también la génesis del uso filosófico del término, que sin duda antecede al político. Era de esperar que esta segunda noticia apareciera resuelta por José M.ª Alsina en su tesis doctoral El tradicionalismo filosófico en España (1985), pero igualmente quedó sin abordar por el discípulo de Canals Vidal. Aquí únicamente podemos presentar brevemente alguna información aproximativa que ayude a orientar la resolución de la incógnita, siendo conscientes del defecto metodológico de limitar nuestra pobre aportación a los ámbitos español y francés, dejando al margen otras zonas europeas que seguramente habrían de añadir importantes contribuciones en el asunto, como Bélgica o los Estados alemanes.

En lo que atañe al origen filosófico de la voz «tradicionalismo», hay que subrayar que, aunque es normal que los historiadores designen así a la escuela apologética francesa liderada por los Bonald, Lamennais, Maistre y compañía, no obstante sus coetáneos se referían a ella, por el contrario, bajo la denominación de escuela ultramontana (indicativa de su oposición contra el tradicional galicanismo de la Monarquía francesa). Si bien se podría vislumbrar algún que otro precedente en la segunda mitad de los años cuarenta, el uso de la palabra «tradicionalismo» no se generalizó en Francia hasta el inicio de la década de los cincuenta del siglo XIX para etiquetar los errores condenados por el Magisterio, en los cuales, en sus polémicas contra el racionalismo idealista, habían incurrido teólogos o eclesiásticos ulteriores a aquella escuela. Acaso influyeran en esa generalización, tanto el opúsculo del Padre jesuita francés Marie Ange Chastel, Los racionalistas y los tradicionalistas, o las escuelas filosóficas desde hace veinte años (1850), como la Pastoral de 12 de diciembre de 1855 del Arzobispo de París en que se recogían las proposiciones aprobadas por la Congregación del Índice que debían ser acatadas por el teólogo A. Bonnetty: «estas proposiciones –añadía el Prelado– van dirigidas contra ese sistema nuevo que se llama tradicionalismo, el cual tiende a despojar a la razón humana de toda su fuerza» (Vid. Revista Católica, nº enero 1856, p. 89; el subrayado es suyo). Puesto que los tratadistas veían en las descarriadas teorías gnoseológicas de la antedicha corriente ultramontana el caldo de cultivo en que germinaron las desviaciones teológicas de autores posteriores censuradas por la Iglesia, resulta normal que asimismo se extendiera anacrónicamente el epíteto de «tradicionalista» para calificar a ese pretérito movimiento apologético (ejemplo que, por nuestra parte, hemos seguido también cuando lo hemos considerado en nuestra serie de artículos «Menéndez Pelayo y la escuela apologética tradicionalista»).

En lo concerniente al uso político del vocablo «tradicionalismo», no hemos podido descubrir en la prensa francesa evidencia alguna hasta 1869. Habrá que esperar hasta ese año para encontrar los primeros casos, y apenas circunscritos a las menciones que en sus crónicas del panorama político español hacían del «partido tradicionalista», nombre que acabaron por abrazar formalmente los moderados-neocatólicos tras la llamada «Revolución Gloriosa» acaecida en septiembre de 1868. Así, por ejemplo, el Journal des débats, al enumerar los grupos políticos existentes en la arena española, habla de «los tradicionalistas (léase, los partidarios del príncipe [sic] Alfonso)» (25/11/1869, p. 2; el subrayado es suyo). En fin, que sepamos, los católicos franceses no llegaron a utilizar el adjetivo «tradicionalista» para signar al «Partido Católico», uno de los primeros modelos de Movimiento Católico (o «Catolicista», podríamos decir) en la Iglesia, surgido en la primera mitad de los años cuarenta principalmente en orden al combate por la libertad de enseñanza frente al monopolio estatal heredado de la época napoleónica.

En cambio, en fecha tan temprana como son los años centrales de la década de los cincuenta, ya se puede empezar a localizar en distintos periódicos de la Península española el manejo de esa expresión para distinguir, no sólo una definida escuela filosófica como en Francia, sino separadamente también un determinado «partido político». Esta tendencia cuaja durante el Bienio Progresista (julio 1854 – julio 1856), que es el periodo en el que quedará definitivamente perfilado aquel sector neocatólico disidente que se venía incubando en el seno del Partido Moderado desde los tiempos de la acción política del tándem Balmes-Viluma, poco después de la toma del poder por el General Narváez en junio de 1843. En la década de los sesenta se irá expandiendo el uso del término, hasta su definitiva asunción formal por los neocatólicos en los inicios del Sexenio Democrático. Así pues, el contexto en que surge el empleo político de la palabra «tradicionalista» es totalmente ajeno al ambiente legitimista o carlista, y se circunscribe a las polémicas periodísticas suscitadas por la progresiva formación del quiste neocatolicista dentro del moderantismo, en las cuales participarán a su vez los medios del campo izquierdista, tanto del Partido Progresista (en buena parte incorporado poco después a la coalición «Unión Liberal»), como del Partido Demócrata. Para nuestra pequeña revisión de los primeros pasos en la aplicación política de la marca «tradicionalista» en el ámbito español, es inevitable que tengamos que ceñirnos a unas pocas citas, pero creemos que pueden ser suficientes para ofrecer una idea de lo que los columnistas de una u otra especie pretendían dar a entender bajo ese nuevo rótulo que asomaba a la vida político-partidista.

Félix M.ª Martín Antoniano              

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