Fijémonos por un lado en que, en el ejemplo histórico de Canals, el «carlista tradicionalista» es equiparado al «jacobita católico»; por lo cual él viene a asimilar las voces «tradicionalista» y «católico». Entonces, ¿para qué la denominación de «tradicionalista» para el «carlista», bastándole a éste simplemente el nombre de «católico»? Y, por otro lado, un «isabelino tradicionalista» históricamente también se personaba como «católico» y defensor de un régimen que, oficialmente, se presentaba a sí mismo como «confesionalmente católico». Entonces, tanto un «carlista tradicionalista» como un «isabelino tradicionalista», tendrían ambos una doctrina política «católica» y una actitud práctica «católica», requisitos generales para el «tradicionalismo bueno» según el criterio de Canals. Pero Canals sabía que la actitud práctica sociopolítica coherente de un «católico español» era la de ser «carlista» y no «isabelino». Por lo tanto, los «isabelinos tradicionalistas» eran «católicos» incoherentes (de buena o mala fe, en eso no entramos). ¿Y por qué lo eran? Canals no especifica la razón de esa incongruencia «católica». Nosotros la señalamos: la Legitimidad. Todo católico español, por el hecho de serlo, está obligado a defender la legitimidad y el derecho en su actitud práctica sociopolítica. Esto es lo que prueba la coherencia de su actitud como «católico» en la vida pública. Pero entonces, de nuevo, sobraría la denominación de «tradicionalista» para el «carlista», acomodándole mejor el calificativo de «legitimista».
Canals termina el primero de sus ensayos haciendo la siguiente descripción y crítica del «tradicionalismo malo» (los subrayados son suyos): «Pertenece así un “tradicionalismo” al orden del saber especulativo-práctico, y no al de la vida política. Pero lo activo y eficiente no es la esencia ni el saber de la esencia sino el ser de las cosas, lo que olvida el racionalismo político. Aunque tal vez, este tradicionalismo de principios y de esencias es precisamente, en el plano concreto y político, no ya un racionalismo, sino una desfiguración y traición enervadora».
Insistimos en que en esa denuncia sólo quedaría englobado en principio el «tradicionalismo catolicista» o «ultramontano», que se mueve en un esquema de indiferente adhesión o aceptación de las realidades concretas en el orden sociopolítico español, pero no serviría para hacer frente a los «tradicionalistas o católicos isabelino-alfonsino-franquistas», que no son indiferentes en ese decisivo campo generador de la confrontación secular.
Añade, por último, el ilustre Profesor catalán, las siguientes líneas sobre el «tradicionalismo bueno» (el subrayado es suyo): «“Tradicionalismo de suyo significa la esencia y contenido del hecho carlista. “Carlismo” menciona la lucha española por la tradición en su concreción histórica y social. Un carlismo no tradicional es, por lo mismo, un hecho sin sentido. Un tradicionalismo español indiferente al carlismo, es un sentido sin hecho. Un sistema de conceptos sin la fuerza y la eficiencia de lo que es».
Creemos que aquí Francisco Canals elabora un mero razonamiento circular. Se parte de la definición de que el Carlismo es «la lucha española por la tradición». Por lo tanto, al Carlismo le correspondería la justa denominación de «tradicionalismo», que sería su «esencia y contenido». Y, por tanto, un «carlismo no tradicional» sería un «hecho sin sentido». Ahora bien, según hemos deducido antes, Canals viene a identificar la posición sociopolítica del «tradicionalista» con la posición «católica» congruente en la cosa pública; y nosotros hemos añadido también que, en caso de disputa entre «católicos» en torno a la verdad sociopolítica, la cuestión sólo podría dilucidarla la verdad jurídica, la defensa de la Legitimidad conculcada, para ver así quién es auténtico «católico» socialmente coherente y quién es mero «compañero de viaje» de la Revolución. Entonces, ¿por qué denominar al Carlismo con el nombre de «tradicionalismo»? Esta denominación resulta más extraña si se tiene en cuenta el sempiterno trilema que guía la acción genuinamente contrarrevolucionaria de los carlistas: «Dios, Patria, Rey». El lema «Dios» justificaría la denominación de «católicos»; el de Patria, la de «patriotas»; el de Rey, la de «realistas»; y, puesto que se trata de la defensa del «Rey o Regente legítimo», de la defensa de su «legitimidad proscrita», se justificaría la denominación de «legitimistas o legalistas españoles».
La defensa de una «tradición» no formaba parte expresa de ese trilema en su origen como impulso para las luchas contrarrevolucionarias de nuestra Edad Contemporánea. Ésta es una denominación que surge muy a posteriori por la incorporación a la causa legitimista de personalidades procedentes del «moderantismo isabelino». Lo pone en evidencia el propio Canals en su segundo ensayo enfocado a los hechos históricos relacionados con el injerto y generalización del vocablo «tradicionalista» en el Carlismo.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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