Veneno para el presidente Bartlet

esforzarnos por construir una sociedad normal, en la que predominen las convenciones que dan lugar a la convivencia

Fotograma de la serie «El Ala Oeste de la Casa Blanca»

Deborah Fiderer casi pierde su recientemente adquirido puesto de secretaria ejecutiva del presidente de los Estados Unidos de América, cuando el Servicio Secreto descubre, entre sus antecedentes, una inoportuna carta en la que instaba a verter un poco de arsénico en el agua del Presidente para que éste pudiese experimentar en carne propia la trágica situación de muchos desfavorecidos del Tercer Mundo.

Deborah Fiderer no tiene la más remota intención de asesinar al presidente Bartlet; y uno y otro no tienen más consistencia ontológica que la de simples personajes de una serie de ficción, El Ala Oeste de la Casa Blanca. Sin embargo, ahora que está tan de moda intentar asesinar a presidentes y a futuros (y pasados) presidentes, su caso nos ha parecido muy oportuno para retomar nuestra columna, tras un muy necesario paréntesis estival.

Deborah Fiderer no quiere matar a Bartlet, lo cual no significa que, al menos en ese lejano momento, no le odie; quizás, hasta legítimamente. Y, sin embargo, Deborah es capaz de guardar la compostura literaria y escribir una carta amenazadora en tales términos que el propio Presidente, al ser informado por el Servicio Secreto del inquietante pasado de su nueva secretaria, decide pasar por alto el no-tan-pequeño desliz y no despedirla.

Porque Deborah Fiderer no escribe «Habría que ponerle un poco de veneno al agua de Bartlet»; ni «a ver si alguien envenena al Bartlet ése»; ni «Bartlet, ¡me gusta la fruta!», ni nada semejante. Deborah Fiderer recomienda encarecidamente envenenar a Josiah Bartlet como medida pedagógica para fomentar su conciencia social y lo hace mientras Josiah Bartlet se encuentra desempeñando su importante cargo, por lo que Deborah Fiderer escribe, cuidadosa y respetuosamente, que habría que verter veneno en el vaso del Presidente Bartlet,

 García-Vao vuelve con más mala idea de la habitual, decidido a subirse al carro de los detractores de ciertas manifestaciones de «disidencia política» por vía de mala educación.

Un presidente, sea lo que sea lo que presida (una asociación de defensa de camaleones tartamudos, una potencia mundial, un consejo de administración de una compañía de exportación de gambas con gabardina), es un cargo de cierta relevancia, especialmente cuando preside un ente público y, como tal, merece un cierto respeto, en razón de su cargo, con independencia de lo inútil, incompetente y/o perverso que nos pueda parecer o que pueda ser en realidad. Un respeto proporcionado a su cargo, ni más ni menos, y dentro de los límites del ejercicio de su cargo, ni más ni menos.

Quiero decir con esto que me parece, en cierto modo, razonable, que haya gente que considere que tiene motivos válidos para matar a Donald Trump. No me parece en absoluto razonable, dadas las circunstancias, que nadie lleve a cabo en este momento ese género de propósitos criminales. Como también me parece, hasta cierto punto, razonable que haya también gente que considere que tiene motivos válidos para matar a otros presidentes o expresidentes de los Estados Unidos de América o, incluso, de otros países. Como Deborah Fiderer. Pero me parecería el colmo del mal gusto que, en el transcurso de tales crímenes, se pretendiese despojar a los titulares de tales cargos del respeto y del honor que les son debidos en razón precisamente de tales cargos.

Como católico, no me opongo por principio al tiranicidio. Pero sí que me opongo a que se trate al tirano como a un ciudadano cualquiera, incluso en el momento de su sumaria y legítima ejecución. Un jefe de Estado es un jefe de Estado y, si hay que ejecutarle, habrá que hacerlo con la pompa y circunstancia que conviene a un jefe de Estado. Por ejemplo, la puesta en escena de los jacobinos franceses, por repugnante que me parezca (que me lo parece), exhibiendo a Luis XVI en la plaza de Luis XV ante una multitud enfervorecida que sólo deseaba ver correr su sangre, es una ejecución criminal e injusta que, sin embargo, desde el punto de vista de sus perpetradores, era justa, necesaria y libertadora, porque fue la ejecución de un tirano. Y, sin embargo, fue lo suficientemente regia, dadas las circunstancias, para que podamos considerar, prudentemente, que se guardaron las formas. Soy un apasionado defensor de Thomas de Quincey y de su Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Con mucha más razón, entiendo que se puede (y que se debe) buscar y procurar la compostura, la formalidad y hasta la estética en una ejecución. Y cuanto más descendemos en la jerarquía de las afrentas (legítimas o ilegítimas) a quienes se encuentran en posiciones de poder, más compostura, formalidad y elegancia deben procurarse.

En resumen, me parece que la actitud de ciertos (porque no es solo uno) jugadores de la Selección Española en la recepción en La Moncloa por parte de Pedro Sánchez, fue un ejercicio de innecesaria zafiedad y mala educación. Y lo peor es que, muy probablemente, en los días que van a seguir, los implicados se sentirán obligados a hacer pública profesión de progresismo para borrar de sus expedientes la mácula de haberse envilecido por no besar los zapatos del jefe del ejecutivo.

Y conste que no es porque me parezca que sea un deber de todo ciudadano honrado saludar a Pedro Sánchez con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Mi reacción probablemente más espontánea si Pedro Sánchez me tendiera la mano, sería darle un bofetón. Pero las reacciones espontáneas, gracias a Dios, sean de dar bofetones o de balear orejas, no son de recibo en una sociedad normal. Y todos, incluso los partidarios y los detractores de Pedro Sánchez (y los de Trump y los de Biden) deberíamos estar de acuerdo, al menos, en esforzarnos por construir una sociedad normal, en la que predominen las convenciones que dan lugar a la convivencia y no las reacciones espontáneas que acaban desembocando en zafiedades, con o sin balas.

Creo que hay mejores maneras de manifestar un vehemente, total y bien meditado desacuerdo con el gobierno de Pedro Sánchez que poner cara de pepinillo en vinagre al darle la mano. Lo más que se puede conseguir siendo maleducado es que la gente bien educada piense que uno es un maleducado. Con independencia de que esa gente bien educada sea partidaria de Pedro Sánchez o no. Y sólo aplaudirá el gesto y nos considerará valientes guerreros en la lucha contra el sanchismo el detractor de Pedro Sánchez que, además, sea un maleducado.

Las formas son importantes. Muy importantes. Casi imprescindibles en cualquier buena sociedad. Tal vez no en el fútbol, extremo sobre el que no puedo pronunciarme. Aunque me sorprendería que no fuera así.

Se puede (y se debe) manifestar los signos comunes de cordialidad generalmente admitidos en una sociedad incluso a nuestros enemigos. Incluso a nuestros enemigos con los que nos une (porque toda enemistad une, mucho más de lo que separa) una enemistad legítima y justificada.

Si alguna vez me invitan a La Moncloa, cosa que dudo, espero saber hacer acopio de compostura y buenos modales y saludar a Pedro Sánchez (o a Alberto Núñez Feijoo que, francamente, tanto monta), como debe saludarse a un presidente del Gobierno español, aunque sea un sinvergüenza integral. No me privaré de seguir diciendo que es un sinvergüenza integral y que está asociado políticamente a golpistas, sediciosos, terroristas y corruptos (con alguno de los cuales hasta comparte cama). Y no me sorprenderá que haya ciertos elementos ciertamente desequilibrados que anden profiriendo amenazas muy poco católicas en su contra. Pero me seguirá pareciendo mal que sus detractores utilicen motes como «Perrosanxe» o que recurran a viles subterfugios verbales (aunque sean bastante divertidos, justo es reconocerlo) para camuflar sus insultos y salidas de tono so capa de apreciar ciertos productos agrícolas.

No es necesario ser vulgar para denunciar a nuestros rivales políticos. No es necesario perderle el respeto al cargo (el de presidente del Gobierno, el de presidente de los Estados Unidos, el de papa), por más que su titular puramente accidental sea merecedor de las más acerbas críticas. Los malos modales no resuelven nada y los tiranicidios chapuceros tampoco. Unas y otras cosas pueden llevarse a cabo desde la elegancia y el saber estar:

«Cada vez que pienso en el presidente Pedro Sánchez, me digo que hace tiempo que en España no tenemos un buen funeral de Estado».

G. García-Vao

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