El origen del uso del vocablo «tradicionalismo» en sentido político (y II)

«Acaso la calificación de tradicionalistas les repugne menos y la adopten indistintamente La Esperanza, La Regeneración, La España, El Parlamento y El León Español»

Para empezar, es de destacar que El Diario Español, publicación afín a la facción «puritana» del Partido Moderado (que se integraría al poco tiempo en la «Unión Liberal»), en su obituario de Donoso Cortés, le describiese como «esforzado campeón del tradicionalismo, y en estos días a la cabeza de la escuela» (Vid. El Áncora, 11/05/1853, p. 8), aunque por el contexto más bien parece utilizarse ese sustantivo con una significación todavía meramente filosófica.

Ya en una perspectiva netamente ideológico-política, Luis González Bravo, figura representativa del Partido Moderado, y que acabaría sus días sin embargo adhiriéndose al Rey legítimo Carlos VII (si fue con sinceridad o por interés, es algo en lo que no entramos), al trazar en un prospecto el ideario político del naciente periódico El Occidente, adscrito a la sección mayoritaria u oficial del susodicho Partido, insertaba entre otros el siguiente párrafo: «De aquí se desprende con bastante precisión lo que pensamos con respecto al derecho divino de los reyes, y a eso que otros llaman la monarquía tradicional e histórica. A nuestros ojos semejante derecho divino no ha existido nunca, no ha podido existir, no existirá jamás; menos aún admitimos que la razón suprema de ser y de durar consista en haber sido y en haber durado. Caminando por esta senda, llegaríamos precisamente a la refutación de lo mismo que intentan probar los partidarios del tradicionalismo. La primera ley de toda existencia, de toda duración es acercarse sin cesar a su término, a su descomposición, a la muerte» (Vid. La Época, 29/12/1854, p. 3).

Hito fundamental para la fijación política del vocablo es, sin duda, la Exposición de Motivos incluida en la disposición de 15 de septiembre de 1856 por la que se restablecía la Constitución de 1845. En dicho preámbulo, junto con otras alabanzas tributadas a esa «Ley» constitucional, se afirma igualmente que a su «sombra iban las conquistas de la revolución naturalizándose y venciendo la suspicacia, el desdén y la obstinada antipatía del tradicionalismo».

En medio de las discusiones entre La España (cabecera fundada por Francisco Navarro Villoslada, y que seguía la línea general oficial del Partido Moderado) y El Diario Español en torno a la verdadera esencia del moderantismo, el principal portavoz del Partido Demócrata, La Discusión, quiso entrar en el debate con un editorial en el que introducía, entre otros, los siguientes asertos: «¿Quiénes son aquí los moderados? preguntamos nosotros. ¿Dónde están? ¿Sois vosotros los de La España, apegados a las tradiciones como el pólipo al terruño, como el siervo a la gleba, los que por retroceder nos llevan al feudalismo, a las comunidades, a aquellas Cortes en que algunas veces solía el rey aplastar de un martillazo la cabeza de un prócer; sois vosotros, los tradicionalistas, los de la escuela histórica, los hombres del partido moderado? No, no, grita entusiasmado El Diario; esos son relapsos, son los hombres de ayer, de lo pasado, son enemigos del símbolo que escribimos en 1845» (29/01/1857, p. 1).

El mismo rotativo demócrata define asimismo, en otra ocasión, a L´Univers como «periódico francés tradicionalista, […] que combate la libertad y el derecho doquier los ve» (29/04/1857, p. 1), a pesar de que, como vimos, la significación política del membrete «tradicionalista» brillaba por su ausencia en aquel entonces en el paisaje francés. Finalmente, es preciso resaltar un artículo del conocido republicano-federalista Francisco Pi y Margall, colaborador de La Discusión, en el que ya comienza a hablar de «partido tradicionalista», queriendo englobar en él a todo «absolutista». El texto concluía con las siguientes líneas, que recuerdan mucho al típico discurso liberal-católico del «Partido Católico» francés: «Claman siempre los absolutistas por la libertad de la Iglesia: ¿por qué no han de clamar igualmente por la libertad del Estado, de la provincia, del municipio, de la familia, del individuo? La queremos también nosotros la libertad de la Iglesia, pero no como un principio, sino como la consecuencia de nuestro sistema. Hoy está la Iglesia esclavizada, no sólo porque el gobierno se entromete en si han de existir o no las comunidades religiosas, sino porque no tiene bien garantizada y libre la enseñanza, ni puede elegir por sí a sus prelados, ni hacer oír la voz de su Pontífice sino mediante la voluntad del poder ejecutivo. ¿Estarían los absolutistas dispuestos como nosotros a romperle de una plumada todas estas trabas? La historia no nos lo permite esperar de un partido tradicionalista que apenas se atreve a dar un paso fuera del círculo que le trazaron sus mayores. Los racionalistas, los impíos, habremos de enseñar todavía el catolicismo a los que por antonomasia quieren ser llamados los católicos. Sólo dentro del principio de la libertad tienen solución las grandes cuestiones que al catolicismo se refieren» (20/12/1857, p. 1).

Quisiéramos terminar nuestro sucinto repaso de citas mostrativas de los orígenes de la voz «tradicionalismo» con acepción política, con un ensayo que apareció impreso en El Clamor Público, periódico adepto al Partido Progresista, en el que se delinea una clasificación de las banderías políticas supuestamente existentes en toda época y sociedad y entre las que se incluye la «tradicionalista». Según el redactor, un tal M. Rodríguez, «la base de esta clasificación se halla […] en la diversidad de opiniones que se disputan en la opinión pública y en el poder la preponderancia y predominio. Estas aspiraciones […] pueden reducirse a tres, a las cuales hacemos nosotros corresponder tres grandes partidos. Estos partidos son el tradicionalista, el democrático, y el progresivo». Y a continuación esboza los caracteres del partido «tradicionalista» del siguiente modo, concretándolo al marco español: «Pertenecen al partido tradicionalista todos los que, cualquiera que sea la denominación que hoy se den, aspiran a reconstituir nuestra sociedad con los elementos dispersos de un pasado ya caduco, todos los que buscan en la tradición un refugio contra las nuevas ideas, con las cuales no capitulan nunca sino para ganar tiempo y dejar pasar las tempestades. Este partido, antiparlamentario por excelencia y por excelencia ultramontano, este partido, que es la antítesis del democrático, porque así como éste quiere dar a la sociedad por cimiento teorías a priori y las concepciones de la razón pura, el tradicionalista pretende cimentarla, como las antiguas monarquías de Nínive y Babilonia, en el principio de autoridad elevado a su mayor potencia y fundado en un derecho anterior y superior a todas las convenciones humanas, este partido, decimos, tiene sus representantes en la prensa, sus representantes en ambas Cámaras, por más que muchos de estos representantes se llaman moderados no queriendo llamarse absolutistas. Acaso la calificación de tradicionalistas les repugne menos y la adopten indistintamente La Esperanza, La Regeneración, La España, El Parlamento y El León Español, cuyas tendencias son las mismas en el fondo, por más que difieran en ciertas cuestiones personales y en las apreciaciones de los medios y oportunidad de la aplicación de una misma teoría. Acaso la adopten el marqués [sic] de Viluma, Tejada, Estébanez Calderón y otros muchos senadores; acaso la adopten el marqués [sic] de Auñón, Canga-Argüelles, Tejado, Lasso de la Vega y otros muchos diputados» (23/12/1857, p. 2; los subrayados son suyos).

Félix M.ª Martín Antoniano              

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